En estos meses, la pregunta más
universal es muy sencilla: “¿Adónde irás de vacaciones?”. Se da por hecho que
el verano, para ser de verdad verano, conlleva por obligación el
desplazamiento, pues muy mal tiene que irte en la vida para quedarte en verano
en casa, que se supone que es el sitio del que tienes que huir: allí solo hay
rutina y hastío, monotonía y automatismo, todo lo contrario que en esos países
remotos en que unos monos traviesos te roban el helado o en que puedes hacerte
un selfi con un indígena disfrazado de indígena mientras navegas en su canoa
para descubrir de pronto la silueta soñolienta de un cocodrilo o para ver
corretear por la superficie del agua a un basilisco, espectáculos que es difícil que se produzcan en un hogar de clase media, donde el único animal
exótico que suele haber, y aun eso con un poco de suerte, es un pollo congelado.
Llega
el verano, en fin, y se nos despierta el instinto nómada, la sed de lejanías,
el ansia de estar en cualquier parte del mundo que no sea la parte del mundo en
la que nos han anclado los azares del vivir.
Circula
por ahí una distinción que mezcla el clasismo con la cursilería: turistas que,
lejos de considerarse vulgares turistas, se otorgan la distinguida categoría de
viajeros. Supongo que la diferencia radica en que el turista se emborracha en
pantalones cortos y en chancletas a la sombra de un chiringuito, mientras que
el viajero se embriaga ante las obras maestras de la pintura y de la escultura
en las semipenumbras de un museo, no sé. El caso es que, por una cosa o por otra,
tanto unos como otros acaban borrachos: unos de cerveza y otros de belleza. Unos
con el síndrome etílico de Wernicke-Korsakoff y otros con el síndrome estético
de Stendhal, como si dijéramos.
En
estos días, vemos manifestaciones en contra del turismo masivo, y cabe suponer
que quienes se manifiestan son los que en verano no se mueven, por imperativo
moral, de su casa o, a lo sumo, hacen turismo en destinos no masificados, pues resultaría
un poco chocante que alguno que otro, tras darse por concluida la
manifestación, hiciera las maletas para irse de vacaciones a Cancún, a Benidorm
o a Florencia, ya sea como turista o como viajero, que eso depende de cada cual.
Y
es que los turistas son los otros: esos seres molestos que invaden nuestro
espacio y que, a veces, nos obligan a los sedentarios a huir, en calidad de
turistas forzosos, a lugares en que preferiblemente no haya turistas, porque
con los turistas no hay quien conviva.
Y
en esas alegres paradojas andaremos hasta que el otoño nos devuelva al sofá de
casa.
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