(Este artículo se publicó el sábado en prensa... Los detalles han cambiado. La realidad no tanto.)
El conflicto catalán ha tenido la
virtud de ofrecernos un espectáculo basado en el contraste, con sus aspectos
dramáticos y sus consecuencias cómicas, con sus sinsentidos de forma en nombre
del sentido de fondo, con sus continuas reducciones al absurdo en beneficio de
una lógica emocional que tiene más de emocional que de lógica, la sacralización
de la ley de Ohm frente al descrédito de los porcentajes reales de voto.
Etcétera.
Sin
menospreciar a ninguno de los muchos actores de esa desconcertante
tragicomedia, todos esos componentes contradictorios entre sí se han
quintaesenciado en la figura de Carles Puigdemont, cuya deriva espontáneamente cómica
nunca podrá igualar tal vez ni siquiera su mayor antagonista cómico, el cómico
profesional Boadella. Incluso la situación de Puigdemont consiente la dualidad:
unos lo ven como un exiliado, en tanto que otros lo consideran un fugado. La
apreciación heroica, en fin, frente a la consideración jurídica. Sea como sea,
nadie podrá quitarle el mérito de ser un pionero: un político elegido
democráticamente que, por su exceso de espíritu democrático, se ve obligado a
salir por pies de un extravagante país democrático en el que algunos ensueños
se consideran antidemocráticos y en el que el incumplimiento de la ley se
considera ilegal y punible.
En
su novela El barón rampante, Italo
Calvino da vida a un personaje que un día, tras una discusión familiar, se
subió a un árbol y juró no volver a pisar el suelo, de modo que se pasó el
resto de su vida de árbol en árbol. No sabemos si Puigdemont se pasará el resto
de su vida de país extraño en país exótico, y ojalá que no sea así de no ser
ese su deseo, pues un patriota necesita patria tangible, pero se me ocurre que
tampoco es una mala idea el hecho de que un país –y más si se trata de un país
que sólo existe en la esfera de los arquetipos platónicos- tenga a un
presidente fugado, lo que presenta al menos dos ventajas, a saber: que el país
se libra de tener un presidente y que el presidente se libra de tener un país.
Y
es que la tarea de un presidente tiene algo de condena: simular que se gestiona
eficazmente desde el conocimiento íntimo de estar llevando a cabo una gestión
desastrosa, ya sea por imperativo de la realidad o por impericia suya y de los
suyos; prometer la realización inducida de milagros, de por sí tan improbables
como fortuitos; fingir optimismo ante los desastres y recomendar pesimismo ante
las ilusiones colectivas, y así sucesivamente. Evitarle a un congénere esa cruz
puede entenderse, en suma, como un gesto de buena humanidad.
De modo que
tal vez sería conveniente que Rajoy se fugase también a Bruselas y que desde
allí jugase, vía plasma -tan de su agrado-, a ser presidente de nuestra nación
de naciones, a ver qué pasa. No creo que esa fuga tuviese mucha repercusión en
la vida de todos, ya que, aparte de otras consideraciones más matizadas, el
hecho de que un país alimente la esperanza de que los políticos pueden arreglar
el país suele ser el síntoma más claro de que ese país no tiene arreglo.
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