domingo, 18 de octubre de 2020

EL DEBATE VÍRICO

 

Uno no sabe ya si la política va en consonancia con la realidad, si la realidad le marca el ritmo a la política o viceversa, si cada cosa va a su aire o si ambas van de la mano hacia ningún sitio. 

                  Ese es el enigma, en principio irresoluble.

            En medio de una pandemia, se supone que el problema principal es la pandemia en sí, no las controversias políticas derivadas de la gestión de la pandemia, pero enseguida nos vemos obligados a rectificar esa suposición candorosa: nuestros representantes electos parecen haber decidido que esta calamidad colectiva pase a un segundo plano y se convierta en un entretenido pretexto para la disputa partidista, que de siempre ha sido el mejor modo de solucionar las consecuencias de un desastre, por la misma razón por la que la manera más sensata de combatir un terremoto consiste en ponerte a discutir con tu vecino por los ladridos de su perro mientras el techo se os derrumba en la cabeza.

            El ambiente parlamentario está alcanzado en estos meses un tono agrio de taberna que no sabe nadie a quién beneficia, pues la irrespetuosidad recíproca suele llevar consigo una falta de respeto a uno mismo, y esa falta de respeto propio suele propiciar, a su vez, el que la gente pierda el respeto a quien ni siquiera se toma la molestia de respetarse. Cuando el debate se convierte en una competición de escupitajos retóricos, lo normal es que se produzca una paradoja: que quien gana pierde.

            Aislada en una extraña burbuja psicológica, la clase política parece no entender que, en tiempos de crispación y desánimo social, lo que menos necesita una sociedad es una dosis extra de crispación y de desánimo. Si a eso sumamos el que la pandemia se ha convertido en una controvertida guerra de cifras y de orgullos autonómicos, en vez de plantearse como una campaña sanitaria consensuada, resulta que todo acaba teniendo la condición desconcertante de una batalla imaginaria contra un enemigo real.

            ¿Qué no han entendido ellos o qué no estamos entendiendo nosotros?

            Empieza a llegar uno a la conclusión melancólica de que los políticos sirven para lo que sirven, y suelen servir sobre todo para ser políticos, pero que resultan inoperantes cuando deben enfrentarse a la resolución de un problema ajeno a sus patrones rutinarios de gestión.

            Con esto del virus están luciéndose, hasta el punto de que ni siquiera renuncian a las artes propias de los ilusionistas: convertir una enfermedad en un factor ideológico.

      Andan ahora en eso, en esa atribución recíproca de culpabilidades, de agravios y de reproches. A este paso, raro será que no acaben convenciéndonos de que el virus tiene el carnet de militante de algún partido político, que siempre será el de los otros.

               Ellos sabrán, porque nosotros no.


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domingo, 4 de octubre de 2020

DISYUNTIVAS

 (Publicado ayer en prensa)


A pesar de que resultaba previsible, durante estos últimos meses hemos mantenido la ilusión de que no fuera posible. Pero lo ha sido: a estas alturas, la pandemia no es ya un problema sanitario excepcional, sino un conflicto político rutinario. Lo consiguieron. Fieles a sí mismos, así sea a costa de ser infieles a la realidad, lo han logrado. Ya. Al fin.

Nadie esperaba menos, pero, por una vez confiábamos, como decía, en que el sentido común y el sentido de la responsabilidad se impusieran a la irresponsabilidad y al sinsentido.

No ha podido ser.

         Los diversos gobernantes de nuestro país biodiverso procuran establecer unas normas –algunas de ellas contradictorias, cuando no absurdas- para combatir la expansión del virus, y casi todo el mundo las acata desde la concienciación o al menos desde el fatalismo, pero la clase política se muestra rebelde a imponerse a ella misma cualquier norma: casi no hay presidente autonómico que renuncie al derecho al pensamiento autónomo, hasta el punto de que, en estos momentos, el gobierno central parece la oficina de reclamaciones de unos grandes almacenes: un negociado al que se acude para tramitar quejas y para amenazarlo con acciones legales por la insatisfacción ante su política de atención al cliente.

Es justo lo que necesitamos en medio de esta calamidad: que la política siga siendo un juego de niños caprichosos que se niegan a prestar sus juguetes y a defender su parcela en el parque infantil.

         La decepción, a pesar de todo, es relativa: de sobra tenemos comprobado que la mente de un político no se rige por los parámetros por el que se guía la mentalidad común. Si un bloque de viviendas está a punto de derrumbarse, resultaría extraño que un vecino se negase a apuntalarlo o a desalojarlo, pero si un país está a punto de derrumbarse, resulta lógico y normal que algunos de los responsables de mantenerlo en pie se dediquen a ponerle una carga de dinamita en los pilares.

         Asistimos a la polarización ideológica de un asunto que exige una concertación logística. Suponer por ejemplo que la aplicación de unas medidas sanitarias va a destruir la economía supone a su vez no haber entendido la mitad del problema, y eso que no pasa de ser un problema de los de fácil entendimiento: no se trata de destruir la economía con el pretexto de salvar vidas, sino de salvar vidas con el menor perjuicio posible para una economía en riesgo de colapso. Lo extravagante es pensar que, mientras la población soporta o padece daños de envergadura, la economía puede quedar incólume, como si la economía fuese un ente abstracto e independiente de la actividad humana.

         Aparte de eso, una curiosidad: ¿de qué hablan exactamente algunos cuando hablan de economía?


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