sábado, 28 de noviembre de 2009

VIAJES







Hay muchas formas de viajar, entre ellas la que consiste en no moverse uno de casa y darse cuenta de que está muy lejos, perdido por el mundo, incorpóreo y errante, subido a una esterilla voladora, visitando regiones etéreas, paseando por calles espectrales, escrutando espejismos: monumentos de humo, catedrales que están hechas de lo que están hechas las nubes, mares que no se mueven, bares llenos de fantasmas silenciosos, plazas en que hay pájaros de papel y palmeras pequeñas, porque la memoria reduce cualquier ciudad a la escala de un juguete.

Hay, sí, muchas formas de viajar. Coges el atlas, igual que de niño, y paseas el dedo por los mapas a la búsqueda de un topónimo de resonancia fabulosa, porque el nombre de las ciudades es como el nombre de los perfumes: está obligado a definir el matiz de una esencia.

¿Cómo será Erzurum, allá en Turquía? ¿De qué color serán los taxis de Pekan Muara, al norte del Sultanato de Brunei? ¿Cómo estará el tiempo en Mandalay? ¿Qué tonos morados y ambarinos lucirá hoy el ocaso en Timaru?

Si quieres hacer un viaje a lugares que ya conoces, te vas a la página meteorológica del periódico: en Budapest están hoy a cuatro grados bajo cero, y debe de bajar gris el Danubio. En Sevilla tienen cuatro de mínima, y estará verdoso el Guadalquivir. Esta noche en Valencia hará dos grados, y a cero grados estarán en Tokio, lo que significa que habrá poca animación en el barrio festivo de Rapongi. Llueve en Roma, que es una ciudad a la que no le pega la lluvia, porque transforma su grandiosidad en un decorado marchito, como si aquello fuese un almacén de los estudios Cinecittà, y parece que todo va a desplomarse, que todo es de cartón piedra. Los habaneros están bien, a 24 grados, y se ve uno ya en la barra del Floridita, ese bar en el que da la impresión de que va a aparecer en cualquier momento Rita Hayworth en traje de noche a pleno día, dando traspiés sobre tacones inseguros. Cierras los ojos y ya estás, en fin, en La Habana triste y jolgoriosa, con un daiquiri gélido delante en vez de con un frenadol disuelto en agua, que es como andamos casi todos por aquí, intoxicados de antitusivos y de paracetamol.

El viaje verdadero, el que uno hace con un pasaje y con una maleta, tal vez sea la modalidad más molesta de todas las posibles, porque luego resulta que las ciudades extrañas nos quedan demasiado grandes, que el cuerpo se nos cansa, que se nos cansa la curiosidad, y acabamos en el bar del hotel, hablando en un inglés más o menos comanche con el camarero, que nos pregunta sobre Ibiza y sobre los toros.

Uno de los libros más fascinantes que he leído es el de los viajes de Sir John Mandeville, un éxito editorial del siglo XIV. Nadie sabe quién fue este Mandeville, qué autor se ocultó bajo ese nombre. El libro narra viajes portentosos por regiones lejanas del mundo, y el autor tiene la virtud de dar por buena cualquier leyenda descabellada. Lo curioso es que se supone que, fuese quien fuese, Mandeville no se movió jamás de su casa y que su libro es una especie de collage hecho a partir de las crónicas de diversos viajeros.

Porque hay muchas maneras de viajar, ya les digo: esta mañana he desayunado en París. Y ahora me estoy bañando en Maracaibo. ¿Me acompañan?


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miércoles, 18 de noviembre de 2009

MERCADOS



Lo normal es ir a un mercado cuando necesitas comprar o vender algo allí, ya sea un manojo de rábanos o una cornucopia carcomida del siglo XVII. Pero toda normalidad admite de buen grado la extravagancia, de modo que también resulta normal ir a un mercado para matar el tiempo antes de que él se mate por su cuenta, sólo para merodear, para observar con despreocupación el ritmo de la vida ajena, incluso con los bolsillos vacíos; para entretener el ocio, en fin, con una ocupación que no entre en conflicto conceptual con el ocio.

Cuando ando por ahí, me gusta entrar en los mercados. El más impresionante de cuantos he conocido es el de Guadalajara, en México. Puedes comprar allí una silla de montar con repujados barrocos o un cartucho de chile, una fruta extraña o un pájaro extraño, un brazalete de oro o un poco de café. Al lado de una joyería puede haber una carnicería; al lado de una pescadería, una tienda de juguetes articulados. Nunca sabes bien en qué parte del mercado estás, ni en qué planta, y tienes la sensación de andar perdido por un laberinto de colores, de olores y de voces, como si te hubieras metido bajo la lengua un secante de LSD y flotases en un universo de impostura.

El mercado de Oporto es como la ciudad: digno y triste, aunque el más triste de los que he visitado es, a fuerza de asepsia, el mercado cubierto de Oxford, porque parece ya menos un mercado que un centro comercial, y hasta el pescado da la impresión de ser allí de porcelana. El de Tánger no es triste: se limita a ser pavoroso, con olores que marean y que te dejan un poco con la misma cara de estupor que esas cabezas de cordero que cuelgan de unos garfios. El barcelonés de la Boquería es esplendoroso, a pesar de sus penumbras eternas de estación nocturna. En los mercados de Budapest, la gente se comporta igual que en los museos: observando todo con respeto, silenciosa e indecisa, pasando de puntillas ante las latas de paté de de oca, expuestas como si fuesen joyas de Tiffany´s.

En una mañana cualquiera de verano, el mercado de Sanlúcar de Barrameda es una fiesta bulliciosa, y algunos tenderos pregonan el género con gritos rimados y jocosos, y hay quien vende bogavantes y langostinos y quien vende calcetines y bragas. El mercado viejo de Cádiz es (esperemos que siga siéndolo tras su remodelación) algo así como la despensa del dios Neptuno; los pescaderos espolvorean continuamente con hielo picado su mercaduría, y los peces parecen amortajados en montones de diamantes, y sus ojos de pánico se deforman con los prismas del hielo picado, y todo parece una visión caleidoscópica de ojos muertos: mires a donde mires, ves ojos muertos que te miran.

Lo mismo ocurre en el mercado de pescado de Tokio, que huele a abismo submarino, y parece aquello –la verdad- un holocausto, con esos obreros que arrastran cadáveres plateados, aunque luego el género llega a los mostradores de los minoristas en envases de plástico, troceado, listo para ser transformado en sushi. ¿Y quién no está dispuesto a perder una mañana en el romano Campo de las Flores, mirando verduras en vez de monumentos?

Bueno, no sé, lo que les decía al principio: que está bien eso de merodear por los mercados, sentirse un turista despreocupado entre la gente que resuelve su rutina. Y no sacar conclusiones. Y dejarse llevar. Y santas pascuas.
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viernes, 13 de noviembre de 2009

PANADERÍAS


La memoria crea sus asociaciones caprichosas, sus espirales aleatorias y volubles. Es posible, quién sabe, que, bajo su apariencia de gran acontecimiento psicológico, la memoria sea apenas eso: una frecuencia de asociaciones caprichosas y fortuitas entre el presente y la nada, esa nada confusa y minuciosa del tiempo que se fue.

A causa de ese mecanismo veleidoso de la memoria, cada vez que entro en una panadería hago un viaje rápido a mi infancia, y me encamino al mostrador con la sensación de haber resucitado a aquel niño que tenía menos altura que el mostrador y que veía al panadero, en escorzo, como a un gigante vestido de blanco. Cada vez que entro en la panadería, tengo siete años y llueve, porque la infancia es un paraíso con tormenta.

La verdad es que en las panaderías parece que están cociendo ángeles y arcángeles, tronos y dominaciones, en vez de masa de harina. Huele aquello a cadáver angélico, a humo de sacrificio celestial, a horno de magia potagia. Incluso tiene uno la impresión narcótica de que revolotean por allí angelillos enharinados, espectrales y bulliciosos, jugando a tirarse migas, porque las panaderías siempre parecen tener una pátina blanca, un ambiente de limbo evanescente. Llega uno a pensar, ya puesto a los delirios, que los dependientes de las panaderías deberían ser ángeles, con sus alas y demás, para que cada mañana fuésemos testigos de un milagro: el ángel proletario de la aurora detrás de un mostrador, metiendo el pan en bolsas.

El ocurrente Salvador Dalí decía que el pan siempre había sido una de sus fascinaciones iconográficas, hasta el punto de presentarse en una corrida de toros con un enorme pan payés a modo de sombrero. Uno, por suerte, no llega a tanto, pero es cierto que hay algo misterioso en el pan, que lo mismo sirve como símbolo litúrgico que como ingrediente espesante del gazpacho. Resulta exótico, además, el nombre de los panes: fabiola, chusco, boba, mollete, chapata… Y cosmopolita a veces: “Póngame usted dos barras de pan de Viena”.

Hay gente que dice que no puede cortar el pan con un cuchillo, porque le parece aquello una especie de asesinato, o como poco una profanación. Como si el pan fuese un ser vivo. Como si una pieza de pan fuese, en efecto, el alma cocida de un querube.

“El pan nuestro de cada día”, reza la gente en la penumbra de sus templos. “Con el sudor de tu frente comerás el pan”, castiga Dios a Adán en pleno drama. “Más largo que un día sin pan”, decimos cuando vemos pasar a un larguirucho.

Resulta curioso, en fin, que la memoria se refugie en cualquier parte, en el primer hueco que encuentra, lo mismo que la multitud sorprendida por un bombardeo o por un chaparrón. Hasta una panadería le sirve a la memoria para subsistir, para aferrarse al tiempo, para no morir de olvido: llega uno allí, compra dos piezas de pan y le tiembla el pasado dentro, y se siente como el fantasma de sí mismo. Saca unas monedas del bolsillo y de pronto el mostrador le parece muy alto, y llueve, y sus padres le esperan para comer.




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sábado, 7 de noviembre de 2009

LOS ATERRADOS


Llegan al hospital muy de mañana, cuando el cielo aún se esfuerza en amanecer, cuando todavía se ven luces encendidas a través de las ventanas, a esa hora indecisa en que la noche no se ha muerto del todo, en que los demás salimos en un repente brusco del submundo desvaído de los sueños y nos disponemos a ingresar en la realidad con pasos presurosos, porque los relojes tienen mucho poder marcial por la mañana.

Llegan al hospital con ojos desesperanzados, con andares de pesadumbre, con el nerviosismo de quien espera una mala noticia.
Son los enfermos imaginarios, los enfermos que sólo padecen la enfermedad de temer que están enfermos, de que sus días en la tierra pueden contarse con los dedos de una mano, de que algo por dentro les falla, les está corroyendo, les está asesinando.

Los conocen ya de sobra los bedeles, y ellos conocen de sobra a los bedeles: se tutean, se saludan, se desprecian. Los conocen ya los médicos, y los desprecian también por temerosos, porque se han vuelto mendigos de remedios para males ficticios, porque suplican bálsamos para dolores que no existen, porque reclaman fármacos para aliviar lo que no tiene alivio: el terror de tener un cuerpo. El terror derivado de una mente asustadiza obligada a convivir con un cuerpo. Un cuerpo que a diario les tiende trampas mortales, un cuerpo que les causa continuamente dolor, que no les deja vivir, que se les gangrena cada día un poco más.

Llegan al hospital muy de mañana, porque su imaginación sombría sabe que la enfermedad trabaja mejor de noche, y tienen que estar vigilantes, atentos a cualquier síntoma. Llegan muy de mañana porque se han notado una punzada en el hígado, porque han sentido latir el corazón de forma anómala, porque una especie de ejército de hormigas frías les ha recorrido las piernas, porque su orina parecía un poco más oscura de lo normal, porque les duele hasta el iris.

Dan vueltas por el hospital, ansiosos, con la urgencia de los malheridos. Persiguen por los pasillos a los doctores, abordan a las enfermeras, detallan sus males incluso a las limpiadoras, se arrancan a sollozar ante los demás enfermos. Los conocen ya, y los desprecian. Por asustadizos. Por aterrados. Pero ellos mendigan tratamiento: unas pastillas, una radiografía, unos análisis. Porque se sienten mal. Porque tienen un cuerpo, y ese cuerpo es su enemigo, el ente que quiere matarlos.

Llegan al hospital muy de mañana, y allí se pasan la mitad del día dando tumbos, a la espera de un chequeo, de un diagnóstico, de algo que confirme sus sospechas heladoras, porque se notan algo en el hígado, en un pulmón, en la rodilla. Porque el cuerpo no les deja vivir. Porque el cuerpo les aterra. Porque ellos quisieran ser espíritus, ángeles alegres, descorporeizados, ectoplasmas sin vísceras. Porque no soportan el terror de tener cuerpo. Y llegan al hospital, en fin, muy de mañana, cuando el cielo aún se esfuerza en amanecer, como quien regresa a su casa verdadera.

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lunes, 2 de noviembre de 2009

ASTAROTH


La teología católica no sólo nos sugiere creer en Dios, sino también en el diablo, lo cual no deja de constituir una incitación a una especie de politeísmo paradójico. “No se puede creer en el diablo sin creer también en Dios”, según señala el filósofo alemán Rüdiger Safranski, historiador del mal.

Así las cosas, el exorcista oficial de la diócesis de Barcelona llegó a afirmar en cierta ocasión que jugar a la ouija, aun tratándose –según él- de un juego del todo fraudulento, acrecienta el riesgo de ser víctima de una posesión diabólica, riesgo que al parecer no presentan el parchís ni el tute, pongamos por caso, cuyo grado de fraude depende de las malas intenciones de los jugadores, pero no del juego en sí.
De todas formas, a modo de contrapunto optimista y tranquilizador, el exorcista catalán nos informaba de que “El demonio está atado muy corto en nuestro país, que es católico”. Una noticia excelente, sin duda, porque resultaría preocupante la certeza de que el demonio anda sin rienda por nuestras diferentes autonomías.

Existen determinados indicios, no obstante, de que el demonio tiene feudos prósperos en España. En mi pueblo, sin ir más lejos. “¿En Rota?”, me preguntarán ustedes. Pues sí.

Hace años, un erudito local arriesgó la hipótesis de que el nombre de Rota podía derivar de Astaroth, topónimo más o menos fenicio, pues casi todo lo históricamente incierto y nebuloso suelen atribuirlo tales eruditos a los fenicios o a los tartesios, pueblos que flotan en un espacio intermedio entre la historia y la leyenda, que es un espacio muy confortable para determinado tipo de erudición.

Bien. En la Biblia, en el libro de Josué (13.31), se menciona Astaroth como una de las ciudades del reino de Og -allá en Basán- que fueron asignadas a los hijos de Maquir, en tanto que en el libro de los Reyes (11.5) se identifica Astaroth con una diosa de los sidonios, que es casi lo mismo que decir de los fenicios. Por su parte, Antonio de Guevara, en su Relox de príncipes, señala Astaroth como una divinidad adorada por los árabes en general. Etcétera.

Sea como sea y por la razón que sea, el nombre de Astaroth ha llegado hasta nosotros como el de un demonio que, según la Pseudo-Monarchia Demonorum de Joannes Wierus, es muy poderoso en el infierno, pues manda allí cuarenta legiones de espíritus, mientras que en la jerarquía de los ángeles caídos tiene rango de príncipe de los tronos. En el Diccionario infernal (1863) de Collin de Plancy, Astaroth se representa como un demonio coronado, fuerte y feo, que cabalga sobre un dragón y que agarra una víbora con la mano derecha a modo de cetro -aunque en la ilustración de arriba lleva la víbora en la mano izquierda.
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Según el Goetia, libro primero del Lemegeton, al demonio Astaroth conviene mantenerlo a distancia, a pesar de su poder para proporcionar respuestas fiables sobre el pasado, el presente y el porvenir, pues su aliento fétido resulta venenoso.
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Al parecer, el momento idóneo para invocar a Astaroth es un miércoles cualquiera de diez a once de la noche.

En mi pueblo, el demonio Astaroth ha prestado su nombre a una autoescuela, a un muelle pesquero-deportivo, a una calle, a un colegio, a una gestoría, a una empresa de alquiler de coches (Astarothrent) y a un premio destinado a reconocer trayectorias individuales marcadas por la ejemplaridad.

Y supongo, no sé, que si el exorcista oficial de la diócesis de Barcelona viene alguna vez por aquí, debería traerse el hisopo bien cargado.

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