sábado, 31 de diciembre de 2022

LA EXPECTATIVA


 (Publicado en prensa)


Mañana entramos en un año nuevo, y lo haremos tal vez con la idea difusa de haber dejado atrás, aparte de un tramo de nuestra vida, un periodo global de calamidades y de incertidumbres, pues si bien vivimos desde siempre en un mundo convulso, este 2022, puesto en la balanza, nos ha traído más sobresaltos que sosiegos. ¿Cualquier tiempo pasado fue mejor? No. La historia de la humanidad es una novela que empieza mal y que posiblemente acabe peor aún, ya que, a estas alturas, podemos llegar a la conclusión melancólica de que como colectividad no tenemos remedio, dicho sea sin ánimo de ofender a nadie. Lo intentamos, sí, pero tampoco con mucha convicción, y no hay cosa que nos guste más que tirarnos en grupo a un abismo, a la manera de una manada de ñus.

Por nuestra falta de capacidad para el escarmiento, en medio mundo seguimos regalando el poder a fantoches y charlatanes, cuando no a sociópatas o a psicópatas, o todo junto, en parte, supongo, porque las ideologías de antaño han derivado en meras manías sectarias, con un trasfondo más religioso que propiamente político, hasta el punto de que basta con que un ente extravagante suelte media docena de barbaridades para que una muchedumbre lo ensalce como un redentor. Cada uno de nosotros cree tener una solución expeditiva para los problemas del mundo, lo que no quita que esa creencia acabe sumando al mundo otro problema: la proliferación de iluminados. Unos iluminados que necesitan a un espabilado para que los agrupe y los guíe en la senda de la purificación social. Un espabilado que vocifere y gesticule, que recurra a las grandes palabras huecas y que canalice ese descontento que, de manera más o menos abstracta, late en cualquier sociedad, ya que los paraísos únicamente parecen existir como tales en el mundo de las ideas: un mito metafísico. Y el espabilado, claro está, aparece, y no solo puede acabar ocupando un escaño en un parlamento, sino incluso sentado en un sillón presidencial, en calidad de jefe de la tribu de los alucinados.

         Las actuales tensiones geopolíticas avisan de la fragilidad extrema de nuestra idea de civilización, sobre todo si tenemos en cuenta que el delirio de una sola persona puede desestabilizar el mundo, como nos demuestran la Historia y los telediarios. Nos habíamos hecho la ilusión de estar en el camino de un futuro luminoso y de repente el cielo se ensombreció. Entre virus y guerras, entre inflaciones artificiales y catástrofes naturales, enarcamos, por prudencia, una ceja.

         Dicho lo cual, que tengan ustedes por delante un gran año.


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lunes, 19 de diciembre de 2022

UN RELATO NAVIDEÑO

 

LA VÍSPERA

 

Mi empresa se dedica a mediar entre vendedores y compradores. Unos clientes me citaron en Alicante el 23 de diciembre. Para cenar. Podría haberme disculpado, por lo señalado de la fecha, pero estaba en juego una comisión sobre la venta de un hotel en primera línea de playa y tengo por norma desconfiar de los azares de última hora. Si no había ninguna sorpresa, aquella operación equilibraría un año flojo. Elena lo comprendió, pero no le cayó bien, porque la comprensión tiene sus limitaciones emocionales, y la comprendí. Le prometí que volvería el 24 a primera hora para ayudarle a preparar la cena.

            Elena y yo nos casamos hace ahora siete años. Un par de años antes, a los cinco o seis meses de conocernos, yo rompí con Clara y ella con su marido. Elena tiene gemelas de once años y yo un hijo de dieciséis. Las hijas de Elena siguen mirándome con el mismo recelo que el primer día. Mi hijo me mira con el mismo rencor que cuando salí de casa para irme a vivir a un apartamento de alquiler en el que la tapicería del sofá era la misma que la de las cortinas.

            Me pasó lo que a casi todos: no dejé a Clara porque no la quisiese ni porque Elena me gustase más que ella, sino sencillamente porque era otra. No hubo, en esencia, mucho más. Eso, por supuesto, lo sé ahora, pero entonces no: Elena representaba una vida nueva, aunque al poco comprendí que la vida no está fuera de uno mismo. No quiero decir que esté mal con Elena ni mucho menos, sino que a estas alturas podría estar con cualquiera, incluida Clara. A los sesenta años conviene cerrar el laboratorio.

            En la cena éramos nueve, todos hombres. Las negociaciones habían tenido un prólogo largo y sólo se trataba en realidad de celebrar la firma, de modo que se firmó el contrato nada más sentarnos a la mesa, supongo que para poder celebrarlo cuanto antes. Me alegré de que no surgiesen pequeñas discrepancias de última hora, que suelen ser las más peligrosas para el éxito de este tipo de transacciones. El restaurante era tailandés y estaba decorado con tiras de espumillón azul eléctrico y con un abeto iluminado con guirnaldas de luces azules, de un elegante azul frío.

         Cenamos.

            “Vamos al Ma Chérie”. Alguno opuso resistencia, pero al final nos fuimos los nueve al Ma Chérie. A la entrada había un árbol de navidad con luces rojas y bolas doradas. Las muchachas se habían vestido esa noche de Papá Noel. La que me dio conversación se llamaba Martina y era eslovaca. Salimos de allí más allá de las cinco y media, porque el ánimo suele enredarse en esos sitios. Yo tenía que estar en el  aeropuerto en torno a las siete y cuarto.

            Llegué al hotel con apenas tiempo para darme una ducha. Era un hotel muy de medio pelo, pero no encontré otra cosa, más allá de los prohibitivos. Se ve que yo no era el único desplazado durante la víspera de una celebración eminentemente casera. En el hall había un abeto artificial con luces parpadeantes y espumillón dorado. Pedí por teléfono que me subieran un café a la habitación y me dijeron que no era posible. Le pregunté al recepcionista en qué planta servían el desayuno. Me dijo que en la entreplanta, de siete y media a diez y media. Eché en un vaso dos comprimidos de Actrón. El alcohol aún no me había hecho daño. Estaba esperando sin duda a que yo entrase en el avión para hacérmelo, como efecto teatral. Veía una escena anticipada: Elena ofreciendo licores después de la cena.

            Bajé a recepción. El reloj de pared marcaba las siete menos veinticinco. Me daría tiempo a desayunar con tranquilidad en el aeropuerto. Ante el mostrador estaba una pareja muy joven. Apenas veinte él, dieciocho como mucho la chica. Sin equipaje. “¿Han consumido algo del minibar?” Habían consumido dos cocacolas. El muchacho pagó con tarjeta.

            Antes de subir al avión, el alcohol del Ma Chérie empezó a enrarecerse. El acento de Martina, que me había hipnotizado apenas unas horas antes, me resonaba dentro de la cabeza como el eco de un idioma robótico. Me tomé un café doble y vomité. Mi avión salió con cincuenta minutos de retraso.

            Cuando llegué a casa, Elena estaba ya en la cocina. “Mis padres llegan al aeropuerto a las cuatro y media. ¿Irás tú a recogerlos?”. Por supuesto. Las gemelas, con su impavidez simétrica, fingían ayudar a su madre. En el salón estaba el abeto decorado por ellas: luces verdes y figuras de ángeles. “No me ha dado tiempo a compraros ningún regalito”, y las dos dibujaron un gesto que fundía la decepción con la resignación. Nunca han esperado mucho de mí.

    “Tienes mala cara”, me dijo Elena. Sí, la comida exótica siempre me pasa factura.

       “Por cierto, ¿cómo ha ido todo?”. Y le dije que muy bien.


(Incluido en Los abracadabras. Relatos reunidos. Editorial Renacimiento, 2022)

domingo, 18 de diciembre de 2022

BOLILLÓN PRESIDENCIAL

 (Publicado en prensa)



Comoquiera que se negó a que le hicieran un análisis toxicológico tras su detención, el flamante expresidente peruano ha añadido un misterio insondable a la mecánica del mundo: ¿qué droga es esa que hace que leas un texto ajeno como si fuese propio, sin saber lo que dices, como un loro parlante de juguete, y que te lleva además a disolver el parlamento de tu país? Una droga dura, desde luego. La única certeza que tenemos sobre ella es que es líquida o, al menos, soluble, ya que los defensores del mandatario destituido afirman que alguien se la administró en un vaso de agua, aunque cabe la posibilidad de que el agua en cuestión proviniera de un manantial lisérgico controlado por unos demonios amazónicos que se apoderan así de la voluntad de los mandatarios incautos, porque con estas cosas nunca se sabe, y episodios aún más prodigiosos nos han brindado los novelistas del llamado realismo mágico.

Por lo general, al consumidor de drogas le da por escuchar a Pink Floyd o por ver conejos y palomas de colores, pero al expresidente le dio, en cambio, por disolver el parlamento, como ha quedado dicho. Y es que un mal viaje lo tiene cualquiera: te da el punto de mandar a casa a todos los parlamentarios de tu país y resulta que acabas en la trena con tu homólogo Fujimori. Los riesgos de la vida loca, como si dijésemos.

         He buscado en los libros de Jünger, de Escohotado y de Schivelbusch la descripción de alguna sustancia que conduzca a esos extremos delirantes de colocón, pero no he encontrado nada que se ajuste a los efectos padecidos –porque disfrutados me temo que no tanto- por el expresidente de Perú.

         Y piensa uno, no sé, que esa droga misteriosa puede convertirse en una gran aliada de la clase política universal. Por ejemplo: te pillan prevaricando o malversando y lo achacas a la droga que te echaron en ese vaso de agua que les ponen a los parlamentarios cuando suben al estrado para que puedan exponer con la lengua hidratada una solución expeditiva para los problemas del país. Sería un eximente inmejorable, y se oirían por los pasillos de los parlamentos conversaciones de este tipo: “¿Has bebido agua antes de defender la enmienda a la ley?”, y el otro le respondería: “Un par de sorbos. Por precaución. Aparte de eso, si no me drogan es que ni yo mismo me creo lo que digo”.

         Como es lógico, habría que convocar una plaza de camello parlamentario, para que lo que se vierta en los vasos de sus señorías esté sometido a un control de calidad, porque igual te dan material adulterado y se te ocurre ponerte a bailar bachata con los de la oposición, o lo que sea, y es ya lo que nos faltaba.

         El expresidente peruano ha abierto, en fin, un camino.


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domingo, 4 de diciembre de 2022

BARRA LIBRE


 (Publicado en prensa) 

Desde los tiempos brumosos en que los humanos acordaron constituir asambleas para intentar resolver sus conflictos, el conflicto principal han sido las asambleas. Por no se sabe qué motivo, cualquier reunión humana, así se trate de una convocatoria vecinal, está condenada a convertirse no solo en un guirigay, sino también en una trifulca. Parece ser que llevamos la discordia en los genes, aunque no resulta del todo descartable la posibilidad de que esa naturaleza pendenciera se derive de una milenaria maldición egipcia o sumeria, como poco. Sea por lo que sea, el caso es que buena parte de la clase política ha adoptado históricamente, como tradición inquebrantable, el recurso al insulto, al sarcasmo, al sofisma, al enrocamiento en el dogma y en el prejuicio, a la humillación pública del adversario, a la destemplanza y, a menudo, a la idiotez orgullosa de serlo. Si alguien no dispone de esas habilidades, casi mejor que opte por la carrera eclesiástica. De vez en cuando, en algún informativo, vemos a unos parlamentarios de países más o menos exóticos liarse a tortas, en un paso más hacia el perfeccionamiento del debate o, al menos, hacia las soluciones expeditivas: lo que no pueden arreglar las palabras puede arreglarlo un bofetón.

         Sin irnos tan lejos, la presidenta de nuestro Congreso va a verse obligada a matricularse en un cursillo de adiestramiento canino, ya que algunas señorías están que ladran. Se ha desatado la furia, según parece, o al menos las lenguas, y prefiere uno pensar que todo se trata de una puesta en escena, de una performance parlamentaria para que el pueblo se divierta un poco en esta época de incertidumbres concretas y abstractas. Solo eso: una representación teatral subida de tono en la que los actores intercambian barbaridades entre sí y se estrellan tartas de oratoria en plena cara. Para entretenernos un poco, ya digo. Sin maldad.

         Como no podía ser de otra manera, algunos parlamentarios son mejores actores que otros, y no falta quien sobreactúa. En ese defecto de sobreactuación puede incurrirse por activa o por pasiva: por activa si se te calienta la boca más de la cuenta o por pasiva si te ves a obligado a indignarte por el calentón de una boca ajena, lo que conlleva el que tu boca también se caliente. Hay momentos estelares en que el Congreso parece un bar en el que unos entes achispados discuten sobre ovnis. Pero, bien mirado, tiene su sentido: si ellos son los representantes del pueblo, nos representan a la perfección, con absoluta fidelidad. Qué bien nos conocen. Qué bien nos interpretan: airados, sectarios, irracionales. Qué bien.


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