(Publicado en prensa)
La historia del bulo es la historia misma de la humanidad. Pensemos, no sé, en aquellos antepasados nuestros, ya fuesen egipcios, aztecas o griegos, que lograron convencer a sus paisanos de que el Sol era una divinidad a la que había que rendir culto. ¿Qué iba a ser si no? Al fin y al cabo, muchos siglos después, hay quienes se abstienen de comer carne roja durante los viernes de cuaresma. Por lo demás, ¿quién ha visto alguna vez un alma, un ovni o un santo aparecido sobre una zarza? Poca gente, lo que no quita que muchos crean en la inmortalidad del alma, que muchos vivan con el ansia de disfrutar del avistamiento de un platillo volante o que muchos recen arrodillados ante la zarza en que alguien asegura haber visto a un personaje celestial.
Cimentado en la superstición, el pensamiento mítico resulta inexpugnable, cosa que no ocurre con el pensamiento científico, pues en lo más hondo de nosotros sigue latiendo la sospecha de que los científicos vienen a ser la escala pedantesca de los antiguos vendedores de crecepelo.
Donde esté una
youtuber que te recomiende lavarte el pelo con yogur de pera mezclado con
bicarbonato para conseguir un rizado natural, que se quite un científico
herético que proclame que la existencia de Dios es una imposibilidad científica,
sobre todo si otro científico asegura poseer pruebas irrefutables de su existencia,
con la consecuente catalogación del ateísmo como una creencia conspiranoica
equiparable al terraplanismo, pongamos por caso.
El
bulo es consustancial –qué le vamos a hacer- a la condición humana y siempre ha
tenido su territorio abonado en los pueblos pequeños, donde basta que alguien
atribuya algo imaginario y adverso a alguien para que, de inmediato, ese algo
se imponga a la realidad: si alguien decide convertirte en materia de chisme,
mejor que te mudes como poco al pueblo de al lado.
Tradicionalmente,
el chismoso, el difamador o el embustero contaban con medios rudimentarios para
promover sus chismes, sus difamaciones o sus embustes. Hoy, por suerte para el
gremio, no solo disponen de tribunas de amplificación en las redes sociales,
sino que, con un poco de suerte, algunos ascienden jerárquicamente y ocupan un
escaño en el Parlamento Europeo.
Imagino,
no sé, que el bulo se emite desde el cinismo, pero que, en cambio, se asume
desde la fe. Una mentira en origen que, en destino, acaba convirtiéndose en
dogma.
Por
si fuese poco, el bulo presenta la curiosa característica de ser transversal:
puede venir del ámbito mediático, sí, pero también del ámbito político y, por
supuesto, del ámbito privado, lo que garantiza su pervivencia.
Por
una cosa o por otra, ya estamos en ese punto en que la realidad es irreal y la
apariencia es evidencia. En el mismo punto, en fin, en que un idiota atribuyó
al Sol la condición de deidad y los demás idiotas se lo tomaron al pie de la
letra.
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