lunes, 23 de enero de 2017

LA LUZ



(Publicado el sábado en prensa)


A medida que bajan las temperaturas sube el precio de la luz, y lo peor no es la subida en sí, que al fin y al cabo supone una falsa paradoja con respecto a las leyes de la oferta y la demanda, sino el proceso de índole subfilosófica que genera dicha subida, porque el caso es que en estos días no hablamos de otra cosa, al menos los afectados, ya que los dueños de la luz se mantienen prudentemente herméticos sobre el particular: demasiado tienen con vender luz como para además tener que ir por el mundo dando explicaciones a los consumidores de su producto. Un producto que, bien mirado, tiene mucho de misterioso: pagamos por él sin saber qué estamos pagando en realidad, puesto que la luz, a despecho de su capacidad para hacer visible lo tenebroso, es un ente invisible, y ahí nos hacemos un pequeño lío, acostumbrados como estamos a pagar por productos materiales y mensurables al tacto. Compramos la luz, en fin, como quien compraría por metros la sábana de un fantasma: sin saber muy bien qué compramos, qué nos venden ni cuánto vamos a pagar por lo que nos venden.

            El hecho de que la luz viaje desde una central eléctrica remota hasta nuestra casa tiene mucho de acto mágico. Le das al interruptor y se hace la luz. Vuelves a darle y el mundo doméstico se invade de oscuridad. Diga lo que diga la OCU, hay que reconocer que ese truco de ilusionismo no está pagado con nada. Las compañías eléctricas nos convierten en magos a cambio de unas tarifas que incluyen –aparte del mítico déficit tarifario- tanto la luz que consumimos como la que no consumimos: si gastas cero kilowatios, te sale por un dineral; si gastas algún que otro kilowatio, agárrate. Porque esa es otra: el concepto de kilowatio… Uno sabe en qué consiste un kilogramo de ternera o de azúcar, pero el hecho de que se aplique la medida de “kilo” al pobre watio –que se supone que es de condición ingrávida- no deja de ser otro de los muchos enigmas que rodean a la luz artificial. Alcanza uno a comprender, gracias sobre todo a Newton, que una lámpara pueda pesar 10 kilogramos, pero cuesta más esfuerzo intelectual el asumir que la lámpara de 10 kilogramos consuma 3 kilowatios, porque lo normal sería que, entre los kilogramos y los kilowatios, se desplomase.
 
            En España, la luz natural nos sale gratis, a menos que nos empeñemos en disfrutarla en un yate, pero la luz artificial nos sale por un pico. Es lo que tiene nuestro mundo: que no hay quien lo entienda. De todas formas, si analizamos el asunto con frialdad –cosa fácil en este enero siberiano-, las compañías eléctricas, con su oportuna subida de precios, están fomentado el cosmopolitismo entre la gente que no dispone de dinero para ser cosmopolita: para no hacer gasto, nos sentimos rusos, nos sentimos Amundsen, nos sentimos esquimales. Y eso, en fin, no tiene precio.


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lunes, 9 de enero de 2017

OTRO MÁS



(Publicado el sábado en prensa)

Entramos agotados en el año nuevo. Incluso se malicia uno que la sucesión de celebraciones navideñas, con sus excesos y trasnoches, tiene ese objetivo: dejarte exhausto para que no pienses demasiado en lo rápido que va esto, en lo fugaces que somos por naturaleza, en la prisa que se da el mundo en pasar a través de nosotros, con esa irrealidad cambiante de los caleidoscopios y de los espejismos. Llega uno tan cansado al año nuevo, en fin, que el mes de enero se convierte no sólo en la tradicional cuesta económica, sino también, y sobre todo, en una agotadora cuesta metafísica.

            Nos dicen, nos decimos: “Hay que vivir el instante”. Los poetas de la antigüedad ya andaban a vueltas con esa copla, con su dedo entre admonitorio y cómplice. Una premisa que se fundamenta en el prestigio de lo inmediato, en el beneficio de lo presente. Y, sí, qué duda cabe, uno está de acuerdo en vivir con el mayor disfrute posible el instante y cuanto haga falta vivir, pero vivir el instante implica vivir en la confusión, porque el tiempo no es tiempo hasta que pasa. Nuestra percepción del tiempo es retrospectiva. Construimos el tiempo. Inventamos el pasado y el futuro desde el presente, porque eso es casi lo único para lo que sirve el presente, que al fin y al cabo no pasa de ser un ámbito de transición. Historiamos nuestro pasado y dibujamos en el agua, en suma, nuestro futuro. 

Estrenamos agenda y tenemos la impresión de que inauguramos un tramo de vida, a pesar de saber de sobra que la vida de casi todo el mundo tiende a ser una espiral que gira sobre sí, a menos que te nombren ministro o que te dé el repente de aficionarte a la pesca submarina. Lo curioso es que en las primeras páginas de tu agenda flamante, salvo que seas un prohombre de la patria o un viajante de comercio, no tienes casi nada que anotar, como si se tratase del prólogo fantasmagórico del año que inauguras. Un tiempo inerte. Un tiempo en blanco. Y te dices: “Vaya vida que llevo, que ni siquiera da para garabatear una agenda”. Pero, luego, misteriosamente, el curso del vivir va imponiéndote obligaciones y citas, efemérides privadas, asuntos urgentes y viajes, y la existencia parece fluir por sí sola, como una fuerza que te impulsa, a veces a tu pesar.

Estamos a 7 de enero y el año 2016 nos parece ya una leyenda remota, una nebulosa lejana que en su momento tuvo la rotundidad de una realidad vehemente y perdurable, incontrolable e incorregible, cuando todo –como decíamos- es fugacísimo por definición, y eso sirve tanto para la adversidad como para la bonanza. Ahora alimentamos la fantasía de un nuevo ciclo, marcado por el artificio del calendario. Y la vida seguirá por donde tenga a bien seguir. Y nosotros por supuesto tras ella, esperando sus regalos imprevistos y temiendo sus golpes imprevisibles. 

Feliz año.

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