martes, 28 de abril de 2009

EL TIEMPO Y EL PARAÍSO


Hay quien suele localizar la vida edénica –un reflejo aproximado y posiblemente deforme de la vida edénica, claro está- en los pueblos pequeños. No sé yo. Los paraísos no tienen por qué ser pequeños ni los infiernos tienen por qué ser enormes. No es un asunto de proporción, en cualquier caso: lo pequeño posee la facultad de convertirse en un laberinto angustioso y lo enorme posee la capacidad de proporcionarnos un espejismo de plenitud. Un paraíso puede ser infinito. Un infierno puede caber en un par de neuronas.

Si vives en un pueblo, llega un momento en que te das cuenta de que conoces ese pueblo de memoria, que puedes reconstruirlo mentalmente fachada a fachada, comercio a comercio, esquina a esquina. Si cierras los ojos, eres capaz de recorrerlo de principio a fin. Incluso puedes añadir figurantes a ese recorrido fantasmagórico: el mendigo que está siempre tumbado en el mismo portal, el perro perezoso de ese mendigo, con su mirar suplicante; el joyero que arregla continuamente su escaparate de objetos caros y barrocos, el camarero que da vueltas y vueltas en torno a las mesas de esa terraza en la que siempre hay un gato que merodea con el sigilo de un depredador humillado, el vendedor de cupones, el loquito melómano que arpegia su guitarra por las calles, la anciana que transporta en un carro de bebé las bolsas de la compra, con los ojos siempre fijos en el suelo, que para ella debe de ser algo así como un territorio salvaje con trampas mortíferas…

En los pueblos pequeños ves envejecer a la gente: te pasas dos o tres meses sin cruzarte con uno de los muchos desconocidos habituales y le aprecias el zarpazo repentino del tiempo, el aura de ceniza de los vencidos de pronto por la edad o por los males. El hombre maduro se convierte de pronto en un anciano. El anciano se transforma en un espectro al que pasean en una silla de ruedas. Y todo parece, no sé, una película de terror psicológico en la que los actores fuesen consumiéndose poco a poco por el efecto de una rara radiación, o de una maldición, o de una pena colectiva.

Por supuesto que aprecias también el paso glorioso del tiempo por aquellos que aún tienen al tiempo de su parte: el adolescente de la voz insegura se convierte de un día para otro, sin transición aparente, en un joven fornido, la niña se convierte de la noche a la mañana en una muchacha de ojos pintados, el bebé echa a andar, la nieta pequeña de la frutera balbuce ya unas palabras…

En un pueblo pequeño, el tiempo es una presencia real, no un concepto abstracto. El tiempo es eso que le ocurre a la mujer que limpiaba los cristales de su casa mientras cantaba coplas potentes de caballistas y de amores bravíos y a la que hoy ves andar con bastón, encorvada, con la voz rota. El tiempo es eso que le ocurre al panadero forzudo que se pasaba la madrugada horneando panes y bizcochos y al que hoy ves demacrado y ausente, sentado a la puerta de su casa en los días soleados, con las manos temblorosas. El tiempo es eso que les ocurre a las casas abandonadas, a los jardines abandonados, a las playas en invierno. El tiempo es eso que pasa por ti sin que te des cuenta, como si fuese asunto exclusivo de los otros.

El paraíso no tiene por qué ser un lugar pequeño, ya digo. Aunque a veces quepa en una esquina intacta del corazón.

miércoles, 22 de abril de 2009

POEMA DE NABOKOV









Como a algunos les interesó el anterior poema de Nabokov que publiqué aquí, va este otro de los que escribió en inglés. Lo traduje hace unos años y se publicó en una separata de la revista Ultramar. Creo que es el mejor poema de cuantos escribió.

En él, aparte de la ironía evidente, se advierte su hastío de fondo ante las dificultades laborales que Nabokov padeció en EEUU antes del éxito de su novela Lolita, aquella nínfula churretosa que le hizo la vida difícil a su madre y a Humbert Humbert pero que le resolvió la suya a la familia Nabokov en pleno.





UNA VELADA DE POESÍA RUSA



Vladimir Nabokov






"...parece que es el mejor tren. La señorita Ethel Winter,
del Departamento de Inglés, le esperará en la estación y..."

De una carta dirigida al conferenciante invitado




El tema elegido para el debate de esta noche
de sobra es conocido, aunque por lo común de forma insuficiente:
cuando sus orillas basálticas se vuelven muy abruptas,
casi todos los ríos emplean una especie de ruso rápido,
que es lo que hacen los niños al hablar mientras sueñan.
Inserte usted, mi pequeña ayudante, la diapositiva
en la linterna mágica, y que el rayo cromático
proyecte en la pantalla mi nombre,
o alguna fantasmagoría similar, en caracteres eslavos.
Al revés, al revés. Se lo agradezco.

Sobre suaves colinas, los griegos, como saben,
forjaron su alfabeto a imitación
del vuelo de las grullas; sus saetas
cruzaban el crepúsculo y la noche.
Nuestro monótono horizonte y el gusto por la madera,
la influencia de colmenas y coníferas,
remodelaron las flechas y los pájaros foráneos.
Sí, Silvia, dígame.

¿Por qué nos habla usted de las palabras
si no queremos más que una bien presentada erudición?


Porque todo va unido: el sonido y la forma,
la miel y el brezo, la vasija y aquello que contiene.
No sólo el arco iris: es curva cualquier línea,
y las calaveras, y las semillas, y todos los mundos buenos son redondos,
igual que el verso ruso, igual que nuestras vocales magníficas:
esos huevos pintados, esas lustrosas flores de jarrón
que engullen por entero a un dorado abejorro, esas conchas
que encierran un dedal y encierran el mar mismo.
Siguiente pregunta.

¿Su prosodia es la misma que la nuestra?

Bien, Emmy, pudiera parecer nuestro pentámetro,
a un oído extranjero, un algo que no logra
sacudir de su pírrico sueño al lacio yambo.
Pero cierre los ojos y oiga el verso.
La melodía entonces se despliega, la palabra central
se torna maravillosamente larga y serpentina:
oyes un acento, pero también has oído
la sombra de otro acento, y más tarde un tercero
hace sonar el gong, y un cuarto al fin suspira.

Se produce un ruido fascinante:
un algo que se abre lentamente, como una rosa gris
en un film pedagógico de antaño.

El nacimiento del verso no es otro que la rima, como saben,
y existen unos ciertos gemelos rutinarios
en ruso, igual que en otras lenguas. Por ejemplo,
amor rima con sangre de manera automática,
naturaleza con libertad, tristeza con distancia,
humano con eterno, príncipe con fango,
luna con multitud de palabras, pero sol
y canción y viento y vida y muerte con ninguna.

Más allá de los mares en que he perdido un cetro,
oigo el relincho de mis sustantivos pintos,
suaves participios que bajan la escalera,
que pisan la hojarasca, arrastrando sus túnicas sonoras;
líquidos verbos en ahla y en ili,
cuevas de Aonia, noches en el Altai,
negros estanques con sonidos en ele a modo de nenúfares.
Ese vaso vacío que toqué aún tintinea,
pero ahora lo cubre una mano y ya está muerto.

¿Árboles? ¿Animales? ¿Y su piedra preciosa favorita?

El abedul, Cintia. El abeto, Joan.
Igual que una pequeña oruga de su hilo,
mi corazón cuelga aún de una hoja ya muerta pero firme,
y aún veo el esbelto abedul blanco
mantenerse ante el viento de puntillas,
los abetos que crecen donde acaba el jardín,
las crepusculares ascuas fulgentes a través de sus cenizas.

Con respecto a los animales que ocupan nuestros versos,
esa ave de los bardos, dádiva de la noche, es la primera:
docenas de palabras que imitan su garganta
traducen su burbujeante, aflautada, silbante y explosiva nota,
parecida a la de un cuco, similar a la de un fantasma.
Pero los epítetos lapidarios son escasos;
no somos expertos en rubíes universales.
Los ángulos y brillos están atenuados;
nuestras riquezas permanecen ocultas. Jamás nos ha gustado
el escaparate del joyero en la noche lluviosa.

Mi espalda es la de Argos: tiene ojos. Vivo en peligro.
Falsas sombras se dan la vuelta para seguirme cuando paso
y, con barbas postizas y disfraces de agentes secretos,
se escurren sigilosas para emborronar la página recién escrita
y leer el papel secante en el espejo.

Y en la oscuridad, bajo la ventana de mi alcoba,
hasta que el día se activa con helado runrún de escalofrío,
cautelosas se quedan, o en silencio se llegan a mi puerta
para tocar la campanilla de la memoria, y luego huyen.

Permítanme aludir, antes de que el hechizo se disipe,
a Pushkin, balanceado en su carroza a través de unos largos,
solitarios caminos: dormitaba, después se despertaba,
desabrochaba el cuello de su capote de viaje,
bostezaba y oía la canción
que entonaba el cochero.
Amorfos arbustos enanos a los que llaman rakiti,
enormes nubarrones sobre un prado infinito,
la frase musical y el horizonte repetidos sin fin,
y un aroma en la lluvia a cuero y yerba.
Y más tarde el gemido, la síncopa (¡Nekrasov!),
las jadeantes sílabas que trepan y que trepan,
carrasposas, repetitivas hasta la obsesión, pero apreciadas
más que rima ninguna por algunos.
Y los amantes que se encuentran en el jardín enmarañado
y sueñan con la humanidad, con un vivir sin trabas,
y mezclan sus anhelos en el jardín bañado por la luna,
allá donde los corazones y los árboles
son mayores que en la realidad.
Esta pasión por expandirse puede ser rastreada
en nuestra poesía. Pretendemos
que el topo sea un lince, o verlo convertido en golondrina
por alguna sublime mutación de su alma.
Pero, consagrados a los símbolos inútiles,
escoltados, en un sendero vagamente infantil, por pies desnudos,
nuestros caminos estuvieron por siempre destinados
a conducirnos al silencio del exilio.

De tener yo más tiempo, les contaría a ustedes esta noche
al detalle la historia, asombrosa de veras -neighhuklúzhe,
nevynossímo
-, pero tengo que irme.

¿Qué es lo que he susurrado? Le hablé a un ciego
pajarillo cantor oculto en un sombrero,
a salvo allí de mis manos y de los huevos que rompí
en la chistera rebosante de yemas.

Ahora considero mi deber recordarles,
a modo de resumen, que soy un perseguido
allá donde me encuentre, que el espacio
puede ser colapsado, a pesar de que el don de la memoria
con frecuencia resulta algo incompleto:
una vez, en un lugar polvoriento del condado de Mora
(mitad ciudad y desierto, vertedero y mezquites)
y otra vez en Virginia del Oeste (rojo camino embarrado
entre un huerto y el velo tupido de la lluvia),
me asaltó un repentino escalofrío,
ese algo ruso que podía aspirar pero no ver.
Algunas palabras raudas fueron dichas,
y, después de eso, el niño
siguió entregado al sueño, y la puerta se cerró.

El prestidigitador recoge
sus pobres pertenencias: el pañuelo de colorines,
la soga mágica, las rimas de doble fondo, la canción y la jaula.
Le dices que has captado algunos trucos.
El misterio permanece intocado. El cheque
avanza ya hacia ti metido en un sobre sonriente.

"¿Cómo se dice en ruso "charla deliciosa"?
"¿Cómo se dice en ruso "Buenas noches"?"

Oh, se dice:

Bessónnitza, tvoy vzor oon´yl i stráshen;
lubóv moyá, otstóopnika prostée.


(Insomnio, es tu mirar muy triste y ceniciento,
perdóname, mi amor, por esta apostasía.)


(1945)


viernes, 17 de abril de 2009

CARLOS MARZAL


UN LIBRO, UN AMIGO, UN POEMA










El miércoles estuve en Cádiz con el prodigioso Carlos Marzal, que presentó allí su libro Ánima mía.
Va un poema que le escribí para el monográfico que le dedicó la revista Litoral en 2005.



LETANÍAS PARA CARLOS MARZAL


Perro entre las tinieblas refulgentes,
trastornado de luna y de ginebra.
Nocturnal perro loco que muerdes en el hombro a las muchachas.
Loco perro vampírico que sales de la cripta perfumado.
Perro de pura rabia
que olfateas el rastro del Cielo en los infiernos,
la huella de Dios padre en un tacón de aguja.

Ladra por nosotros.

Plaga de la Albufera.
Comedor de pirañas en Perú.
Corredor de los montes coronados de bruma.
Ángel con un tridente de diablo que baila.
Derviche de tu sombra.
Sombra fuera de ti.

Ten piedad de nosotros.

Merlín del alba clara.
Alquimista difuso en fumarolas.
Druida entre mandrágora y azufres,
con tu libro de salmos exaltados.
Último de la fiesta que no acaba.
Furtivo de la vida de frontera.

Canta tú por nosotros.

Luzbel de juglaría.
Juglar fantasmagórico.
Heraldo metafísico del futuro que esplende
como una incertidumbre sacrosanta.
Vidente del abismo que aún queda por abrirse.

Danos siempre la mano.

Padre amantísimo.
Pira de las virtudes.
Tabernáculo santo en que sangra el Cordero.
Consuelo de alucinados.
Esclavo de metáforas, ladrón de sinestesias.
Dandy de los submundos.
Digno de toda alabanza.
Mordido por serpientes
que mueren al morderte.

Ruega por nosotros.

Traspasado por una lanza.
Espía en Jericó.
Heraldo de un sol químico.
Jodido Perro Loco, delicia de todos los santos.
Marine sin igual en la batalla.


The happy few, the proud.

Hermano en esta farsa prodigiosa.
Camarada en el fuego en que te quemas.
Deseado de los collados eternos.
Pie que aplasta la cabeza soberbia del dragón.
Puerto de caridad de los naufragios.
Reclamo de Adán y rescate de Eva.

Funde tú los metales.

Arma virumque cano troiae…
Tú que alientas los pecados del mundo,

ora pro nobis.

Para que seamos dignos de alcanzar las promesas incumplidas
y el perdón eterno por nuestras faltas eternas en esta vida fugaz,

ora semper pro nobis.



martes, 14 de abril de 2009

JOHN DONNE





Traduje este poema en 1980, con la ayuda de un diccionario bastante básico, cuando era un estudiante paradójicamente ocioso, con tiempo para perder en estos ejercicios, en detrimento de otros más preceptivos. Alguna vez estuve tentado de publicar esta versión un tanto arcaizante en la revista Fin de Siglo, que llevábamos Francisco Bejarano y yo por aquel entonces, pero me vencieron las dudas, así que la guardé en una carpeta. Hoy, 29 años después, la encuentro… y aquí la tenéis.

Como no hace falta decir, hoy traduciría este poema de otra manera. Pero hoy no es ayer.




EL ÉXTASIS

John Donne



Donde, cual almohada sobre un lecho,
la orilla fecunda para descansar se ofrenda
a las frentes reverentes de las violetas,
tesoro uno del otro, nos sentamos.

Unidas firmemente nuestras manos
por un bálsamo raudo desprendido,
rayos trenzados eran, enhebrados
en un doble sedal, los ojos nuestros.

Y era aquel don de confundir las manos
solo remedio para hacernos uno;
en la mirada nuestra las imágenes
de ambos eran sólo los reflejos.

Como cierne entre ejércitos iguales
el Hado si indecisa la victoria,
nuestras almas, salidas a la lucha,
sobre ella y yo cernidas levitaban.

Y en tanto allí las almas negociaban,
como estatuas yacíamos de un sepulcro,
en la misma postura el día todo,
sin pronunciar palabra en todo el día.

Si refinado tanto por amor alguno
que el idioma entendiese de las almas
y fuese por amor tan sólo pensamiento
estuviese, prudente la distancia, allí cercano

-aun sin saber de las almas cuál hablaba,
pues que ambas lo mismo pensaban y decían-,
pudiera allí aprender pureza nueva
y más puro marchar que en su arribada.

Este éxtasis –dijimos- clarifica,
nos dice cuanto amamos;
que no era sexo por él vemos,
mas vemos que no vimos cuál su impulso.

Pero como todas las almas contienen
mezcla de cosas que ellas mismas ignoran,
esas mezcladas almas amor mezcla de nuevo
y hace una de ambas, que es esta y es aquella.

Una simple violeta trasplantada
fuerza, color y dimensiones
-cuanto antes era en ella exiguo y breve-
despliega y multiplica.

Cuando amor a dos almas reanima,
la que de allí más fuerte brota
la imperfección resuelve del alma solitaria.
Nosotros, que somos esa alma nueva,
sabemos de qué estamos formados,
pues los átomos de que provenimos
almas son que no admiten mudanza.

Pero, ay, nuestros cuerpos, tanto tiempo lejanos,
¿por qué los olvidamos? Nuestros son
aunque no sean nosotros: somos el entendimiento
y son ellos la esfera. Gratitud les debemos
porque a nosotros mismos nos conducen,

su vigor nos otorgan, sus sentidos;
impureza no son y sí alivio que une.

Sin estamparse antes en el aire,
la influencia en el hombre no actúa de los astros:
así el alma en el alma manar puede
aunque primero al cuerpo se encamine.

A la manera de la sangre, que labora
para engendrar humores similares al alma,
puesto que tales dedos necesita
para enlazar ese nudo sutil que nos crea,

el alma de los amantes puros
a privilegios y afectos debe descender
que alcanzar pueda su sentido.
De no ser así, un gran príncipe yace encarcelado.

Volvamos, pues, a nuestros cuerpos,
y el revelado amor contemplen
los seres débiles. Los misterios de Amor
nacen del alma, pero el cuerpo es el libro en que se leen.

Si algún amante tal nosotros
ha oído este discurso enamorado,
que nos mire: advertirá leve mudanza
cuando vayamos a los cuerpos.




viernes, 10 de abril de 2009

UN POEMA DE NABOKOV


Va este poema de Vladimir Nabokov que traduje hace ya varios años. Es uno de los que escribió directamente en inglés.





E L
P O E M A




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No ese poema crepuscular que compones cuando piensas en voz alta,
con su tilo pintado en tinta china
y cables de telégrafo que cruzan una nube rosada;

no ese espejo que hay en ti, y el delicado hombro femenino,
desnudo y reluciente, que aún en él se refleja;
no el lírico tictac de una rima de bolsillo:
la diminuta música que da la hora;

no los centavos y pesas sobre esos periódicos
que se apilan bajo la lluvia;
no los demonios del dolor carnal;
no las cosas que podrías decir mejor en prosa llana,

sino el poema lanzado desde insospechadas alturas,
cuando aguardas el sonido de la piedra
al caer en el agua, en lo profundo, y a tientas buscas la pluma,
y de repente te llega un escalofrío, y después,

en la maraña de sonidos, los leopardos de las palabras,
los insectos hojiformes y los pájaros de ojos moteados
se funden y conforman una estructura mimética,
intensa y silente, de sentido perfecto.


(1944)

martes, 7 de abril de 2009

LIBRERÍAS DE VIEJO







Las hay de todo tipo: lujosas y polvorientas, caóticas y ordenadas, esplendorosas y tristes. Todas, sin embargo, tienen algo en común: un aura de anacronismo, de almacén de objetos caducos, de depósito de pecios.

Las librerías de viejo son el derrumbadero de los presentes sucesivos, de las notoriedades volanderas y de los prestigios inmarchitables, de los grandes éxitos que acaban en grandes olvidos y de los fracasos que el paso del tiempo transforma en inmortalidad.

Te encuentras en ellas libros que no valen nada, mareados por el uso, desportillados, con pátina de mugre, y libros encuadernados en piel, con lujo de tejuelos, cantoneras y filigranas de oro en el canto. A veces, hay libros muy bien vestidos, pero desnudos por dentro: tratados caducos, encendidos sermones de devoción, poemas muertos en el fluir del tiempo… Otras veces hay libros de apariencia humilde que esconden un tesoro.

El ojeo de las librerías de viejo requiere su tiempo, porque se trata de una búsqueda, de una búsqueda abstracta: no suele uno acudir a ellas para buscar un título concreto, sino para ver qué sale. Para curiosear. A la espera de lo inesperado.

Los libros son objetos errantes que pasan de mano en mano, y su deriva es imprevisible. La gran biblioteca de un erudito, reunida a lo largo de toda una vida de ansias y desvelos y gestiones, puede acabar repartida, por el azar de los intereses de sus herederos, en los tenderetes de un mercadillo, entre revistas más o menos porno y novelas del Lejano Oeste, entre restos de cuberterías y radios averiadas.

Los libros se compran, se venden y se revenden, y se vuelven a revender, y se vuelven a comprar, y se leen, y se olvidan, y se releen, porque tienen una vida larga, a pesar de ser tan frágiles: unos utensilios de papel –generalmente de poca calidad- que sobreviven a las humedades y a la carcoma, a la polilla y al manoseo.

Entra uno en una librería de viejo y suele salir desengañado: lo bueno está caro, y además es escaso, y lo barato es malo, de modo que también sale caro, al no valer ni lo que pesa. Pero eso forma parte de la trama: la búsqueda de cualquier cosa tiene el precio de la decepción, a menos que comprendamos que la emoción de la búsqueda está en la búsqueda misma, no en el hallazgo. Como en la vida.

Los bibliófilos son aficionados a contar batallas victoriosas: aquel que encontró en una librería un lote de libros dedicados a Fulano, aquel otro que compró por tres pesetas una primera edición de Mengano, aquel que compró al peso un lote de libros entre los que resultó haber una primera edición de… Y así. Las epopeyas. Nadie cuenta las horas de tedio, las horas y horas de búsqueda inútil, las horas y horas mirando estanterías para salir con lo mismo que entró, aunque con las manos sucias y con ganas de ducharse, porque hay librerías que parecen vertederos. El bibliófilo sólo cuenta las horas dichosas, y hace bien, porque todo explorador está obligado a ser optimista.

Pasas por una calle de cualquier ciudad y ves de pronto una portezuela, un pequeño escaparate con unos cuantos libros. Y entras. “Buenas tardes. ¿Puedo ayudarle en algo?”, te pregunta el librero. Pero no, no puede ayudarte, porque tus ilusiones son privadas y difíciles: encontrar aquello que no buscas.

lunes, 6 de abril de 2009

SOBRE "OFICIOS ESTELARES"


VIDAS, PORTENTOS, PESADILLAS

JOSÉ LUIS GARCÍA MARTÍN


(Artículo publicado en La Nueva España, 18-3-09)



UNA cita de Walter Arias, protagonista de la más desquiciada y atinada de sus novelas, El novio del mundo, inicia el volumen en el que Felipe Benítez Reyes reúne su cuentos completos: «Hay que contar todo: lo que ocurre y lo presentido, lo previsto y lo improbable, lo que creemos ver y lo que imaginamos soñar».

En la nota final, sin énfasis ninguno, con un reiterado escepticismo hacia las formulaciones teóricas, ofrece algunas observaciones sobre su manera de entender la narración: «Para mí el relato es un espacio irremplazable para ensayar voces de entelequias fugitivas, para experimentar con tonos de conciencia, para calcular estructuras narrativas que se sostienen sobre el pilar de lo visto y lo no visto, para arriesgar en unas líneas la sugerencia de algo inabarcable, para componer universos que caben en la palma de la mano y que aspiran sin embargo a ofrecer una medida del mundo». Y luego añade que «importa tanto lo que se cuenta como lo que se deja de contar», puesto que «todo relato es más una sugerencia que una especificación, menos una explicación que un indicio. Algo que en gran medida empieza cuando acaba».

Pocos narradores tan variados y tan unitarios como Felipe Benítez Reyes. Comienza Un mundo peligroso (1994), su primer libro de cuentos, con «Herramientas de viaje», la historia de un hombre que viaja con la imaginación; termina Fragilidades y desórdenes, el libro inédito que cierra el volumen, con «Todos los demás», la historia de un hombre que se dedica, después de jubilarse, a «ensoñar destinos», a vivir las vidas que le habría gustado vivir. La sátira del ambiente literario, iniciada en el libro inicial con «El alumno», se continúa en «El mundo como juego de billar», de Maneras de perder (1997), y concluye por ahora con «Círculo restringido», del libro inédito. El tono se va haciendo cada vez más sarcástico; la amable parodia se convierte en farsa, los personajes en muñecos. Gusta Felipe Benítez Reyes del mundo del circo («El Oriente casual), de los juegos de magia («El aprendiz de mago»), de las historias de fantasmas («La visita»), de los sueños que se sueñan dentro de otro sueño («La trama hipnótica»).

Gómez de la Serna y Borges se encuentran entre sus maestros, también Nabokov y Kafka. Una breve fábula del último libro se titula, con doble homenaje, «Un borrador de Borges encontrado entre los papeles neoyorquinos de Abelardo Linares». De Borges toma Benítez Reyes los apuntes breves, a medio camino del poema en prosa, no las elaboradas ficciones metafísicas de falsa erudición. «La soledad», «Crossroad» o «Trafalgar: trece simetría», incluidos cada uno en un libro distinto, pueden servir de ejemplo. Miméticamente borgiano resulta el final de «Taller de imaginero»: «Como en un ritual de espejos, un hombre ha dado forma al dios que le dio forma». De Gómez de la Serna le viene el gusto por el mundo del circo y la juguetona fantasía disparatada, casi infantil; también el estilo ingenioso que a veces se enreda con alguna greguería. De Kafka, elaboradas parábolas de plurales e imprecisos sentidos como «Necesidad del monumento» o «Historia universal». El humor perverso, la astucia narrativa, provienen, me parece, de Nabokov.

Pero el resultado es, con mínimas excepciones, inconfundiblemente propio. Hay unas cuantas obras maestras en esta suma narrativa, escrita a lo largo de más de un cuarto de siglo, que algo tiene de enloquecido caleidoscopio. Dejo al lector el placer de encontrarlas. Yo voy a limitarme a señalar algunos de mis relatos preferidos. «Nunca entre en Rodie's», por ejemplo, con su comienzo realista y su final fantástico; «El vigilante», breve historia de terror; «El maestro» y su sabio manejo de la elipsis, todos ellos incluidos en Un mundo peligroso. Del libro siguiente, me quedo con «La condición quimérica», que comienza entremezclando fantasías de espadachines con humillada cotidianidad y acaba, más allá de los habituales juegos, convertido en una hermosa historia de amor imposible; añado «El vendedor de zumo de naranja», donde un ciego imagina las naranjas como «pequeñas esferas mágicas, cargadas de dulzor y de aspereza, que aromaban el mundo, esa casa pequeña y tenebrosa».

En el último libro hay un ejercicio de ingenio que puede dar mucho juego en las clases de lengua española, «La cosa», un relato que en todas sus frases emplea la palabra «cosa», dándole toda la infinidad de sentidos que tiene en el habla cotidiana. Jardiel Poncela, que escribió relatos sin una letra, gustaba de estos juegos. Yo prefiero la ternura escondida tras «El fantasma familiar» o el humor fantasioso y costumbrista de "El hermano».

La exigencia de que los libros de relatos mantengan una unidad le parece a Benítez Reyes «lo mismo que exigirle unidad a un bosque o, en un plano más modesto, a una ensalada». Él prefiere que sean «una caja de sorpresas».

Sorpresas para todos los gustos hay en Oficios estelares, colección de vidas, portentos y pesadillas, que nos habla de la verdad de los sueños, la condición quimérica del hombre, la improbable realidad de cualquier realidad.




UNA TRAMA CASUAL






LA VIDA, que es un magma, acepta la simetría de los azares como una excepcionalidad: nos maravilla que la realidad establezca paralelismos inesperados, tramas perfectas de casualidades.

En 1660 se publicó en Bruselas, en tres volúmenes, una recopilación de obras de Francisco de Quevedo. Trescientos veinte años más tarde, encontré esos tres volúmenes en Cádiz, en el establecimiento de un medio anticuario y medio chamarilero que iba siempre tocado con una gorra marinera y que era hombre de mirada escurridiza, tal vez porque una persona dedicada a negociar con objetos de precio oscilante acaba siendo por fuerza escurridiza. En el escaparate de su negocio convivían novelas del Oeste y monedas de plata, juguetes de latón y escapularios, cornucopias doradas y anteojos, cromos deportivos y candelabros pomposos. Le pedí precio por los tres volúmenes de Quevedo, con la esperanza de una bicoca. “Cuarenta mil pesetas”, me dijo.

Hoy suena a calderilla, pero, en 1980, para un estudiante de veinte años, representaba una fortuna de maharajá. Ni siquiera atracando tres o cuatro farmacias en una misma noche podría reunir ese dinero. Allí se quedaron, en fin, los tres volúmenes. Cada vez que pasaba por la tienda, me asomaba para comprobar si seguían allí, porque de algún modo me consideraba el propietario moral de aquellos libros. Hasta que un día desaparecieron, y aquellos tres volúmenes pasaron a formar parte de mi catálogo de ilusiones decapitadas, de mi vertedero de sueños imposibles. Durante años, me he acordado melancólicamente de ellos, con cierta rabia, con cierta sensación de expolio, con una punzada de frustración. ¿Quién compró mis libros de Quevedo?

Hace unos días, cené en Bruselas con un diplomático. Hablamos de Cádiz, ciudad que frecuentó en su juventud. De repente, me dijo: “Una vez, encontré en un anticuario los tres tomos de las obras de Quevedo que se publicaron aquí en 1660”. No sé si salté de la silla. “¿Los compraste?” Pero no: él, que era entonces un recién licenciado, ganaba nueve mil pesetas al mes, de modo que las cuarenta mil que le pidió el anticuario le supondrían cuatro meses y medio de ayuno total, sin gastar literalmente ni una peseta, en plan asceta del desierto. Cada vez que iba a Cádiz, se pasaba por la tienda para comprobar si los libros seguían allí, como hacía yo. Aún hoy, al igual que yo, veintiséis años después, sigue acordándose con melancolía de aquellos libros, perdidos para siempre en el limbo de lo inalcanzable. No sé si la anécdota hubiese sido más perfecta en el caso de que él hubiera podido comprarlos. Creo que no. Así compartimos una pequeña ilusión incumplida, una insignificante frustración que nos rondará siempre por la memoria: “Aquellos tres tomos de Quevedo…”

Al fin y al cabo, si alguno de los dos fuese propietario de esos tres tomos, estaría obligado a regalárselos al otro, o al menos a prestárselos durante un tiempo, en una especie de régimen de multipropiedad de una quimera antigua. Mejor así, ya digo: ambos somos propietarios de una misma ilusión desengañada, y aquellos tres tomos pueden seguir siendo objetos abstractos, un espejismo de nuestra juventud, un símbolo de la humildad de nuestras aspiraciones cotidianas, porque la vida, al igual que los grandes mosaicos, está hecha de muy pequeñas cosas.
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COCINA A MEDIDA




COCINA A MEDIDA


Antes, la cocina de una casa era un espacio en esencia funcional: colocabas en una esquina un frigorífico, en otra un aparador, en medio la cocina propiamente dicha –con horno incorporado o sin él, y con un compartimento para la bombona naranja-, una mesa, un fregadero, un escurreplatos y… a cocinar, que al fin y al cabo son tres días. Pero, de un tiempo a esta parte, la cocina de una casa no sólo se ha convertido en un ámbito fundamentalmente estético, sujeto a delicadas armonías de texturas, líneas y colores, sino también en un ámbito casi futurista, hasta el punto de que hay veces en que una cocina moderna no se diferencia demasiado de una nave espacial.

Entras en una tienda de cocinas. “¿Qué necesita usted?”, te pregunta el vendedor de cocinas. La respuesta suele ser poco original: “Pues una cocina”. Y el vendedor de cocinas asiente. “¿Trae usted un plano?”, y le dices que sí. Le echa un vistazo al plano y se queda meditando. “Necesitaría la localización exacta de las tomas de agua, de electricidad y de los puntos de extracción”, y ahí te pilla en falta, porque no has tenido la previsión de medir eso. “Bueno, no importa demasiado”, te consuela. “Vamos a ver…”, y el vendedor de cocinas te ofrece un croquis urgente de lo que puede ser tu cocina en un futuro más o menos próximo. “Aquí ponemos un mueble de 40, aquí uno de 65, una cajonera de 50…” Y, de repente, todo parece fácil. Hasta que el vendedor de cocinas se decide a entrar en detalles. “¿Qué gama de muebles quiere usted?” Y te encoges de hombros. “Ahí tiene el muestrario”, y te señala un expositor en el que se apilan algo así como 200 modelos. Después de media hora de indecisiones, te decides por uno. “Este es de gama media”, y respiras aliviado, porque se supone que el precio irá en consonancia con la gama.

“¿Qué encimera quiere?”, y vuelta a lo mismo: un muestrario con 200 modelos de encimera. La eliges. “Este material es caro”, y te dices para tus adentros que mala suerte. “Pero en el tema encimera no merece la pena ahorrar, porque una encimera mala sólo da problemas”, y asientes, aunque ignores la problemática específica de las encimeras malas. “¿Quiere los cajones con mecanismo de cierre autónomo?”, y tú, que no logras asimilar ese concepto de “cierre autónomo”, optas por decirle que no antes que preguntar en qué consiste eso y quedar como un ignorante.

A esas alturas, el vendedor de cocinas ya se ha percatado de que eres un cliente poco exquisito, o quizás un muerto de hambre que no puede permitirse una cajonera con mecanismo de cierre autónomo. “¿Qué grifería le ponemos?” Y le pides opciones. “Tenemos la serie Mónaco, la serie Vichy, la serie Estocolmo, la serie Viena…” Te entran ganas de preguntarle si no tiene la serie Villacarnero, que sin duda será más barata. “¿Quiere el fregadero de acero inoxidable con tratamiento antirayadura o de poliuretano con tratamiento antichoque? ¿Quiere la gama de tiradores Góndola, la serie Cisne o…?”

Al final, te hace la cuenta, la suma resultante de todas esas delicias decorativas ideadas para hacernos la vida más hermosa. Y resulta que cada huevo frito que vayas a comerte de aquí a que te mueras va a salirte por unos 6 euros si le aplicas a tu cocina una amortización anual del 3%. Y que aproveche.



sábado, 4 de abril de 2009

ÁNGEL GONZÁLEZ


En recuerdo -porque sí- de Ángel González.


Le escribí este poema en 2002, para el número monográfico que le dedicó la revista Litoral.

La foto la hizo Silvia, en Rota, en el verano de 2006 o 2007, en casa de Almudena Grandes y Luis García Montero, una noche de tantas, aunque en esa en concreto Ángel estaba con muchas ganas de cante, propio y ajeno.


El otro es, claro, Joaquín Sabina. Y el de la izquierda, que sale a medias, es Javier Ruibal, en el trance de estudiar el libreto de una chirigota para cantarnos un cuplé o popurrí carnavalesco.
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CANCIÓN PARA Á. G.


Camina claro en la noche

el caballero.

Va con los pasos muy breves,
pasos que sueñan despiertos.

La luz de los bares últimos
persigue el buen caballero,
hora ya de clarear.

Albor que vienes de lejos,
agrio azor de claridad,
no mates la noche turbia.

“En vaso corto y con hielo”
-y el oro que se derrama,
licor de la soledad.

Callado cuando otros hablan,
porque respeta el silencio,

canta amargo el caballero,
voz de quebrado cristal.

Canta en tinieblas amigas
el caballero
-carpe diem, qué veloz,
mundo de plata que huye.

La cueva de su guitarra
sirve de estuche a un lamento.

Amanece en la ciudad
y ya se va el caballero,
paso quedo, al mundo oscuro,
a domeñar
el dragón albo del sueño.

Ya se va de la noche el caballero,
pues se queda la noche sin verdad.

Hora ya de clarear.
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BIBLIOGRAFÍA DE FBR





BIBLIOGRAFÍA



POESÍA

Paraíso manuscrito, Calle del Aire, Sevilla, 1982
Los vanos mundos, Maillot Amarillo, Granada, 1985
Pruebas de autor, Renacimiento, Sevilla, 1989
La mala compañía, Mestral, Valencia, 1989
Sombras particulares, Visor, Madrid, 1992
Vidas improbables, Visor, Madrid, 1995; 2ª ed. Rusadir, Melilla, 1995; 3ª ed. Casa del Pueblo de la UGT, Sevilla, 1997 (Edición norteamericana: Boa Editions)
El equipaje abierto, Tusquets, Barcelona, 1996; 2ª ed. Orbis-Fabbri, Barcelona, 1997
Escaparate de venenos, Tusquets, Barcelona, 2000
La misma luna, Visor, Madrid, 2006





RECOPILACIONES Y ANTOLOGÍAS

Poesía 1979-1987, Hiperión, Madrid, 1992
Paraísos y mundos (Poesía reunida), Hiperión, Madrid, 1996
Trama de niebla (Poesía reunida, 1978-2002), Tusquets, Barcelona, 2003
Poesie scelte, ed. bilingüe, traducción de F. Luti, Pagliai Polistampa, Florencia, 2004
Simmetria e altre poesie, traducción de A. Ghignoli, Via del Vento, Pistoia, 2004
Poética y poesía, Fundación Juan March, Madrid, 2006
Poemas escogidos, Universidad de las Américas, Puebla (México), 2007
Laboratorio de irrealidades, Diputación de Cádiz, Cádiz, 2008
Libros de poemas (y otros poemas, 1978-2008), Visor, Madrid, 2009


NOVELAS

Chistera de duende, Seix Barral, Barcelona, 1991; 2ª ed. Tusquets, Barcelona, 2004
Tratándose de ustedes, Seix Barral, Barcelona, 1992; 2ª ed. Tusquets, Barcelona, 1999 (Edición italiana: La Nuova Frontiera)
La propiedad del paraíso, Planeta, Barcelona, 1995; 2º ed. Tusquets, Barcelona, 2001
Humo, Planeta, Barcelona, 1995; 2ª ed. Booket, Barcelona, 1998 (Edición francesa: Quai Voltaire/La Table Ronde)
El novio del mundo, Tusquets, Barcelona, 1998 (Edición italiana: Fazi)
El pensamiento de los monstruos, Tusquets, Barcelona, 2002 (Edición italiana: Fazi. Edición rusa: AST)
Mercado de espejismos, Destino, Barcelona, 2007; 2ª ed. Círculo de Lectores, Barcelona, 2007; 3ª ed. Booket, Barcelona, 2008 (Edición italiana: Fazi. Edición portuguesa: Sextante. Edición rumana: Rao)



RELATOS

Un mundo peligroso, Pre-Textos, Valencia, 1994
Maneras de perder, Tusquets, Barcelona, 1997
Oficios estelares (Los relatos, 1982-2008), Destino, Barcelona, 2009

NARRATIVA JUVENIL

Lo que viene después de lo peor, Booket, Barcelona, 1998 (Edición italiana: Mondadori)
El caballo cobarde, Alfaguara, Madrid, 2008


ENSAYO Y OTROS

Rafael de Paula, Quites, Valencia, 1987
Bazar de ingenios, La General, Granada, 1991
La maleta del náufrago, Renacimiento, Sevilla, 1992
Palco de sombra, Renacimiento, Sevilla, 1996
Gente del siglo, Nobel, Oviedo, 1997
Ronda. Cuaderno de ruta, Ceder, Ronda, 1999
El ocaso y el oriente, Arguval, Málaga, 2000
Papel de envoltorio, Renacimiento, Sevilla, 2001
Los libros errantes, Anaya, Madrid, 2002
Don Quijote y don Juan, muñecos míticos, Centro Cultural de la Generación del 27, Málaga, 2005


TEATRO

Los astrólogos errantes, Espuela de Plata, Sevilla, 2005


TRADUCCIÓN

-T.S. Eliot, Prufrock y otras observaciones, Pre-Textos, Valencia, 2000.
-Vladimir Nabokov, Cinco poemas, Ultramar, Santander, 2004


SANLÚCAR DE BARRAMEDA


SANLÚCAR DE BARRAMEDA,
UN TIEMPO EN LENTITUD




Será, quién sabe, que va volviéndose uno melancólico, que va cogiéndole desconfianza al futuro, pero el caso es que cada vez se encuentra más sosegado y más dentro de sí en esas ciudades levemente anacrónicas por las que el tiempo parece pasar con lentitud, obediente a un almanaque distinto, sin vértigo ni violencia, con el ritmo pausado de un ciclo sin principio ni final.

No me refiero a esas ciudades pedregosas y monumentales en las que sus vecinos podrían llamarse don Ramiro o, en el peor de los casos, don Mendo. No se trata –desde luego que no- de esas ciudades llenas de mesones con gallardetes y antorchas. Tampoco de esas ciudades repletas de vestigios gloriosos, ruinas arrogantes de sí mismas, milagrosamente en pie.

No se trata de eso, ya digo, sino de esas ciudades que nos proporcionan un levísimo viaje hacia atrás en el tiempo, ciudades que nos sugieren una experiencia parapsicológica casi imperceptible: la sensación de hallarnos en un presente desincronizado con el presente universal… Y no sé si me explico del todo, con esta especie de metafísica parda para turistas, pero, en fin...

Sea como sea, al poco de llegar a Sanlúcar de Barrameda tiene uno esa sensación de desfase temporal, de haber dado un paso atrás en el presente no para salir del presente, sino para entrar de lleno en él: para apreciar el bullir incesante de la vida cotidiana, para notar el fluir del tiempo en nuestra conciencia, para advertir con nitidez el transcurso del instante fugitivo…

Por las calles blancas de Sanlúcar de Barrameda ve uno a gente que con reposo resuelve sus faenas y que con serenidad administra su ocio, pues es ciudad cadenciosa en que ni siquiera los comerciantes expresan impaciencia, en que los camareros jamás condescienden a la prisa y al barullo, en que los paseantes van muy calmos, en que los desocupados beben con decoro y parsimonia, en las tabernas profundas, el vino de la tierra, que requiere igualmente un ritual de lentitud.

Llegas a Sanlúcar, en fin, y te parece que has logrado escapar de alguna parte, quizá del mundo mismo, pues todo allí parece mantenerse en su esencia: el paisaje urbano, con su dignidad de pueblo armonioso levantado generación tras generación sin faraonismos ni ventoleras estéticas, con sus largas calles de fachadas de cal, sus forjas de sobriedad monástica, sus palacios casi secretos, vueltos al interior; se mantiene allí en su esencia el sentido sagrado de los frutos de la tierra y del mar: el obsequio de un dios, pues se advierte en las gentes el respeto por lo obtenido con el trabajo de las manos, en pugna con los albures de las cosechas y de las mareas; se mantiene allí en su esencia la crianza del vino al que llaman manzanilla, en esas bodegas altas y hondas en que la enología parece un nombre en clave de la alquimia, pues en ellas todo suele estar impregnado de neblinas y tinieblas, de luces fantasmales, de aromas húmedos de bosque ancestral; esas bodegas que algo tienen de catedral lóbrega y algo también de cueva de mago.

Se mantienen en su esencia, en Sanlúcar, muchas cosas, porque bastante tiene aún de ciudad fenicia, de medina árabe, de pueblo veraniego decimonónico cruzado por automóviles de neumáticos blancos… Y, al fondo, frente a Bajo de Guía, en la desembocadura turbulenta del Guadalquivir, el Coto de Doñana, con su silueta de espejismo edénico, de paraíso extravagante caído sobre el mar.

“¿Cuántas tabernas habrá en Sanlúcar?”, se pregunta uno tras haber pasado por la puerta de treinta o cuarenta de ellas en apenas un rato de paseo. Y se contesta: “Miles”, y la exageración resulta sincera, pues por todas partes las hay, más toscas y sombrías unas, más adecuadas a los tiempos otras, meros cuchitriles humeantes algunas, con sus carteles taurinos amustiados por el tiempo y por la nicotina quemada. Y allí, de nuevo, el ritmo pausado del vivir: gente que bebe un par de cañas de manzanilla mientras habla de las cosas del mundo y prueba el guiso de papas con choco, las tortillas de camarones, las galeras recién cocidas o las ortiguillas fritas.

El número de ilusionismo que suele ser el atardecer en cualquier parte se transforma en Sanlúcar en un espectáculo barroco, con nubarrones titánicos del color del coral, de la penitencia o de la sangre, flotantes sobre un mar de plata hirviente. Y se detiene uno a observar esa atardecida dramática, esa destilación de fantasmagorías celestes, y el tiempo se le revela no como una abstracción, sino como una presencia.

A uno le gusta ir por Sanlúcar de Barrameda, un pueblo a su modesta manera milagroso. Se está bien allí, andando sin mucho rumbo por sus calles blancas, deteniéndose en alguno de sus cientos de bares, en alguna de sus pastelerías, en alguno de sus anticuarios. Se siente allí el tiempo como un regalo, como algo que uno puede malgastar serenamente en hacer muchas cosas que, a fin de cuentas, consisten en no hacer nada: pasear, ver crepúsculos, tomarse un vaso de manzanilla con unos langostinos o con un aliño de huevas o de pulpo, comprar almendras recién tostadas o un canasto de enea, mancharse las manos de polvo removiendo libros o cachivaches en alguna chamarilería, entrar en alguno de sus grandes bazares o en algunas de esas tiendecillas que casi no tienen de nada... Lo que a veces piensa uno que es la vida misma, en fin, como quien dice.

miércoles, 1 de abril de 2009

UN PRINCIPIO INCONCRETO




UN PRINCIPIO
INCONCRETO

(Artículo publicado en EL CULTURAL de El Mundo,
en la sección PRIMERA MEMORIA)


Sonará raro, pero no tengo conciencia de ningún primer libro como tal. Lo primero que publiqué, en 1979, a mis 19 años, fue un cuadernillo de poemas. Lo titulé Estancia en la heredad, aunque no sé qué puede sugerir ese título, en el caso de que pueda sugerir algo. Salió como separata de una revista que llevaba yo en mi pueblo con unos amigos aficionados a las divagaciones. Se hicieron 350 ejemplares.

En 1982 publiqué el que sería, en rigor, mi primer libro de poemas: Paraíso manuscrito. Hace años, me hubiese dado apuro decir que ese título me vino a lo largo de un sueño. Hoy ya no. (La anomalía, como saben ustedes, tiene precedentes ilustres y mucho más graves: el poema “Kubla Khan” de Colerigde, sin ir más lejos.) Alguien, a lo largo de ese sueño, me decía que había escrito un libro titulado Paraíso manuscrito. Cuando desperté, comprendí que ese alguien era yo.

El libro reúne los poemas que escribí entre 1979 y 1981. Mejor dicho: algunos de ellos, porque a esa edad resulta muy cómodo el tránsito de la revelación estética al desengaño estético, a veces en cuestión de horas, quizá porque anda uno configurando un modo de entender la poesía en general y un modo particular de escribir poemas, así que la inseguridad se alía con el optimismo, que es una alianza bastante exótica. El resultado –se me olvidaba decirlo- suele ser una escritura excesiva: cree uno que es suficiente que se le ocurra un poema para poder escribir un poema, cuando el proceso suele ser muy diferente: escribir un poema para intentar que ocurra un poema, al margen incluso del poema mismo. De todas formas, ese casi obligado periodo de escritura entusiasta lo pasé en la adolescencia, en torno a los 16 años, y llegué a la mayoría de edad con el ánimo más sosegado; es decir, con más prejuicios a la hora de escribir, y me gusta suponer que esos prejuicios constituyen una guía indispensable para quien no quiera perderse en los laberintos de sus propias ocurrencias.

Mi primera novela la titulé Chistera de duende. Mi primera novela publicada, claro está, ya que la primera empecé a escribirla a los 14 años, una edad mala para casi todo, aunque me temo que especialmente mala para escribir novelas. Creo recordar que llegué a la página 12, y ya resultaba heroica aquella extensión, porque lo cierto es que no sólo no sabía qué hacer con los personajes, sino que ni siquiera atinaba a configurarlos de la forma esquemática en que se traza un monigote en un papel: me limitaba a darles un nombre, que es tal vez el atributo ínfimo en la escala de necesidades de un personaje de novela -a menos que se trate, claro está, de una novela rusa.

Un día de 1989, Abelardo Linares me preguntó qué estaba escribiendo y le dije que acababa de terminar una novela. “¿Qué vas a hacer con ella?”, y no supe qué contestarle, porque la verdad es que no se me había ocurrido darle ningún destino. Me dijo que le gustaría leerla, de modo que se la envié, la leyó y, metido a agente espontáneo, se la hizo llegar, en una operación para mí secreta, a Pere Gimferrer, poeta postsimbolista y editor de Seix Barral.

A los pocos meses, me telefoneó Gimferrer y, a través de esos rodeos metafísicos que sólo él sabe dar para llegar a la formulación de un aspecto práctico, me dijo que estaba dispuesto a publicarla. Le di las gracias, firmé un contrato, corregí pruebas y me olvidé del asunto, hasta que, año y pico después de aquellos trámites, en enero de 1991, me llegó a casa un paquete con ejemplares de aquella Chistera de duende, que es un título que consiente una dislocación: ninguno de los duendes que conozco va tocado con chistera, al contrario, por ejemplo, que el Sombrerero chiflado de Carroll –y también en buena parte de Tenniel, que le dio un aspecto concreto e inmodificable a la entelequia.

Y todo parece que ocurrió ayer mismo.