domingo, 19 de octubre de 2014

EL PROTOCOLO



Si no existe un protocolo para algo –lo que sea-, lo mejor que puedes hacer es olvidarte de ese algo –sea lo que sea-, a la espera de que alguien establezca un protocolo concreto para ese algo inconcreto. Si no dispones de un protocolo de actuación, en fin, lo más prudente es que te conviertas de manera instantánea al budismo y te acojas al privilegio de la vida contemplativa.

            El mejor protocolo es, por supuesto, el que exige establecer un protocolo. El protocolo de protocolar, digamos, lo que de paso nos plantea un enigma parecido al del huevo y la gallina, ya que no sabemos si fue antes el protocolo como cosa en sí o -una vez comprobados los beneficios de acogerse a un protocolo- la decisión imperiosa de establecer un protocolo para todo aquello que antes se llevaba a cabo con un menosprecio irresponsable por el protocolo, que era algo que como mucho nos sonaba a duquesa de Proust a la hora de repartir los sitios en la mesa.

            Una orfandad protocolaria deriva en confusión y –por qué no decirlo- en desconsuelo: si no dispones de un protocolo, estás más cerca de las tribus salvajes que de nosotros, que hemos llegado a la conclusión –en modo alguno protocolaria- de que el protocolo es una guía infalible para hacer las cosas con arreglo a un protocolo, ya que sin protocolo te pierdes lo mejor: el protocolo mismo.

            A tanto ha llegado el prestigio del protocolo, que hay quien establece categorías de protocolo, lo que no deja de ser un protocolo inmejorable para llegar a la raíz identitaria del protocolo. Ayer mismo, un experto en algo hablaba prodigios del protocolo, pero advertía de la existencia de un ente hasta entonces desconocido para los demás: el “protocolo móvil”, que, según la explicación que tuvo la amabilidad de ofrecernos, es aquel que se aplica cuando se comprueban fallos en el protocolo. Con lo cual nos llevamos una alegría y un disgusto: la alegría de la movilidad intrínseca del protocolo, lo que lo libera de la rigidez en sus aplicaciones, y el disgusto en cambio de saber por boca de un experto que el protocolo no es infalible, cuando todos estábamos convencidos de que disponer de un protocolo era una garantía de certidumbre. De todas formas, el hecho de que un protocolo pueda fallar no debe llevarnos a una abjuración del protocolo en abstracto, pues siempre nos quedará ese protocolo móvil que repara sobre la marcha los errores protocolarios del protocolo fijo, de modo y manera que podemos llegar a la conclusión consoladora de que el protocolo tiene la facultad de saltarse con pértiga el protocolo en función de las meteduras de pata internas del protocolo, que se nos revela así como una normativa con capacidad centrífuga para ahuyentar sus defectos y afrontar por tanto, con absoluta solvencia protocolaria, sus aplicaciones centrípetas, o similar, según establezca el protocolo.

(Publicado el sábado el prensa.)

jueves, 16 de octubre de 2014

En Madrid, mañana viernes.

Lectura de poemas de Carlos Marzal, Pilar Adón, Antonio Lucas y Felipe Benítez Reyes.

Centro Cultural Conde Duque. A las 19.30

domingo, 12 de octubre de 2014

Tarde lluviosa: en el escaparate de la mercería, los carretes de hilo componen por su cuenta el arco iris.

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No hay más museo de cera que el que arde.

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sábado, 11 de octubre de 2014

Si un político anuncia que se propone "ilusionar", ya sabemos que se trata de un ilusionista con la chistera repleta de conejos que aparecen y desaparecen.

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jueves, 9 de octubre de 2014

Para enfrentar a los dos Españas es suficiente un perro.

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ALEGRÍA SIN LÍMITE

Así se imagina uno los consejos de administración de Bankia en sus buenos tiempos:

https://www.facebook.com/video.php?v=758645764203451

lunes, 6 de octubre de 2014

LOS CIUDADANOS



Cuando los políticos quieren quedar bien con la plebe, se refieren a nosotros como “ciudadanos”, cuya acepción primera en el diccionario de la RAE es “Natural o vecino de una ciudad” y cuya acepción tercera, mucho más optimista, es la siguiente: “Habitante de las ciudades antiguas o de Estados modernos como sujeto de derechos políticos y que interviene, ejercitándolos, en el gobierno del país”. En boca de un político de talante halagador, somos ciudadanos los pueblerinos, los aldeanos e incluso los vecinos de las pedanías, y todos intervenimos, por supuesto, en el gobierno del país, con una capacidad clarividente para elegir a quienes acabarán haciéndonos la vida un poco más imposible, cabe suponer que para que luego, en nuestra fase ultramundana, el purgatorio nos parezca un sitio inmejorable. “Los ciudadanos de este país…”, y en ese momento nos sentimos importantes e imprescindibles: ciudadanos. Nada menos. De este país. (No de otro: de este.)

            Para la clase política, el de “ciudadanía” es un concepto oscilante: somos ciudadanos de pleno derecho a niveles retóricos, pero la cosa cambia si decidimos solicitar una audiencia a un simple concejal, ya que entonces pasamos de la categoría de ciudadano a la categoría de pelmazo. Te sientes ciudadano cuando pagas tus impuestos para que ese concejal pueda ponerse un sueldo mayor que el tuyo, compensatorio de sus altas responsabilidades, aunque una voz interior te susurre que tienes menos de ciudadano que de siervo de la gleba, en el caso afortunado de que esa voz no te susurre que en realidad eres tonto de remate. Eres ciudadano incluso cuando un político, para blanquear sus corrupciones, se escuda en el apoyo electoral de los ciudadanos. Eres. Ciudadano.

Sea como sea, uno agradece el otorgamiento de la condición de ciudadano -que resuena en nuestro subconsciente colectivo con el prestigio de la Revolución Francesa y de ese tipo de cosas-, ya que resultaría impopular el referirse a nosotros como “gentuza” o como “chusma”. No hay necesidad, en fin, de vejarnos tan a las claras, aunque sepamos de sobra que la palabra “ciudadano” es el eufemismo de cosas un poco peores. “Los ciudadanos de este país…”. (Sí, vale.) Hay políticos que llegan más lejos y se atreven a una formulación que admitiría matizaciones complicadas: “La ciudadanía ha hablado”, dicen no ya cuando ganan unas elecciones, sino incluso cuando algunos ciudadanos se concentran a favor o en contra de algo de lo que ellos también están en contra o a favor, aunque sepan que una misma plaza puede atestarse un día con los defensores de pelar artísticamente a los caniches y, al día siguiente, atiborrarse de defensores de mantener a los caniches con su pelaje natural. 

Para que un político se adueñe del mensaje de la ciudadanía no le hace falta siquiera contar con un apoyo electoral mayoritario: los ciudadanos hablan y los políticos glosan. Por su parte, quienes disfrutan de un apoyo mayoritario no se toman ni la molestia de glosar: les basta con decretar de una manera bíblica, como si hubieran recibido directamente desde las alturas las Tablas de la Ley. Y amén.

(Publicado el sábado en prensa.)