Admirador vitalicio de Zorrilla y protegido en su juventud de Núñez de Arce, tuvo Rueda una voz poética amplificada, predispuesta a ahuecarse a la mínima, a acampanarse, a buscar la música antes que cualquier otra cosa, siguiendo a rajatabla –tal vez antes de conocerla- la máxima célebre de Verlaine, pero se trataba la suya de una música que tenía muy poco que ver con la del poeta francés y mucho con la trompetería de su maestro vallisoletano. También Rubén Darío, diez años más joven que Rueda, padeció esa característica peligrosa: la voz de sonoridades huecas, la voz fatua que se escucha a sí misma, pero la melancólica verdad es que Rueda compartió algunos grandes defectos con el nicaragüense (la altisonancia, la incontinencia, la insustancialidad, el gusto por el oropel), aunque se quedó lejos de sus grandes logros.
A Salvador Rueda se le suele atribuir la condición de precursor, junto a Manuel Reina y –tal vez en menor medida- Ricardo Gil, del modernismo en lengua española, condición de la que disiente con vehemencia Max Henríquez Ureña en su Breve historia del modernismo, en la que Rueda sale mal parado no sólo como tal precursor, sino incluso como epígono del modernismo, en buena parte porque el crítico dominicano anduvo empeñado en presentar el modernismo como un fenómeno de origen exclusivamente americano y no estaba dispuesto a ceder ni un ápice -así fuese siquiera en el territorio de la mera anticipación- a unos presuntos premodernistas españoles en general y a Rueda en particular.
Para Henríquez Ureña, Salvador Rueda no fue precursor de nada, sino el que “se sumó antes que nadie en España” a “la revolución modernista” que vino de las Américas, con lo cual le escamoteó al pobre Rueda el fundamento de su delirio, que lo fue y no lo fue del todo, ya que puede contemplarse la posibilidad de un “latente modernismo español”, como apreció Pedro Salinas, un clima disconforme con “el casticismo academicista y la vulgaridad prosaica” que ya se manifestaba en algunos poetas españoles antes de la irrupción estelar de Darío.
Sea como sea, el concepto de “precursor” resulta espinoso: es evidente que ha habido poetas que han anticipado algo, pero que no han sido ese algo, y no conviene olvidar que la literatura es un continuum en el que las innovaciones son esclavas –a veces a su pesar- de las tradiciones, de modo que una anticipación estética no representa un fenómeno anómalo, sino la manifestación lógica de un proceso. Para que exista el precursor como tal, resulta indispensable la existencia del sucesor, y no cabe duda de que leemos al precursor en función de la aportación del sucesor: el precursor como indicio a posteriori. Todo precursor, en definitiva, lo crea la posteridad: un fantasma sobrevenido.
Según Luis Cernuda, en los libros que Rueda, Gil y Reina publican antes de la salida a escena de Darío “hallamos temas, ritmos y acentos que si difieren en algo de aquellos de los principales poetas modernistas americanos sólo es por pertenecer a otra tierra; no digamos que por pertenecer a otra tradición, ya que la tradición poética casi era la misma todavía en América y en España”. Cernuda señala que la influencia que Darío pudo ejercer sobre esos tres poetas tuvo que ser por fuerza tardía “y sus versos eran ya lo que eran antes de leerle”. Y va incluso más allá cuando indica que se trata de “una coincidencia en el tiempo de dos intenciones poéticas equivalentes, pero independientes una de otra, una americana y otra española; y repárese que digo intenciones poéticas equivalentes, lo cual en modo alguna implica que las crea de valor igual”. Tras de lo cual, Cernuda –que detestaba la poesía de Darío- abre el campo de visión y concluye que “el modernismo, aparte de sus rasgos específicos americanos, también ofrecía otros comunes con el movimiento literario esteticista que se da en muchos países poco antes del fin de siglo y durante el fin de siglo. Y es este movimiento, por razón de su prioridad, y no el modernismo, el que más o menos directamente pudo afectar la obra de los poetas españoles aludidos”; es decir, Rueda, Reina y Gil. Y se pregunta entonces el poeta sevillano: “¿Por qué no reconocer entonces que en España hubo poetas “modernistas” antes de que Darío trajera el modernismo de América a España?”
Al margen de que Cernuda fue un crítico que casi siempre juzgaba la historia literaria en función del grado de simpatía que dispensaba a sus protagonistas (aunque quién no), lo que cabría preguntarse también es si Darío trajo en rigor el modernismo a España o si se limitó a traerse a sí mismo, ya que Darío no era tanto un representante del modernismo americano como el más titánico –digámoslo así- de los poetas hispanoamericanos de su tiempo, aparte de ser –claro está- el más titánico de los poetas modernistas. Y habría que preguntarse asimismo si ha existido alguna vez un gran poeta que no haya sido un depredador no sólo de grandes tradiciones poéticas, sino también de poetas insignificantes, ya que el genio es omnívoro: lo mismo puede devorar para alimentarse a Shakespeare o a Verlaine que a un poeta menor de un pueblo cordobés o malagueño, porque todo gran poeta es una acumulación de factores insospechados e imprevisibles. Y Darío, el relamido y vigoroso Darío, fue sin duda un gran poeta, uno de esos grandes poetas que, más que iniciar algo, llevan una determinada estética a su extenuación: más allá sólo hay ecos. Tras Darío, el modernismo (en Juan Ramón Jiménez, en Manuel Machado, por ejemplo) tiene que reinventarse, precisamente para esquivar el riesgo de convertirse en rudendarismo más que en modernismo.
Por lo demás, es posible que no importe tanto que Rubén Darío fuese el padre y el espíritu mismo del modernismo como el hecho de que fuese su más esplendoroso artífice, quien más alto y más lejos llevó el entendimiento de la poesía como arte suntuaria, como sonoridad pomposa, como juguete verbal, ya que el modernismo no sólo era algo que estaba en el aire en algunos países de América –y digo exactamente eso: en algunos, porque en su primera hora no fue un fenómeno panamericano- y también por supuesto en España, sino que, aparte de eso, el modernismo no tenía a priori, como es lógico, rasgos de escuela, de modo que sólo podía sustentarse, para definirse, en el genio individual. Y ese genio fue Darío. A partir de él, el modernismo, como suele ser normal en cualquier movimiento literario diferenciable, derivó en escuela con la aportación de sus seguidores, y luego con los epígonos de esos seguidores, que son quienes caricaturizan una estética mediante el procedimiento de repetir fórmulas y de convertir así los gestos en muecas, la novedad en rutina y los símbolos en chatarra ornamental.
Ojalá me equivoque, pero me temo que Salvador Rueda, en sus inicios, en los libros que publica a finales del XIX, fue menos un premodernista que un casticista, un autor -como tantos otros- de poemas de registros rancios y previsibles; luego, cuando le dio por “revolucionar”, se aproximó a determinadas pautas modernistas, y algunos de sus poemas son tan banalmente desorbitados como los de Darío, pero, en cualquier caso, la cuestión se reduce a una evidencia decepcionante: Rueda fue un poeta intrascendente, de manera que no sabe uno si estos hilados tan finos merecen la pena. Aparte de eso, en este juego de precursores y renovadores poéticos habría que tener en cuenta la significación de Bécquer, con su poesía tan pegada a la anécdota de la vida, tan asordinada y escueta, invulnerable al hinchamiento retórico. Bécquer es un poeta vestido de paisano, no un poeta disfrazado de sacerdote de una religión estética, lo que le llevó a equiparar el asunto de sus poemas a las preocupaciones del hombre de la calle sin aplicar un rebaje artístico a sus textos. De ahí su modernidad, y de ahí su vigencia entre las generaciones sucesivas. Con este antecedente, en fin, y con arreglo a los resultados y no a los propósitos, Salvador Rueda, más que un poeta revolucionario, se presenta como un poeta reaccionario, descendiente directo de las gallardías verbales de Zorrilla, de las divagaciones melifluas de Núñez de Arce y, por mucho que le doliese, de la orquesta de trombones que llevaba por dentro Darío, que también venía de los dos vallisoletanos, como se encargó de indicar otro vallisoletano, Jorge Guillén: “Hasta 1885, por lo menos, los poetas operantes en el ánimo de Rubén son Zorrilla, Espronceda, Campoamor y Núñez de Arce. Éste le inflama su verbo elocuente. Campoamor le allana la expresión hasta lo prosaico. Espronceda le sugiere ingenuas copias, muy dóciles, de un 1840 sin encanto. Tal vez sea Zorrilla quien le descubra el camino mejor; sobre todo el más conducente al futuro Rubén Darío”. (En una carta de 1904 dirigida a Juan Ramón Jiménez, Darío reconoce que Abrojos, su primer libro, era “muy español, clásico y todo, y zorrillesco y nuñezdearcino”.)
Rueda es un poeta, en fin, que insiste en una poesía altisonante y gesticulante, pretenciosa y artificiosa, atenta a asuntos casi siempre estrafalarios; un poeta que elige la tradición del poeta iluminado y verbalista frente a la tradición del poeta esencial y reflexivo. Una elección en principio inobjetable, claro está -porque no hay tradiciones anacrónicas, sino poetas que revitalizan o bien que parasitan una tradición-, pero que presenta en este caso un inconveniente: Rueda era un poeta de pocos recursos estilísticos, de oído basto además, falto de control sobre sus logomaquias, mientras que Zorrilla y Darío fueron poetas de gran habilidad para la composición y de oído excelente.
Con todo, el pobre Rueda anduvo reclamando, hasta el final de sus días, su ascendencia artística sobre Rubén Darío. Rafael Alberti nos ofrece una estampa de su encuentro con un Rueda envejecido, casi ciego ya, ejerciendo como puede de bibliotecario en Málaga. Cuando Alberti le menciona al nicaragüense, Rueda dice: “¿Rubén Darío? Gran poeta, ¿cómo no? ¿Pero usted cree que hubiera podido existir sin Rueda? Muchos, tanto de aquí como de allá, le deben todo a Rueda, aunque no quieran confesarlo”.
Aparte del propio Rueda, ¿de verdad cree alguien que Rubén Darío, el grácil y superdotado Darío, podía deberle algo al tosco y voluntarioso malagueño? Cuando el nicaragüense publica Azul… en 1888 (aunque los poemas más vehementemente modernistas se incorporarían a la edición ampliada de 1890), el veinteañero Darío supera ya no sólo toda la obra de Rueda habida y por haber, sino también la de la mayoría de los poetas de lengua española de su tiempo. Y no digamos lo que supone la aparición de Prosas profanas, donde ya el fastuoso, el presuntuoso, el virtuoso, el tan precoz y rococó Darío despliega todo el esplendor banal de su arte.
Precursor o no, o en qué medida, que eso al fin y al cabo importa poco, el caso es que Salvador Rueda acabó enfrentado a la insurgencia modernista, tal vez no tanto por cuestiones estéticas como por razones estratégicas: él era partidario firme de una revolución poética en España, pero siempre y cuando se le reconociese la jefatura de esa revolución, ya que poca gracia podía hacerle una revolución que lo dejaba en situación de fantoche lírico, de paleto con ínfulas, de profeta declamatorio de una religión artística anticuada. Frente al exotismo que encandilaba a los modernistas, Rueda defendía una forma peculiar de telurismo, aunque a veces se dejase tentar por las fascinaciones clásicas y por las estampas orientales; frente a Mallarmé (una de sus bestias negras, a quien tildaba de “anti-poeta”, de “padre monstruoso de los lisiados rítmicos” e incluso de clorótico, aparte de acusarlo de escribir “estupideces”, a pesar de que Rueda no sabía ni palabra de francés), él abogaba por Zorrilla; frente al decadentismo de espíritu y de forma de los nuevos poetas, él se jactaba de ser un hombre sin filtros malsanos, apegado a la entraña de la tierra, respetuoso con Dios y atento al ser humano en general, con especial atención a las mujeres, que, según parece, sólo logró admirar a distancia, como admiraba las estatuas del Museo de Reproducciones Artísticas de Madrid cuando trabajó allí de archivero; frente a la torre de marfil, Rueda optaba por la tribuna de cualquier pueblo en fiestas para recitar ripios grandilocuentes; frente al cosmopolitismo, defendía el casticismo; frente a los extranjerizantes, “el genio español”. Y así sucesivamente. El entendimiento, en definitiva, resultaba difícil: para los modernistas, Rueda no representaba un maestro, sino una caricatura.
Juan Ramón Jiménez reconoció la influencia que ejerció Rueda sobre él en sus inicios poéticos, y lo retrata como “un simpático ebanista en domingo. Moreno rubial, ojos leonados, entre tristes y alegres, tupé y bigotes floridos. Andaba con paso lijerito y menudo, y, para saludar en la calle, jiraba todo el cuerpo (…) Tenía sus fobias irreprimibles: no le era posible cruzar una plaza ni pisar las juntas de las aceras. Hablaba meloso y bajito, con muchos suspiros, modismos e interjecciones populares”. En cuanto a la apreciación de su obra, Jiménez, con ese afinamiento tan suyo, tan elusivo como certero, escribe: “Salvador Rueda cantaba, en metros movidos de cuya invención se envanecía, temas nacionales, rejionales, democráticos; y en todos sus cantos tenía estrofas, versos sueltos de rica belleza intuitiva. Era una cigarra sencilla, un auténtico gorrión, salido, no sé cómo, del falso ruiseñor, tenor cantor hueco, de Zorrilla; y anduvo mucho entre los animalillos que luego habían de tentar al granadino Federico García Lorca”. Y añade: “Traía a la poesía española, seca entonces como un corcho, luz, embriaguez, vida; y se emborrachaba verdaderamente de mosto solar y lunar”.
En 1893, en una revista barcelonesa, Rueda publicó por entregas lo que al año siguiente se convertiría en libro: El ritmo (“el origen de la poesía moderna en España”, según el propio Rueda, siempre optimista con respecto a su papel histórico). Se trata de un ensayo en forma epistolar, con afanes de manifiesto, en el que, entre otras cuestiones, proclama la necesidad de un nuevo Zorrilla, “para que estremezca las petrificadas ondas de la poesía”, y en el que asegura que “Todo cuanto se escribe y se habla es ritmo”, acorde con su obsesión por la renovación métrica, que le llevó a declarar la guerra a los que denominaba con menosprecio “los endecasilabistas”, representantes de las viejas pautas. (En una carta que dirige a Eduardo de Ory en 1917, Rueda se refiere a El ritmo en los términos siguientes: “Ahora que al cabo de los años mil leo ese libro, me asombro de ver que soy yo quien lo escribió, no sólo porque en él está en bloque inconmovible el basamento de la poesía moderna y su estética y evolución, sino al ver también la valentía enorme, colosal, que ese libro representa arrojado en el tiempo aquel. ¡Me palpo la ropa a ver si soy yo mismo! Entonces, como ahora, mi estética es la misma, la que está cimentada en las leyes inalterables de la Naturaleza”. Y añade: “Lo demás es… al hombro y francesismo. Bien acaba de decir Dionisio Pérez que Darío se disfrazaba de truculencias decadentes francesas, para disimular que era un acogido a mi estética. Así fue y no hay más verdad que esa”.) Luego vinieron nuevos intentos ensayísticos, como la serie de artículos titulada “Mi estética” –también en forma epistolar-, porque fue Rueda un poeta con vocación teorizante, aunque se tratase de una vocación casi siempre interesada: acercar el ascua a su sardina, que él tenía por leviatán.
En 1884, Rubén Darío elogió sin reparo a Manuel Reina en un poema, en el que de paso citaba a Zorrilla, a Campoamor, a Manuel del Palacio y a Echegaray como los autores que “dan honra y prez” a España. En cambio, en el larguísimo poema que le escribió a Rueda para que sirviera de “Pórtico” a la segunda edición de su libro En tropel (1892), Darío se limitó a dedicar al malagueño algunos elogios protocolarios y a lucirse él con alusiones mitológicas y con versos rimbombantes. Cuando el nicaragüense llega a España a finales de 1898, comisionado por el diario argentino La Nación para escribir unas crónicas, aprovecha una de ellas para hacer una balance de la poesía española del momento, y en ese balance sale mal parado Salvador Rueda, a quien Darío acusa de estar en fase de decaimiento y de haberse despeñado “en un lamentable campoamorismo de forma y en un indigente alegorismo de fondo”. El sumo sacerdote, en fin, ante el altar de los sacrificios.
Rueda nos dejó testimonio –aunque a saber- de un pacto entre las dos grandes potencias de la poesía panhispánica (Darío y él, claro está), previo a la declaración de hostilidades: “…antes también de que él comprendiese que yo era hijo directo de la Naturaleza poliforme y polifónica, hicimos, como buenos camaradas, este pacto: de su parte, renovar nuestro ambiente literario con novedades traídas de París; y de la mía, proseguir mis tareas de revolucionario de la lírica”. Así era Rueda: un pobre diablo empeñado en no bajarse jamás de un podio que él mismo se había construido a su medida. Y, desde ese podio suyo agrietado, la diatriba perpetua, porque era de los que se afilan el colmillo a pesar de su apariencia de no matar ni una mosca: “Será cosa de que (…) los vates de América (salvo rarísima excepción) estén condenados eternamente a ser cacatúas; lo que oyen decir, aquello repiten”, o bien: “Hay que tirar puñados de cloruro de cal antifrancés en derredor del gran suceso y sanear el aire americanizado de imitaciones barriolatinescas”. Y, a propósito de Rubén Darío, escribirá: «Lo traía todo empaquetado y listo de Francia, como las corbatas, y no se desprendió jamás ni para dormir de su Diccionario de la rima, de sus diccionarios enciclopédicos y de sus antologías de poetas raros de Francia. No se asomó jamás con el cerebro, ni a la ciencia ni a la vida, y carece de contenido emocional y de contenido moral”. (Y no dudará en descender a lo que no se debe descender: “Darío era un hombre que ni en su conversación, completamente mate y vulgar, ni en hecho ninguno de su vida revelaba el menor asomo de poeta”.)
A falta de otra cosa, a Salvador Rueda le adscriben algunos a un movimiento estético digamos que oficioso: el colorismo, que apenas admite análisis por su vaguedad y que apenas soporta definición por su irrelevancia, por tratarse más de un matiz que de una característica: algo así, no sé, como una especie de parnasianismo castizo y populista, en el caso de que tal cosa sea imaginable.
El profuso Cansinos-Asséns (que equiparó el cromatismo de Rueda con el de Sorolla) también acabó degradando al poeta malagueño cuando, al escribir sobre Antonio Machado, contrapone “la fina línea romana, perenne en los monumentos latinos” de Machado a “la profusa pompa oriental” y “el centelleante cromatismo de los alcázares arábigos que Salvador Rueda erigió últimamente en cánones estéticos”. Y remata Cansinos: “La hipérbole, el color, las metáforas funambulescas son juegos infantiles de alguien que trepa y se encarama sin decoro por las severas columnas del arte”.
Salvador Rueda tuvo, en fin, su momento de gloria y acabó siendo aborrecido por la mayoría de sus contemporáneos, tal vez porque era un poeta débil, aunque disfrazado de gran vate. Con la llegada de los decadentistas, Rueda, que se tenía a sí mismo por poeta de musa “que bebió siempre agua pura”, se siente desplazado, en pugna con el brío trasgresor de los jóvenes, que preferían beber ajenjo, a imitación de los maudits de Francia. Una espiral pintoresca: de presunto precursor del modernismo a detractor enfurecido del modernismo.
Rueda es, en fin, un poeta que padece un mal destino como tal poeta: el de quedarse anticuado en vida, aunque él se rebelará con uñas y dientes –y con una dosis larga de paranoia- contra esa fosilización. En el volumen recopilatorio que tituló Cantando por ambos mundos dice de sus libros publicados a finales del XIX: “En la época en que me tocó la misión, dictada por la Naturaleza, de emprender la revolución de la poesía castellana, produjeron inaudita sorpresa e insólito asombro en el público, el cual, aterrorizado de mi audacia (se llamaba audacia a interpretar a la Naturaleza) pedía mi cabeza a grandes gritos creyéndome loco de atar y digno de la camisa de fuerza”. Y añade: “Literatos miopes hacían a diario toda clase de aspavientos en las revistas y diarios de entonces y saeteábanme (sic) con sus burlas sin sinceridad y sus sátiras sin convicción. Los mismos poetas que se apropiaban de mis innovaciones de estilo me apedrearon, sumándose todos contra mí”. (Gregorio Martínez Sierra, en el prólogo que puso a Piedras preciosas, de 1900, parece contradecir, no sabemos si por amabilidad, ese clima universal de linchamiento: “La grey poética de España, saturada de versos quintanescos, hastiada del artificio, al iniciar él la poesía de la vida, de la verdad, del alma, se lanzó arrebatada en seguimiento suyo como enjambre de mariposas que se precipita sobre la luz”.)
Algunos libros de Rueda se adornaron con prólogos firmados por Gregorio Martínez Sierra, Curros Enríquez, el argentino Manuel Ugarte y Miguel de Unamuno, entre otros. Se produce un episodio curioso cuando Rueda le pide al peligrosísimo Clarín un prólogo para su libro Cantos de la vendimia; curioso, sobre todo, porque pone a prueba la vanidad casi invulnerable de Rueda. En principio, el ovetense se hace de rogar. Ante esa demora, el malagueño adopta una actitud servil y pedigüeña. Finalmente, Clarín se ofrece a prologar el libro, y se lo comunica al interesado mediante una carta versificada que publica en Madrid Cómico: “¿Que si escribo el prólogo? / Sí, señor, lo escribo, / porque algunos versos me gustan muchísimo; / otros son medianos y los hay malitos. / El conjunto puede, corrigiendo el libro, / ser cosa de gusto, discreto, bonito / y honrarse mi nombre con el frontispicio”. Pero el prólogo sigue demorándose, hasta que Rueda tiene que conformarse con poner al frente de su libro una carta abierta de Clarín que ya se había publicado en un diario madrileño y que el asturiano le envía para que haga las veces de prólogo. Se trata de un regalo envenenado, con frases casi inconcebibles con arreglo al protocolo de cortesía que se supone debe respetar un prologuista: “Sobra más de la mitad”, o bien: “Necesitaría yo el tiempo que no tengo para corregir sus versos”. Y Rueda se tragó el sapo. Uno más. (Aunque eliminó el prólogo de la segunda edición del libro.)
Hijo de jornaleros, Salvador Rueda nació en un caserío llamado Benaque, en la provincia de Málaga. Un cura que había sido discípulo de Balmes le enseñó los secretos del latín y le mostró el mapa del tesoro de los poetas renacentistas y barrocos. Tuvo muchos empleos, incluido el de poeta “áulico” al servicio de cualquier entidad pública o privada que tuviese presupuesto para pagarse unos versos ensalzadores. Aparte de su amplísima obra poética, escribió novelas y obras de teatro. En 1908 se dejó coronar en Albacete, lo que le equiparaba en rango a su admirado Zorilla. En 1910, en La Habana, se le coronó como Poeta de la Raza. Por si fuese poco, en la tertulia de Carmen de Burgos, Colombine, se le brindó una coronación privada de la que Cansinos-Asséns dejó testimonio burlesco en La novela de un literato. (En el libro La linterna de Diógenes, del peruano indiscreto Alberto Guillén, Julio Camba cuenta que Rueda se llevó su “corona de lata” a uno de sus viajes a América y que, al tener problemas para pasarla por la aduana -¿?-, el poeta alegó: “Es prenda de mi uso”.) Era tan vanaglorioso, que llegó incluso a renegar de muchas de sus composiciones, que declaraba haber escrito por necesidades económicas: su Musa arrastrada por los mercados. Aquella vanidad suya, tan desatada como en el fondo inocente, le obligó incluso a mostrarse humilde: ni siquiera Salvador Rueda había logrado estar siempre a la altura de Salvador Rueda.
Vista a la luz de la historia, su obra representa un esfuerzo loable por elevar la categoría estética de la poesía española de su época desde la puesta en práctica de un extraño código de motivaciones temáticas pedestres, de mal gusto, de inanidad y de palabrería. ¿Lo consiguió? No, claro está. Porque ¿qué fallaba en Rueda? Tal vez su grado de ambición: un poeta menor que aspiraba a la grandeza. Su mayor virtud acabó siendo su mayor defecto: el afán de escribir una Gran Obra, seguro además de estar escribiéndola cada vez que inclinaba sobre el escritorio su cabeza coronada.
Sus poemas acostumbran tratar asuntos peregrinos: los reptiles, los pájaros fritos, la sandía, la gaita asturiana, la paella, el escarabajo… El gran problema de Salvador Rueda fue tal vez que jamás interiorizó la poesía, que para él no era tanto una categoría estética adscrita al pensamiento y al sentimiento como un arte ornamental y sonoro, dependiente de los acentos, los ritmos, las palabras suntuarias y la maquinaria estilística en general; todo eso, en fin, que es sustento primordial de una composición poética, pero no tal vez su esencia más perdurable. De ahí que sus poemas parezcan, más que otra cosa, un chisporroteo verbal sin demasiado ton y con demasiado son, artefactos propensos a tomar las derivas más imprevisibles y a veces más ridículas, porque se ve que el verbalismo le narcotizaba, lo que, unido a su proclividad a un panteísmo católico y visionario, tiene como resultado algo que no se aleja mucho del puro disparate. Como escribió Rubén Darío, Rueda vivía “en su nube de oro sonoro, de oro irreal”, aunque se trataba más bien de una nube de purpurina.
Tal vez lo peor que puede decirse de Rueda es que sus poemas aburren -como aburren hoy, por lo demás, tantísimos poemas de Darío-. A poco que el lector de algunos de esos poemas suyos casi interminables baje un poco la guardia, no sabe ya ni qué está leyendo: un sonsonete que se impone al sentido, en el caso optimista de que exista ese sentido. Por si fuese poco, cuando Rueda decide adentrarse en laberintos más o menos metafísicos, lo más que le sale son cosas de esta naturaleza:
¿Y el alma? ¿Vuela libre? ¿Emigra? ¿Se transforma?
¿Si Dios en todo vive y a todo le da norma,
y a Dios vuelve su esencia, pudiera el alma infiel
cambiar, cual la materia, de círculos y escalas,
y ser el don divino que da impulso a las alas,
o la sublime gracia que ríe en el clavel?
Bueno, quién sabe. Pero lo peor de todo es que esta formulación lírica de la posibilidad de la trasmigración del alma se cierra con estos versos:
Yo quiero, cuando muera, seguir viendo ese cielo,
el cielo de la patria que fue mi único anhelo,
tras del cristal que rompa mi fúnebre prisión.
¡Y cuando el Sol de España por el cenit camine,
que en ráfagas de luces mis cuencas ilumine,
y llorará de gozo mi pobre corazón!
Así era Rueda: siempre en sí mismo, siempre fiel a sus simplezas delirantes.
En cualquier caso, si no firme en el fluir del tiempo, porque es un náufrago del tiempo, el voluntarioso, el entusiasta, el meritorio poeta Salvador Rueda -tan defectuoso, tan desproporcionado, tan grotesco a fuerza de aspirar a lo sublime-, merece que hoy, 75 años después de su muerte, nos acordemos durante un rato de él, invocando su fantasma, tan perdido, como el de tantos otros, en la niebla.