sábado, 30 de enero de 2010

ESCALAFONES



Vas por la calle y un tipo te tiende una octavilla publicitaria.
La coges, asientes en señal de agradecimiento y te la guardas en el bolsillo sin mirarla siquiera, porque, sea lo que sea lo que esa octavilla pretenda vender, estás seguro de que no lo necesitas para nada, a pesar de que no pase un día sin que compres algo, porque casi todo el mundo tiene que comprar algo cada día: el pan, una cajetilla de tabaco, el periódico, una bombilla, un sofá, alpiste para los canarios o tal vez un coche. Quién sabe. Algo. El privilegio y la servidumbre de las sociedades capitalistas del primer mundo, como si dijéramos.
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Llegas a casa y, al vaciarte los bolsillos, reaparece la octavilla, en la que se ve a un tipo con pajarita que toca, circunspecto, una guitarra. “El mejor guitarrista español”, se lee en español propiamente dicho, en inglés, en italiano y en francés. El mejor. No un buen guitarrista. No uno de los mejores. No. El mejor. El guitarrista Antonio Martínez. El mejor.
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En la radio, una locutora comenta el libro de un paisano suyo al que, según confiesa, le une una vieja amistad. “No hay quien adjetive mejor en todo el mundo”, asegura. En todo el mundo. No sólo en Europa y en Asia, no sólo en América del Norte y en el Polo Sur. No. En todo el mundo. Los adjetivos. Los mejores adjetivos del mundo da la casualidad que los utiliza mejor que nadie su paisano y amigo. Y se queda tan ancha. Y el adjetivador prodigioso cabe suponer que se fuma un puro.
El mejor guitarrista español. El mejor adjetivador del mundo. Eso sí que es suerte. Y es que las disciplinas artísticas tienen eso: que su escalafón es mágico a fuerza de ser inexistente, aparte de discutible: una controvertida entelequia. Un corredor de fondo que llega siempre el último a la meta tiene la desgracia de no poder poner en sus tarjetas de visita “El mejor corredor de fondo del mundo”. Porque no. A ningún pescadero se le ocurre poner un letrero que diga “Vendo la mejor merluza congelada del mundo”. Porque no. A ninguna persona que mide 1,70 se le ocurre proclamar que es un gigante. Porque no. Pero en las cosas de arte cabe la esplendidez. Antonio Martínez, guitarrista turístico que actúa en bares turísticos para deleitar con flamenco turístico a la clientela turística, manda a la imprenta una octavilla publicitaria y él mismo se adjudica la corona: “El mejor guitarrista español”. Una locutora dicharachera que emplea adjetivos vulgares e imprecisos cada vez que abre la boca decide que su paisano y amigo es el genio mundial de la adjetivación artística, y le otorga ese título estilístico ante miles de oyentes.
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Y la vida sigue. Al fin y al cabo, hay miles de guitarristas que, por una cosa o por otra, son el mejor guitarrista del mundo, por malos que sean: basta con ir a una imprenta. Hay miles y miles de escritores del montón que, al menos durante un rato, son los mejores escritores del mundo: basta que una locutora lo proclame. Incluso el peor guitarrista español tiene el derecho de poder anunciarse como el mejor guitarrista español. Incluso el más gris de los escritores puede pasar por ser durante un instante el mejor adjetivador mundial gracias a las artes publicitarias de una locutora aficionada a los juicios estéticos temerarios.
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Y así nos divertimos todos un poco: el guitarrista Antonio Martínez, el adjetivador pasmoso, ustedes e incluso yo, el mejor articulista de variedades del mundo, incluida Oceanía. Y olé.
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viernes, 22 de enero de 2010

ECHANDO EL RATO










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Los libros pueden ser el reino natural de la fantasía, aunque su propósito último tal vez consista en convertirse en una interpretación de la realidad, así se apoyen en ensueños y en quimerismos, en patrañas y en leyendas, cuando no en puros disparates.

Collin de Plancy publicó en 1826 su Diccionario infernal, un recuento de seres diabólicos, prodigiosos, sorprendentes, venerables o sobrenaturales, según el caso. Una especie de Gotha de los inframundos. Una suerte de vademécum de anomalías celestiales, infernales y terrestres.

El autor puso al frente de su catálogo de portentos la siguiente apreciación de Plutarco: “El hombre supersticioso teme la tierra y el mar, el aire y el cielo, las tinieblas y la luz, el silencio y el ruido. Tiene miedo incluso de sus sueños”.

En una tarde ociosa, abre uno ese compendio de sobrenaturalezas y se deja llevar: “Cavadrio: pájaro inmundo, según el Deuteronomio. Nosotros no tenemos conocimiento de él, pero los rabinos aseguran que se trata de un ave maravillosa cuya mirada curaba la tiricia. Para ello, era necesario que el enfermo y el pájaro se mirasen fijamente, porque, en caso de apartar Cavadrio sus ojos, el enfermo moriría en el acto”. Y cambiamos de tercio: “Belaam: demonio de quien sólo se sabe que el 8 de diciembre de 1632 entró en el cuerpo de la hermana Juana de los Ángeles, religiosa de Lodoun”. (Escaso currículo para un demonio, en fin: una sola posesión.)
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Poco después nos encontramos con la biografía de Belfegor, demonio de los descubrimientos y de las invenciones ingeniosas, aunque algunos rabinos lo consideran el demonio del pedo. Behemoth, por su parte, sería un demonio pesado y estúpido, glotón y lujurioso, que desempeñaría en el infierno el cargo de sumiller, en tanto que el bello Belial, aparte de ser uno de los más altos jerarcas infernales, ostentaría el rango de demonio de la sodomía, lo que no fue obstáculo para que Salomón lo pusiera cautivo dentro de una botella junto a todas sus legiones, compuestas por 522.200 diablos, de modo que pueden ustedes imaginarse el tamaño de la botella, aunque en asuntos de magia las cosas suceden al margen de las proporciones lógicas.

No faltan en el diccionario de Collin de Plancy las vidas ejemplares, como antídoto contra tanta diablura. La de san Salvio, obispo de Albi, pongamos por caso, que, tras padecer unas descompasadas calenturas y ser dado por muerto, sanó milagrosamente, extremo que le entristeció: “¡Ay, Señor! ¿Por qué me habéis devuelto a este lugar tenebroso?” Tampoco escasean los poseedores de habilidades utilísimas, como por ejemplo el cirujano y alquimista medieval Leonardo Fioravanti, que se jactaba de pegar las narices mutiladas.

También hay lugar para el relato de competiciones pintorescas, como la que sostuvo la bruja Dominguina Maletuna con una rival: saltar desde lo alto de una montaña de los Pirineos y salir con vida de la prueba. (No hace falta decir que Dominguina resultó vencedora.)

Quimeras y quimeras y quimeras. Pasatiempos sombríos de la imaginación. Supersticiones miedosas. Cuentos para dormir con un ojo abierto y el otro cerrado, mientras la luna espectraliza la tiniebla, y el subconsciente aúlla, y la razón se da por vencida. O algo así.



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lunes, 18 de enero de 2010

REBELIÓN EN LA GRANJA


Estamos ya en lo crudo del invierno y no se han cumplido nuestras imaginaciones más apocalípticas con respecto a la gripe A.
Con arreglo a las alarmas puestas en circulación por los expertos sanitarios y por los políticos expertos en sí mismos, nos habíamos hecho a la idea de que las calles amanecerían repletas de cadáveres y unos obreros disfrazados de enterradores de la Edad Media se dedicarían a recoger a las víctimas, que serían trasladadas en un carromato tirado por una mula a una fosa común. Imaginábamos ya procesiones con flagelantes y con curillas milagreros, en petición de súplica a las alturas. Imaginábamos cerrados los lugares públicos, con una X pintada en la puerta como señal de núcleo infeccioso. De momento, en película se queda, por fortuna, la película.

A la gripe A la conocimos en un principio por una denominación más rústica: gripe porcina, lo que añadía a las molestias propias de toda patología viral un componente de ruralismo inelegante, y tampoco se trataba de eso, de modo que enseguida dispusimos no sólo de una vacuna surgida por sorpresa, sino también de una denominación más decorosa.

Ya nos llevamos un sobresalto con la gripe aviar, con la que tampoco llegó la sangre al río. Primeros los pollos, en fin, y luego los cerdos. Creo, no sé, que los científicos deberían tener en cuenta un dato a la hora de analizar el origen de esos amagos pintorescos de pandemia: ¿no resulta sospechoso que sean precisamente los pollos y los cerdos los animales que más devoramos, aparte de darles muy mala vida? Ahí tiene que haber un elemento de venganza. Llevamos siglos matando pollos y cerdos para poder comer alitas de pollo en salsa picante o jamón de bellota, y todo tiene un límite. Mi hipótesis científica al respecto es que tanto los pollos como los cerdos han montado unos laboratorios secretos en los que cultivan virus dañinos para sus verdugos humanos. Es verdad que matamos a cualquier bicho viviente, y que por comer nos comemos hasta las ranas, pero me temo que la peor parte se la llevan los pollos y los cerdos, de ahí que no sea casual que estas dos pandemias ficticias hayan tenido su origen en esas dos especies sometidas a un continuo holocausto.

¿Qué es lo que ha fallado para que los pollos y los cerdos no acaben con el género humano? Muy sencillo: sus laboratorios clandestinos no disponen de la tecnología ni de la experiencia de nuestras grandes empresas farmacéuticas, empresas filantrópicas que llevan años defendiéndonos no sólo de amenazas mortales, sino incluso de nuestras indigestiones de pollo o de cerdo, que podemos paliar con una pequeña dosis de sales de fruta o de simple bicarbonato. Y esas empresas se han hecho tan ricas con los productos antigripales, que me temo que van a hartarse de comer pollo y jamón. Porque está visto que aquí siempre pierden los mismos.
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martes, 12 de enero de 2010

SALUDOS



En las ciudades no sé, pero, en los pueblos, cuando dos desconocidos se cruzan por la calle muy de mañana (a esa hora en que la claridad es aún una fantasmagoría indecisa y el mundo parece un prodigio inacabado) se dan los buenos días, por lo general mediante un tímido susurro articulado sólo a medias, porque nadie se levanta con la lengua ágil, a menos que se haya pasado la noche hablando en sueños, que ya son ganas de hablar, o a menos que se trate de un barítono o de un pastor de ovejas, oficios uno y otro que requieren buena voz, aunque cada cual para lo suyo, como es lógico: para ponerles los vellos de punta a los melómanos o para hacer entrar en razón a una cordera trotona, respectivamente.
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Es la cortesía, en fin, de los extraños, como si entre sí quisieran darse la bienvenida a la realidad de un día nuevo, tras esa expedición psicodélica por las regiones hipnóticas que nos organiza a su antojo el subconsciente.

A medida que las calles van llenándose, ya sólo se saludan los conocidos, porque a los desconocidos ni los miramos, por la cuenta que nos trae, ya que una mirada puede interpretarse de muchas maneras. Ahora bien, ¿quiénes son esos conocidos? Ahí comienza la indecisión.

En los pueblos, el espectro de conocidos puede ser muy amplio. Tienes que saludar durante toda tu vida al fontanero que una vez te arregló un grifo, porque si no lo saludas, puede interpretarlo no ya como un gesto descortés, sino como un acto de ingratitud: te arregló el grifo y ahora haces como si no le conocieras. Tienes que saludar durante toda tu vida al dueño de la zapatería en la que entraste una sola vez y en la que ni siquiera pudiste comprar aquellos mocasines que viste en el escaparate, porque no le quedaba ningún par de tu número, y si no lo saludas, ten por seguro que va a interpretarlo como un acto de venganza.
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Tienes que saludar durante toda tu vida al hombre que salió corriendo de la cafetería para darte aquel paraguas que habías olvidado, porque incluir a ese desconocido en la categoría de los desconocidos sin derecho a saludo sería una falta de respeto al gremio espontáneo de los rescatadores de paraguas. Tienes que saludar durante toda tu vida al camarero que te derramó encima un plato de sopa marinera, porque negarle el saludo sería una muestra indudable de rencor. Tienes que saludar durante toda tu vida a aquella muchacha que una vez te pidió fuego en un bar, porque el hecho de no hacerlo podría interpretarlo como una negativa a darle fuego en el futuro. Tienes que saludar durante toda tu vida al tío del cuñado de la novia de aquel primo tuyo que te invitó a una barbacoa campestre en la que no sólo estaba el tío del cuñado de la novia de tu primo, sino también el suegro del hermano pequeño del cuñado de la novia de tu primo y el yerno de la nuera de la hermana de aquel electricista tan amable que te arregló cuando eras niño el scalextric, y a todos los saludarás a lo largo de toda tu vida, en recuerdo de aquella estupenda barbacoa.

Está bien eso de salir a la calle y saludar a granel a la gente. Gente con la que la comunicación se reduce a frases de una o dos palabras dichas al paso (“Hola”, “Adiós”, “Buenas tardes”…) y que siempre significan otra cosa: “No me olvido de que hace nueve años me arregló usted un grifo”, por ejemplo. Y así sucesivamente.
Buenos días.


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jueves, 7 de enero de 2010

FUMAR SIN PÚBLICO




Fumar es una estupidez. Lo sé de muy buena tinta porque fumo desde los 12 años. Un veterano del humo, como quien dice, con muchas medallas de nicotina y de alquitrán –y quién sabe de qué otros miles de sustancias- en el pecho.
De todas formas, no conozco a ningún fumador que sea tan estúpido como para mostrarse orgulloso de su adicción al tabaco, ni siquiera para manifestarse a favor del tabaco, y por eso me resulta inconsecuente que existan no fumadores que, aunque no les echemos el humo a la cara, estén en contra del consumo de tabaco, cuando los únicos que tendríamos derecho a ser enemigos a muerte del tabaco somos precisamente los fumadores.

Por una cuestión de dignidad corporativa, los fumadores estamos dispuestos a ser considerados apestosos, pero no apestados. Suicidas pero no asesinos. Llegado el momento, comprendimos que era una salvajada fumar en los hospitales, en los centros de enseñanza, en las oficinas, en los transportes públicos… Y creo que la mayoría lo comprendimos no por la fuerza de una ley, sino por la fuerza del sentido común: ni siquiera a los fumadores nos entusiasma fumar, de igual modo que al ludópata no le entusiasma jugarse el sueldo en dos horas. La sociedad tiene capacidad espontánea para crear sus normas de convivencia dentro de unos parámetros de sensatez y de respeto, lo que no quita que los gobernantes caigan en la tentación de la rigidez legislativa para prevenir desmanes que no tienen por qué producirse.

En cualquier momento de este nuevo año, según parece, ya no podremos fumar en lugares públicos, y eso resulta un poco más difícil de comprender, porque se da el caso de que muchos lugares públicos son privados. “Ya que no somos capaces de mantener limpio el planeta, al menos mantengamos limpios de humo los bares”, parecen razonar los políticos. De modo que podremos entrar o no en un bar de alterne, a nuestro libre albedrío. Podremos entrar o no –a nuestro criterio- en un bar gay o en una taberna de hinchas futbolísticos. Podremos entrar o no –a nuestro arbitrio- en un bar cofradiero o grunge. Podremos entrar o no –a nuestro gusto- en una sala de streap tease o en un bingo benéfico. Pero no podremos elegir entrar en un bar de fumadores.

Y es una lástima, porque si la ley permitiese la existencia de bares en exclusividad para fumadores, no sólo seríamos fumadores activos, sino también pasivos, con lo cual nos envenenaríamos el doble en la mitad de tiempo, nos moriríamos mucho antes y le evitaríamos un problema a nuestra celosa administración, veladora de nuestra salud por la vía de la paradoja: legalizar la fabricación del veneno y anatemizar -e incluso penalizar- su consumo.

En medio de todo esto, la vicepresidenta del Gobierno, a propósito del proyecto de prohibición de las corridas de toros en Cataluña, proclama que no hay que prohibir, sino que lo idóneo es que se pueda elegir en libertad. Pues vale.


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lunes, 4 de enero de 2010

TRÍO DE REYES


Estamos acostumbrados a identificar a los magos de Oriente con un alcalde o con un concejal con barba postiza, o bien con la cara embadurnada si le toca hacer de Baltasar, pero ¿qué sabemos en realidad –y es un decir- de esos aventureros a los que la tradición popular ha ascendido al rango de reyes? En la Biblia, sólo los menciona san Mateo, y tenemos que recurrir a los evangelios apócrifos para verlos echarse de nuevo a los caminos con una estrella anómala por guía.
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El asunto de la estrella resulta en sí mismo bastante complicado: si hacemos caso a san Mateo, los magos siguieron una estrella que vieron brillar en el este, pero, dado que ellos estaban precisamente en el este, por fuerza tuvieron que seguir una estrella que, al avanzar ellos hacia el oeste, les quedaba a la espalda, que es una manera extraña de seguir algo. Tampoco faltan las hipótesis en torno a la naturaleza de aquel fenómeno: ¿una supernova, el cometa Halley, el cometa Hale-Bopp, un meteoro, la conjunción de Venus y Júpiter…?

Hay quien supone que los magos pudieron ser sacerdotes persas de la religión zoroástrica, de tradición mesiánica, y hay quien los identifica con sacerdotes de Mitra, dios solar. Sea como sea, ni siquiera sabemos el número exacto (en un ámbito de fábula, claro está) de aquellos magos errantes e imaginarios que llegaron a Jerusalén en busca del imaginario rey niño de los judíos. San Mateo no precisa cuántos eran, aunque hay quien deduce por el número de ofrendas (oro, incienso y mirra) que fueron tres, y es el Papa san León, en el siglo V, quien fija ese número, aunque el arte primitivo cristiano nos presenta un número variable de magos: hasta ocho aparecen representados en un jarrón, en tanto que la tradición oriental eleva ese número a la docena.
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Es Beda el Venerable quien primeramente atribuye a Baltasar una tez oscura, aunque hasta el siglo XIV no encontramos la figura del rey negro. Sus nombres también admiten variantes: entre los griegos, se les conocía por Appellicon, Amerín y Damascón; entre los hebreos, por Magalath, Galgalath y Serakin; entre los sirios, por Larvandad, Hormisdas y Gushnasaph…

La tradición piadosa da por supuesto que los magos, al regresar de la adoración, fueron discípulos de santo Tomás. Otros afirman que se convirtieron en obispos y que murieron martirizados hacia el año 70 de nuestra era.

A principios del siglo IV, santa Elena, madre del emperador Constantino, reunió los despojos de los magos para que fuesen venerados en Constantinopla, y allí estuvieron hasta que los tres fiambres fueron obsequiados a san Eustorgio, que los trasladó a Milán guiado, según la leyenda, por la misma estrella que guió a los magos en su viaje. En el siglo XII, con el saqueo de Milán por parte de Barbarroja, los tres sarcófagos fueron a parar a Colonia, donde aún se veneran. Para compensar a los milaneses de esa pérdida, ya en la frontera del siglo XX, y gracias a las artes diplomáticas del arzobispo de Milán, los alemanes les restituyeron una tibia, un húmero y un esternón de los magos.

Y esos son, así por encima, los misteriosos visitantes que alteran cada año el sueño de los niños impacientes.
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