sábado, 8 de febrero de 2025

EL SHOW DE T.

 



Cuenta Suetonio, aunque parece ser que se trata de una mera leyenda, que el emperador Calígula sentía tanta pasión por su caballo Incitatus que calibró la posibilidad de nombrarlo cónsul. El polidelincuente Trump, esa especie de Calígula con temperamento de caballo de rodeo, ha ido un poco más lejos y, a falta de un caballo adecuado para el cargo, ha nombrado director del Departamento de Eficiencia Gubernamental a Elon Musk.

Vamos progresando.

         Y es que, en las primeras semanas de su segundo mandato presidencial, Trump no solo ha cumplido con todas las expectativas, tanto las malas como las peores, sino que incluso ha sobrepasado lo imaginable: amenaza de subida de aranceles, anhelos colonialistas y guerra indiscriminada tanto al inmigrante como al fentanilo, hasta el punto de que el fentanilo determina buena parte de su política exterior. A juzgar por sus proclamas, no me atrevería a suponer que Trump se cayó de niño en la marmita del fentanilo, pero sí que se dio un chocazo en la frente con la marmita. Algo desde luego pasó.

         Con determinación compulsiva, en su afán por poner la realidad patas arriba cuanto antes, el presidente se pasa el día firmando decretos estrafalarios con un rotulador de punta gorda, lo que lo iguala grafológicamente a esos grafiteros que dejan su apodo artístico en los muros. Habrá quien vea en ese detalle un rasgo narcisista y habrá quien lo vea como una muestra de poderío imperial, quién sabe, y seguro que el referido Calígula hubiese firmado de manera similar de haber existido en su época los rotuladores de punta gorda.

En cualquier caso, y rotuladores al margen, no hay punto de comparación entre el romano y el estadounidense: Calígula llegó al poder por designio del emperador Tiberio, mientras que Trump, según su propia interpretación teológica, alcanzó la presidencia por designio de Dios, que se encargó personalmente de desviar la bala para que le diese en la oreja, al considerar la deidad que con un tiro en la oreja era suficiente para convertirlo en mártir.

         Trump resulta tan irreal y tan irracional, en fin, que parece el protagonista de un programa televisivo de humor en el que se parodiase a un gobernante chiflado, ignorante, rimbombante, infantiloide y de modales gansteriles. Algo así, no sé, como El Show de Trump, sobre la pauta de El Show de Truman, aquel personaje cinematográfico que vivía en un mundo artificial con un desconocimiento absoluto del mundo real.

La penúltima ocurrencia de quien promete la renovada grandeza de EEUU sería cómica si no fuese espeluznante: expulsar de Gaza a los palestinos, someter el territorio a la autoridad norteamericana y convertirlo en un resort. La geopolítica sujeta a las reglas, en fin, del Monopoly: “Compro Groenlandia y pongo un hotel en Gaza”.

         Estos gobernantes trastornados están al alza en medio mundo, entre otras cosas porque lo tienen muy fácil de cara a su clientela electoral, tan trastornada como ellos: solo tienen que prometer el arreglo instantáneo de la realidad común mediante el método paradójico de fomentar el caos y el disparate.

         De entrada, el experimento, de tan descabellado, puede parecer divertido, pero no nos vamos a reír.


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lunes, 27 de enero de 2025

domingo, 26 de enero de 2025

VERDAD Y VERDADES

 


Cuando éramos niños, los mayores nos obligaban a decir la verdad, así nos costase un castigo en casa o en el colegio. Se trataba de una exigencia moral bastante seria: si decías mentiras, no solo te convertirías en un pecador despreciable, sino que arderías en el infierno en caso de morirte de repente. Resulta raro que, con tan poco bagaje de vida, se nos exigiera tener definido con precisión un concepto tan abstracto y polivalente como lo es el de “la verdad”, que admite no solo interpretaciones particulares, sino también sofisticadas piruetas sofísticas al gusto o al interés de cada uno.

Antonio Machado escribió: “¿Tu verdad? No, la Verdad, / y ven conmigo a buscarla. / La tuya, guárdatela”. La mayúscula de esa “Verdad” indica algo tal vez discutible, o al menos improbable: la existencia de una Verdad taxativa que se situaría jerárquicamente por encima de las sospechosas verdades individuales. No sé. Si en un día muy caluroso de verano alguien dice que hace mucho frío, igual no está mintiendo, sino aplicando a la realidad una circunstancia personal: el aire quema, pero él tiene mucho frío. En ese caso, el calor es una verdad objetiva que constata el termómetro, mientras que el frío sería una verdad subjetiva, no una mentira. De lo que podríamos deducir al menos un par de cosas: que no hay verdades absolutas, sino convencionalmente absolutas, y que cualquier verdad, por verdadera que sea, contiene su grado de falsedad, entre otras cosas porque la verdad no tiene capacidad para expresarse si no es a través de nosotros, que somos tan embusteros que incluso hemos llegado a inventar el concepto de “verdad” para disimular un poco.

         Los políticos siempre lo han tenido claro: no conviene ir con la verdad por delante, sino en cualquier caso por detrás. Es decir, con la verdad oculta, igual que el tahúr se guarda cartas en la manga. Al contrario que a los niños, a los políticos no les exigimos que digan la verdad, sino lo que queremos oír, de modo que se ven obligados a recurrir continuamente a una categoría híbrida: la verdad a medias, que, curiosamente, no puede considerarse una media mentira, sino una mentira bastante gorda, ya que oculta la mitad de una verdad, lo que viene a ser como ocultarla por completo.

         Los propagadores de medias verdades tienen como enemigo natural al gremio de los difundidores de bulos, toda vez que el bulo no se sustenta en las medias verdades, sino en la mentira por partida doble: un punto de partida falso para elaborar una verdad falsa que suele resultar más convincente que la Verdad absoluta y, por supuesto, que las verdades a medias.

         Y ya no sabe uno, en fin, ni qué creerse, la verdad sea dicha.


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lunes, 13 de enero de 2025

EL CAFÉ

 


Para algunos, la gastronomía se ha convertido en una rama de la metafísica, pero de lo que la hostelería española puede presumir tradicionalmente es de servir el café a una temperatura a la que el plomo se fundiría.

         Si la evolución de las especies fuese consecuente, los españoles, a estas alturas, a fuerza de tomar café en los bares, tendríamos una lengua de hierro, un paladar de cobre y una tráquea de acero inoxidable.

         La prueba de fuego –y nunca mejor dicho- consiste en que te sirvan el café no en una taza de cerámica con un asa más o menos anatómica, porque eso es para los cobardes que a lo sumo se arriesgan a quemarse los labios, sino en un vaso de cristal, para que de ese modo los camareros puedan comprobar si tienes ya unos dedos ignífugos de cafetero veterano o si eres un novato en el arriesgado arte de tomar café fuera de tu casa.

No hace mucho, tuvimos noticia del caso de un pianista polaco que iba a dar un concierto en Cádiz, entró en un bar a tomarse un café y, como iba con prisas, se abrasó los dedos de la mano derecha cuando agarró el vaso de cristal. En la unidad de quemados del hospital al que acudió le vendaron la mano, por lo que hubo que suspender la gala prevista. En la entrada del auditorio en que iba a celebrarse el concierto, los organizadores pusieron un cartel: EL CONCIERTO QUEDA APLAZADO POR CAUSAS AJENAS A LA ORGANIZACIÓN Y, EN CONCRETO, POR CULPA DEL BAR MANOLO.

         Es lo que suele pasar si estás de visita en España y necesitas un café que te dé fuerzas para seguir viendo monumentos y similares. Los nativos conocemos el peligro al que nos enfrentamos, pero los foráneos no. He leído que incluso hay turistas que, cuando regresan a su país, proponen a sus compatriotas, a través de las redes, tomarse un café español recién servido, por ver qué pasa. Y lo que pasa da pie a una estampa tan habitual como sobrecogedora: esos guiris a los que vemos salir corriendo de los bares con la lengua fuera, muy roja, con ojos espantados, echándose aire con la mano en la boca, como si se hubiesen tomado un batido de lava volcánica, que es lo más parecido que existe a un café español de los de siempre.

         No pasan más desgracias no sé por qué, pero el día menos pensado la hostelería nacional puede verse implicada en un proceso judicial de ámbito planetario si todos los turistas con la lengua quemada deciden poner una demanda colectiva.

No pretendo ser agorero: simplemente aviso de los riesgos potenciales que conlleva el servir el café a más de 100 grados Celsius en un vaso de cristal.

Cuidado, en fin, con las temeridades.


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