viernes, 30 de abril de 2010

IDENTIDADES


Tendemos a dar a nuestra identidad un rango de abstracción inviolable y sagrada: somos quienes somos, al margen de lo que seamos y de cómo seamos, y llevamos mal cualquier tipo de suplantación: nuestro nombre es sólo nuestro, porque nuestro nombre nos representa. Si alguien, por la razón o sinrazón que sea, se hace pasar por nosotros, lo interpretamos como una burla a nuestra esencia ontológica, como una impostura que afecta a los cimientos básicos de nuestro ser. (Y no digamos cuando esa impostura consiste en un fraude bancario, por ejemplo: ahí ya sacamos la pistola.)

Hace un par de semanas, en una búsqueda a través de Google, me encontré con una discusión extraña en el chat de un blog. Un amigo mío ridiculizaba el libro que acaba de publicar otro amigo mío, con la agravante de que ellos son amigos entre sí. De todas formas, la experiencia nos ofrece una enseñanza melancólica: la emocionalidad puede dar muchas vueltas, y no siempre para bien. Los sentimientos se enredan. Los afectos fluctúan, o se deforman, o se derrumban. Llamé al amigo que ridiculizaba al otro amigo, porque el asunto me entristecía. Por suerte para mi ánimo, todo era una impostura: alguien había suplantado la identidad de uno para agredir al otro, sabiendo que ambos eran amigos antiguos y bien avenidos, supongo que con el propósito –tal vez demasiado optimista- de que iba a minar esa amistad, a pesar de que el malentendido malévolo resultaba fácilmente desmontable. Todo quedó, en fin, en el susto.

Pero la realidad tiende a ser bromista. Ayer mismo me llamó otro amigo para avisarme de que en ese mismo chat de ese mismo blog andaba yo opinando agresivamente sobre cualquier cuestión divina o humana, incluida en esas cuestiones el propio amigo que me avisaba. Me fui a la página y allí estaba yo, metiéndome con medio universo, porfiando destempladamente con los demás chateadores, empleando palabras que jamás empleo y reconociendo públicamente -sin complejos- que tengo un pene de dimensiones ridículas. Para rizar el rizo, alguien ponía en duda que el impostor fuese yo, pero el impostor le resolvía esa duda razonable: él era yo, sin duda posible, y de paso se acordaba feamente de la madre del otro por haber dudado de que él era yo.

Pero el juego de espejos continuaba: otro charlatán cibernético salió a escena para decir que el tipo que se hacía pasar por mí era un farsante, porque quien era yo era él, y le afeaba al otro el haber suplantado su personalidad, que no era otra que la mía. A partir de entonces, ambos se pasaron varias horas discutiendo si el primero era yo o si lo era el segundo, mientras que algunos terceros en discordia aportaban sus hipótesis y arriesgaban apuestas: algunos sospechaban que yo era el primer impostor, mientras que otros estaban seguros de que yo era el segundo impostor, el advenedizo.

¿Resulta divertido hacerse pasar por otro? Supongo que sí. Yo mismo me hago pasar por mí mismo cuando no tengo más remedio, ya que siempre será mejor eso que mostrarte realmente como eres: un fantasma desconcertado que no sabe muy bien del todo quién es, porque toda identidad es un espejismo de la conciencia, un apaño de la razón para ir tirando. Hasta que un día nos morimos y quedamos a la espera de que alguien se haga pasar por nosotros en la ouija.

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viernes, 23 de abril de 2010

VERGÜENZA AJENA


Todos los sentimientos son raros y desconcertantes, cada cual a su modo, entre otras razones porque suponen una anomalía del ánimo, que anda más en sí desde la serenidad que desde la turbulencia. De todas formas, creo que estaremos de acuerdo en que, entre todos los sentimientos que podemos padecer o disfrutar, el más raro de todos es el de la vergüenza ajena.

Si bien se mira, el hecho de sentir vergüenza ajena es algo tan prodigioso como lo sería la capacidad de sentir el dolor de muelas que padece tu vecino o como contagiarte del tartamudeo de alguien que te para por la calle para preguntarte la hora. La vergüenza ajena es un extrañísimo sentimiento extrañísimamente solidario, ya que asumes una vergüenza que ni siquiera quien la provoca la siente, de modo que cargas con una vergüenza ajena sin tener el apoyo moral de la persona que está provocándote la vergüenza en cuestión, esa persona, en fin, que está haciendo el ridículo sin saberlo y sin sospechar que eres tú quien está sufriendo los inconvenientes que trae consigo el sentimiento de vergüenza.


Se podría suponer que la vergüenza ajena no es en el fondo tan ajena, ya que a veces sentimos vergüenza ajena a causa de personas allegadas a nosotros, de modo que, en determinada medida, se trataría de una vergüenza propia. Pero hay ocasiones en que uno llega a padecer vergüenza ajena a causa de personas del todo desconocidas, y ahí se nos derrumba el argumento de la vergüenza ajena como sentimiento dependiente de la cercanía con el estimulador de dicha vergüenza. Y eso resulta lo más injusto de todo, pues lo lógico y razonable sería que cada persona cargase en este mundo tormentoso con sus vergüenzas propias y exclusivas, sin tener que verse obligada a asumir las del prójimo, que casi nunca es un ente que merezca demasiada fiabilidad psicológica.


Esa condición transferible de la vergüenza la convierte en un peligro social soterrado, ya que no existe cosa que dé más vergüenza que el sentir vergüenza ajena, en buena parte porque nos da vergüenza del otro y, a la vez, nos da vergüenza de que nos dé vergüenza asumir la vergüenza de quien ni siquiera se toma la molestia de asumir su propia vergüenza. Esta suma de circunstancias hace que el carácter del vergonzoso ajeno vaya escorándose a la misantropía, a la cerrazón social, al anacoretismo, lo que en ocasiones se ha traducido en depresión y en absentismo laboral.


Según cuentan, vivía en la localidad sevillana de Écija un talabartero, muy fino en su labor, que no podía cruzar dos palabras con una persona sin sentir al minuto una irresistible vergüenza ajena, hubiese motivo para ese sentimiento o no, lo que le hacía sentir también vergüenza propia. Debido a ese defecto, dejó de hablar con la gente y la gente dejó de hablar con él, hasta el punto de que colocó un torno conventual en la puerta de su negocio y a través de él recibía los encargos y despachaba su esmerada mercancía, entre la que se contaban atalajes de cabalgaduras, zahones y botos. Y en ese régimen de aislamiento se mantuvo hasta la muerte, víctima de las dos modalidades básicas de vergüenza. Descanse en paz.


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lunes, 19 de abril de 2010

POLÍTICOS PORTÁTILES





La vida suele ser corta, al menos para la mayoría de los asuntos relacionados con la vida. A causa de esa brevedad, admiramos que alguien sepa asentarse con diligencia y fundamento en el mundo, adquirir habilidades y saberes, asumir el legado de la tradición en algún ámbito profesional y abrir caminos en ese ámbito, que suele ser limitado y específico, inevitablemente especializado, porque nadie puede saber todo sobre su propia materia de trabajo o de estudio.

De todas formas, los políticos constituyen una raza aparte, circunstancia que proclamo con orgullo y asombro. A lo largo de su vida, un político está capacitado para deambular por territorios diversos sin mengua alguna de su efectividad gestora: puede levantarse como viceconsejero de obras públicas y acostarse como subdelegado provincial de cultura y deportes, lo que en absoluto constituye un impedimento para que la semana próxima sea nombrado director general de innovación y ciencia. Puede darse el caso prodigioso de que un individuo que es médico de profesión acabe como delegado municipal de urbanismo, de igual modo que puede producirse el hecho portentoso de que un arquitecto acabe como delegado municipal de sanidad, porque la tómbola de los cargos no está obligada a someterse a las estrecheces de la lógica. Es la magia, en fin, de la política, donde nadie está obligado a ser quien es, sino un emblema de algo: un abogado puede llegar a convertirse en teniente de alcalde delegado de playas, en tanto que un pastor de ovejas puede transformarse de un día para otro en delegado de tráfico, porque siempre será más fácil pastorear unos coches que un rebaño de seres irracionales. El milagro, en definitiva, de la ciencia infusa.

No faltan lenguas que difunden la malicia de que hay seres con la mente envenenada por el poder, como si llevaran puesto el anillo maléfico del Señor de los Anillos, y que son esos envenenados quienes están dispuestos a aceptar cualquier cargo con tal de no volver a una vida laboral corriente, sin coche oficial, sin dietas, sin tarjeta de crédito con cargo indirecto al contribuyente, sin secretarias, sin uso gratuito del teléfono y sin ociosas comidas de trabajo. No sé yo. Me da a mí que se trata más bien de individuos no sólo dispuestos a sacrificarse por el bien común desde cualquier trinchera (hoy agricultura y pesca y mañana gobernación y justicia, por ejemplo), sino personas que se desviven por mantener vigente la imagen del humanista del Renacimiento.

Dejémonos de una vez de suspicacias y aceptemos, en fin, la condición portátil de nuestros políticos: no importa no saber ni una palabra de algo para ser el representante social y el gestor institucional de ese algo. Ellos manejan razones que el vulgo no puede entender. Ellos están hechos de otra pasta. Exactamente, de la misma pasta que la Barbie, esa muñeca que representa el colmo de la polivalencia.


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lunes, 12 de abril de 2010

HECHO A MANO






Si entras en una tienda y ves que un objeto lleva el letrero de “Hecho a mano”, échate a temblar, porque pueden pedirte por él lo que quieran, así se trate de una cuchara de palo. “Hecho a mano”, nada menos. “¿Con la mano de quién?”, cabría preguntar, porque está claro que no todas las manos valen lo mismo. O mejor dicho: por el hecho de ser mano, toda mano tiene un gran valor, como es lógico, pero un valor como tal mano (es decir, como algo de mucha utilidad para el dueño de la mano en cuestión y tal vez para su pareja), lo que no quiere decir necesariamente que todo cuanto haga esa mano tenga valor de mercado, porque hay manos y manos.


Hay manos habilidosas y manos torpes, manos destrozonas y manos creativas. A la persona que sabe gobernar en sus manos y sacarles un provecho práctico la llamamos “manitas” y a la persona que desbarata cuanto toca la llamamos “manazas”, que son denominaciones con un ligero matiz degradante: el diminutivo de la primera denominación insinúa una especie de habilidad ociosa y dominguera, enfocada a la pura tontería artesanal, mientras que el sufijo de la segunda sugiere una cierta brutalidad inconsciente de elefante en una cristalería, cuando en realidad el manazas puede ser una persona prudente que no se mete en líos manuales de ningún tipo, salvo los básicos. Las categorías intermedias no gozan de denominación, y eso tal vez que salen ganando. (En un plano un poco más tangencial, tendríamos la denominación de “chapuzas”: alguien que no hace las cosas demasiado bien, pero que las hace, incluso a deshora.)


El prestigio de los cachivaches hechos a mano se basa en una superstición de carácter primitivista: la desconfianza ante la máquina. En algún rincón del subconsciente, damos por hecho que todo artesano pone el mayor esmero en la elaboración de un producto, mientras que una máquina se limita a seriar productos sin importarle el resultado. No sé yo. Hay artesanos malísimos y máquinas perfectas. Hay máquinas prodigiosas y artesanos lamentables. En la vida se me ocurriría comprar un bolígrafo hecho a mano, por ejemplo, porque la peor de las máquinas de hacer bolígrafos siempre será más fiable que el mejor de los artesanos dedicados a manufacturar bolígrafos, en el caso de que exista una ocupación tan estrafalaria y tan poco rentable. La mano es decisiva si uno recibe el encargo de pintar a una infanta y se da el caso de que el dueño de la mano se apellida Velázquez, por ejemplo, pero la mano deja de tener importancia si de lo que se trata es de fabricar una sartén antiadherente, creo yo.


“Hecho a mano”, lee uno en la etiqueta de un producto cualquiera: de una bufanda, de un zapato, de una tinaja, de un bolso, de una alfombra, de una máscara africana o incluso de una barra de pan. Bien, ¿y qué? ¿Qué garantía especial ofrecen esas manos anónimas? ¿Qué virtud extra otorgan esas manos al producto para que nos cueste más caro que un producto industrial? Misterio.


Las máquinas hacen muy bien las cosas no por ser máquinas, claro está, sino por ser fruto del ingenio humano, que prefiere disfrutar de las cosas en vez de pasarse la vida construyéndolas, ya sean esas cosas prácticas o suntuarias, porque todo tiene su utilidad: el jarrón y la espumadera, la perla y tenedor, el ventilador y el broche de diamantes. Y no estaría mal pensar en un nuevo reclamo: “Hecho a máquina con una máquina hecha a mano”.


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lunes, 5 de abril de 2010

GRANDES ACONTECIMIENTOS


















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Con la llegada de la primavera, la gente del Sur no ganamos para sobresaltos antropológicos.


En cuanto guardamos los disfraces de carnaval en el armario, se nos viene encima la Cuaresma y, de repente, nos vemos metidos en Semana Santa, de modo que tenemos que sacar del armario la túnica, el capirote, las alpargatas y, en fin, los distintivos particulares (capas de satén, fajines de seda) de aquella cofradía que sea objeto o cauce de nuestra devoción ritual. En cuanto guardamos el atuendo penitencial en el armario, tenemos que orear el traje corto o el de faralaes, porque se nos viene encima la feria, y el disfraz étnico andaluz para las ocasiones festivas no es poca cosa: botines, zahones, marsellés, sombrero de ala ancha, camisa con chorreras, mantones, mantoncillos, caireles de plata fina, peinetas, gemelos de nácar...

Aún bajo los efectos secundarios propios del etilismo que trae consigo cualquier feria, tenemos que sacar del armario el atuendo rociero, que es muy parecido al utilizado en la feria, aunque no del todo igual, pues cada cosa es lo que es, afortunadamente para los sastres. El armario de un andaluz profesional, en definitiva, suele estar más surtido que la guardarropía de un teatro de provincias. Lástima que el caballo no quepa en el armario. Cuando llega la época de ferias, la sociedad se divide, por cierto, en tres grandes estamentos: los caballos propiamente dichos, los que tienen caballo y los que no tienen caballo. Nadie desea pertenecer al primer estamento, pero todos desearíamos pertenecer al segundo, porque a nadie le gusta que los demás lo miren desde la altura feudal de un caballo. "¿Cuánto costará un caballo?", se pregunta uno. "¿Por cuánto viene a salir una jaca como ésa que monta usted con inigualable dominio y donosura?", le preguntamos al fin al jinete que hace artístico passage sobre una jaca torda por el real de la feria. Cuando nos enteramos del precio del animal, sentimos un crujido dentro del alma, nos agarramos a una botella de vino de la tierra con la misma amargura con que un filósofo existencialista se agarra al concepto de la nada, nos vamos a la calle de las atracciones y nos montamos en un caballo sonriente y multicolor del tiovivo, y sobre él nos ponemos a meditar sobre la injusticia y la desigualdad existentes en el mundo, y comprendemos entonces a la perfección la vigencia de la teoría de la lucha de clases.

Tampoco está barato el jamón, y una feria sin jamón se convierte en algo parecido a una temporada de ayuno ascético. En época de farolillos y de faralaes nadie come mortadela, pongamos por caso, porque la mortadela entra en contradicción metafísica con el concepto popular de diversión a lo grande. Ir a la feria sin caballo es un hecho lamentable en sí mismo, pero ir a la feria y comer mortadela en vez de jamón supone una especie de distorsión antropológica. Y lo mismo ocurre con la bebida: en una feria se bebe manzanilla de Sanlúcar, fino de Jerez o cerveza helada y diurética (lo que tiene como consecuencia la inundación inevitable de los urinarios públicos), pero a nadie se le ocurre beber sangría, por ejemplo, porque esa ocurrencia podría interpretarse como un atentado contra las señas colectivas de identidad. Ni siquiera los extranjeros pueden tomar sangría en las ferias, aun siendo la sangría nuestra bebida más turística, de modo que se ven obligados a beber fino o manzanilla, y luego ocurre lo que ocurre.

La primavera del Sur, en fin, tan complicada…


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