viernes, 29 de mayo de 2009

LOS TRUCOS DEL TIEMPO


HAY SENSACIONES que sabemos ya irrecuperables. La intensidad de una sensación suele estar asociada a su descubrimiento, a la primera vez, a esa sorpresa asombrada que proporciona la revelación de algo: el sabor de una fruta, que puede rememorarnos la carnalidad inocente del paraíso perdido; el sabor del pecado, que es la única manera –tan paradójica- de regresar durante un rato a ese paraíso, o el sabor seco de la soledad, que suele beberse en vaso corto y con hielo, porque es licor bravío y de mala resaca.

La costumbre, la rutina, tiene mala prensa en el mundo sensorial, que de por sí es un mundo de aventura, de viaje a lo desconocido, de exploración de la tierra ignota. Tendemos a ser desagradecidos con lo permanente, con lo habitual y cotidiano, y tal vez demasiado generosos con lo provisional y volandero: preferimos cien pájaros en vuelo que un pájaro en mano, porque la meta del ansia es siempre lo inalcanzable, o al menos lo difícil de alcanzar. El paso del tiempo nos suministra antídotos contra la ilusión indesmayable, y el ánimo agradece esa derrota, porque descansa, aunque no nos mate del todo el gusanillo de alimentar imposibles, porque en esos imposibles puede estar la esencia inquietante -por inquieta- de la vida: una fuga continua hacia lo que no somos.

Pero no siempre nos imposibilitan la renovación de la intensidad de las sensaciones los resabios que nos inculca el paso del tiempo, la fosilización sensorial que traen consigo los años, porque las sensaciones tienen la capacidad parapsicológica de regresar, de escaparse durante un rato del castillo con fantasmas en que merodean desnortadas, exiliadas ya de la corriente del tiempo.

Hace unas semanas, estuve en un concierto en un pabellón cerrado. Al entrar, era un recinto gélido, y había que frotarse las manos y vahearlas. Cuando se apagaron las luces y se iluminó el escenario, todo el mundo gritó y aplaudió, porque la expectación iba a hacerse realidad, y el entusiasmo se anticipa a los hechos. Cuando terminó el concierto, me noté las mejillas calientes. Respiré hondo y olí esa nube espesa de olores broncos que creamos los humanos –qué le vamos a hacer- cuando nos congregamos durante un par de horas en un mismo sitio. La gente salía con mirada brillante, con ojos vivaces y agradecidos por lo que acababan de experimentar, cada cual en coloquios con sus emociones. Y, por esos caprichos laberínticos del recuerdo, me acordé de los cines de mi infancia, cuando nos reuníamos allí 400 o 500 niños para ver una película, porque ese calor que notaba en las mejillas era una sensación de infancia, una sensación recuperada a través del tiempo en toda su pureza, con toda su carga de sugestión.

Y, de repente, yo no era un adulto que salía de un concierto, sino un niño que salía de una sala de cine atiborrada, un niño que aplaudía cuando se apagaban las luces, un niño que gritaba “uyyy” cuando la flecha pasaba rozando la cabeza del héroe o que contenía la respiración cuando el vampiro abría la boca para hacer una fechoría en el cuello de una muchacha dormida.

Durante unos segundos, mis mejillas calientes fueron toda mi infancia. Durante unos segundos, esa sensación fue capaz de cifrar cientos y cientos de tardes de cine, cuando acudíamos diligentes a recibir el regalo de una ficción, con una peseta en el bolsillo para chucherías.

Durante unos segundos, comprendí que todo lo que fuimos está muerto, pero que nunca muere.

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martes, 26 de mayo de 2009

MILAGROS


Chesterton decía algo así como que lo de veras milagroso de los milagros es que puedan suceder. Lo curioso es que identificamos los milagros con lo excepcional, cuando lo cierto es que lo más nimio de cuanto ocurre a nuestro alrededor resulta, a poco que nos fijemos, un milagro en toda regla.

Es milagroso, por ejemplo, que los periódicos salgan todos los días, que, a primera hora de la mañana, ya estén en los kioscos, con su batiburrillo de noticias importantes y triviales, con cada palabra en su sitio, con cada foto en su lugar, con sus chistes.

Es milagroso que el ordenador se encienda, que sus microchips no se hayan muerto de aburrimiento o que no hayan enloquecido durante la noche, que reconstruyan en sólo unos segundos toda la información que guardamos en su laberinto de conexiones, sin equivocarse, sin trabucar las letras, sin olvidarse de nada, con la memoria intacta.

Es milagroso que, en sólo unas horas, las plantas de nuestras macetas se pongan esplendorosas, que la savia haya trabajado a marchas forzadas para ofrecernos ese regalo de frondosidad, ese espejismo verde de primavera rebosante.

Es milagroso que suene el teléfono y que compruebes que los amigos a los que no ves desde hace siglos sigan siendo tan amigos como siempre, que la amistad viaje a través de unos hilos, que la voz transmita el afecto que se guarda en el corazón.

Es milagroso que el pan salga candente cada mañana del horno y que el panadero no tenga ojeras ni palidez de noctámbulo, sino que despache diligente las vienas y fabiolas, los chuscos y las magdalenas. Es milagroso que el pescado llegue cada mañana fresco a los mercados, con su aspecto de cadáveres de plata, como tesoros robados al mar, que es un tesoro inagotable, una inmensa y líquida caja de sorpresas.

Resulta milagroso que, nada más despertarnos y abrir los ojos, recuperemos en un instante toda nuestra vida, la totalidad confusa de nuestro pasado, nuestra conciencia, nuestras quimeras y nuestras decepciones, nuestro dolor de alma y la esperanza irrenunciable de la alegría.

Resulta milagroso que pongamos la cafetera sin pensar que estamos poniendo la cafetera, en un gesto automático asociado al despertar.

Es milagroso que, de repente, la solitaria y silenciosa ciudad nocturna recobre su bullicio, su ajetreo, su banda sonora, y que la realidad reinicie su metódica rutina, igual que un mecanismo perfecto y espontáneo.

Es milagroso que alguien, en una habitación cerrada, ponga el punto final a un libro que habla del universo, que alguien dé la última pincelada a un cuadro, que un ebanista termine un mueble, que alguien concluya una sinfonía, que alguien escriba una carta que, sin saberlo, va a cambiar su destino.

Es milagroso que un niño se siente ante un piano o coja una guitarra y comprenda que, al fin, tras el tedio de tantísimas lecciones, el instrumento se le ha rendido, y le obedece, y la música cobra espíritu.

Y es que los milagros son tan excepcionales que no paran de ocurrir.
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lunes, 25 de mayo de 2009

POEMAS REVERSIBLES



Como era de esperar, el asunto Benedetti-Gamoneda ha tenido ecos. Y todos los ecos son confusos por definición.

Confusiones aparte, lo más raro de todo -al menos para mí- es que haya gente que se extasíe ante la poesía de Gamoneda. Qué suerte, en fin, tener esa capacidad de éxtasis fácil, porque es una manera envidiable de disfrutar de las minucias que ofrece el mundo.

Abro al azar (y, cuando digo azar, es de veras azar) un libro de Gamoneda y leo el siguiente poema:

Tengo frío bajo un arco que separa la existencia y la luz,
que separa cuanto he olvidado
y la última luz.


Y me pregunto, ¿por qué no de esta otra manera?:

Tengo calor sobre un arco que une la existencia y el frío,
que une cuanto recuerdo
y la primera luz.


O incluso de esta otra:

Tengo una luz bajo el arco que separa la existencia y el frío,
que olvida cuanto he separado
y la primera luz.


O incluso de esta otra:

Tengo luz bajo un arco que olvida la existencia y el frío,
que separa la última luz
y cuanto he recordado.


¿Varían en algo? No estoy seguro. Todos son gamonedas. Es la ventaja –supongo- de las logorreas solemnes, la virtud de las formulaciones verbalistas: que dicen lo mismo de una manera o de otra, al derecho, al revés o de lado. Y ese es –me parece- el problema. O al menos uno de ellos.


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P.D. Comprendo que el recurso es fácil, pero al menos no se trata de unas variaciones "cómicas" al estilo de Llopis, por ejemplo. Cualquier poema es vulnerable a la parodia. Lo malo es cuando admite una parodia seria, me parece.

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jueves, 21 de mayo de 2009

BENEDETTI Y UN ENTERRADOR ESPONTÁNEO



Suena el teléfono: “Hola, soy X, del periódico H. Estoy escribiendo un reportaje sobre W y me gustaría hacerle unas preguntas”. Uno sabe de sobra que la única salida sensata consiste en decir: “Muchas gracias por contar conmigo, pero lo siento mucho. No tengo ninguna opinión sobre ese asunto que merezca la pena hacer pública”, pero enseguida cae uno en la cuenta de que al otro lado de la línea hay un becario que tiene que sumar méritos para que lo despidan un poco más tarde y que cobra además dos pesetas, si las cobra, y acaba uno, en fin, entrando al trapo, aun sabiendo que al día siguiente, cuando lea la trascripción de sus opiniones, se avergonzará de sí mismo, se reñirá a sí mismo por haberse prestado a que un desconocido entrecomille unas palabras que no se parecen en nada a las que uno dijo, palabras que le harán quedar como una especie de cretino asintáctico ante quienes lean aquello.

Acaba de pasarme –anteayer- con una periodista del diario El Público. A raíz de las opiniones de Gamoneda sobre Benedetti. Opiniones que -todo sea dicho- no serían tan sangrantes si no lloviera sobre mojado.

Mis supuestas declaraciones quedaron de este modo: “Aunque Benítez Reyes destacó que la poesía benedittiana “no está cerca de la que yo entiendo mejor”, si tuviera que elegir entre Gamoneda y Benedetti, “me quedaría con este último, ya que Gamoneda es un hombre tosco, con mucho complejo de inferioridad, y que además se ha creído un gran poeta cuando es un poeta del montón”. Luego, en una ventana, añade esta otra perla mía: “Benedetti ha sido un poeta muy citado y cantado y eso es un gran mérito. Seguirá teniendo su público”.

No creo que puedan decirse más simplezas en tan poco espacio.

Cuento la historia…

Pues eso: me llama la periodista. Le digo que, entre Benedetti y Gamoneda, me pongo de parte de Benedetti, que al menos era una persona decente. Y que eso es todo. Pero ella insiste: “¿Es Benedetti uno de sus poetas de cabecera?” Le digo que no. “¿Ha influido mucho Benedetti en su obra?” Le vuelvo a decir que no. “¿Cree usted que Benedetti es un maestro para las nuevas generaciones de poetas?” Le digo que me temo que no, pero que, en cualquier caso, a un poeta no le hace falta influir en nadie para ser un buen poeta. “¿Usted cree que a partir de ahora se dejará de leer a Benedetti?” Le digo que no veo por qué, que es un poeta muy leído y que, además, muchos de sus poemas han sido musicados, lo que les asegura una difusión incluso mayor que la que ya tienen como tales poemas. “Pero, ¿no cree usted que Benedetti es un poeta menor?”. Por un momento, llego a sospechar que al otro lado de la línea está el propio Gamoneda impostando una voz femenina.

Luego me tira de la lengua para que hable de Gamoneda como cosa en sí. Debo confesar que siento debilidad por Gamoneda, de modo que hago gala -¿por qué?- de esa debilidad: “Ramón Gaya decía que el problema de la reina de Inglaterra es que de verdad se ha creído que es la reina de Inglaterra. A Gamoneda le ocurre lo mismo: se ha creído que es Gamoneda, lo que alguna gente dice que es Gamoneda, cuando es posible que Gamoneda no sea en realidad sino un poeta del montón, un poeta voluntarioso que, durante años, ha tenido que sufrir por fuerza un complejo de inferioridad con respecto a sus compañeros generacionales y que ahora, cuando los poderes políticos lo han puesto en órbita mediática, se dedica a mearse en la tumba abierta de los demás poetas. Ya lo hizo con Ángel González. Y le ha negado incluso la condición básica de poeta a Gil de Biedma, a José Agustín Goytisolo, a Carlos Barral. Con Valente, en cambio, se comporta de otro modo. Cuando José Ángel Valente vivía, se dedicaba a adularlo. Cuando murió, dejó de hablar de él de manera instantánea. Dejó incluso de citarlo como uno de sus coetáneos más próximos a su estética, porque no le conviene que se proyecte esa sombra sobre él. Gamoneda, que tiene un algo napoleónico, parece querer arrasar a la generación del 50 en pleno, para que quede un solo emperador, aunque ese emperador fuese antes el chiquillo de los mandados. Valente no sólo fue un poeta mucho mejor que Gamoneda, que a fin de cuentas se dedica ahora a imitarlo con meras formulaciones verbalistas, sino que también fue una persona mucho peor que Gamoneda, aunque Gamoneda se empeña en imitarlo también en eso, él sabrá por qué. Pero hasta para ser un malvado se necesita algún tipo de refinamiento, y Gamoneda es un hombre bastante tosco. Aspira a ser un malvado, pero se queda en bocazas”.

Poco más o menos.

Mal está hablar mal de alguien, porque es tarea que degrada a quien la practica, por muchas razones y motivos que tenga –o crea tener- para hacerlo. Y yo debí callarme también con respecto a Gamoneda: allá cada cual con lo suyo. Pero hay ocasiones en que no puede uno morderse la lengua y prefiere morder a alguien, y ahí viene el desastre moral: todos igualados en canallería y en bajeza.

Supongo que a Gamoneda le pasa lo mismo con los poetas que acaban de morir: que no puede remediarlo.

Y es que ante un poeta que acaba de morir están de más las valoraciones quisquillosas, ¿verdad? No es el momento: ¿para qué? Se da el pésame a quien corresponda y ya está. O se calla uno.

La muerte no engrandece nada, pero tampoco puede ser pretexto para la devaluación de nadie.

Y el día menos pensado –como dijo el otro- nos morimos nosotros también, y allá tontunas.


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sábado, 16 de mayo de 2009

CASTILLA DEL PINO


Ha muerto Carlos Castilla del Pino. No soy muy amigo de parapsicologismos, pero precisamente ayer, unas pocas horas antes de enterarme de la noticia, me dije: "Tengo que llamar a Celia y a Carlos, que hace muchísimo que no sé de ellos". Almudena Grandes me cuenta que le pasó algo parecido durante la víspera. Meros azares, supongo. (¿Qué si no?) Va una página que escribí para el volumen que se publicó con motivo de su 80 cumpleaños, en 2003.
Tristeza, en fin. El presente más vacío.



EL HOMBRE DE LA CASA DEL OLIVO

(Caricatura lírica)



Cuando llega cada tarde, en su coche deportivo y plateado, a su caserón dieciochesco de Castro del Río, es posible que algunos lugareños se figuren que se trata de una especie de Mefistófeles que regresa de sembrar quimeras diabólicas por el mundo, o quizá de un nieto de Merlín que acaba de perpetrar tareas inconcretamente sobrenaturales, o tal vez de un alquimista de bata blanca que acaba de salir de un laboratorio en el que trabaja con materias abstractas y un tanto sulfurosas: la memoria, el pasado, las sentinas del subconsciente…

Carlos Castilla te mira y tienes la aprensión de que está viendo, como en un diorama, la trama complicada de tu vida, con esos ojos suyos que parecen taladrar las apariencias, traspasar las realidades engañosas, arrancarle al ser sus disfraces de carnaval sombrío, sus ropas de camuflaje, las cadenas de tiniebla que lo atan a la columna de los martirios invisibles, para así desentrañar los enigmas que flotan dentro de nosotros igual que si fuesen espectros atormentados y ululantes, huéspedes fijos de esa pensión con goteras que es el alma, o lo que quiera que sea lo que tenemos por ahí dentro.

Carlos Castilla del Pino llega a su Casa del Olivo y varios perros acuden a saludarlo; los acaricia, les habla con delicadeza franciscana, y los perros saltan en torno a él mientras recorre los patios del caserón, esos patios cordobeses que son tan de Roma andaluza, y allí lo aguarda Celia, entre libros, con su sonrisa gioconda, dama del laberinto silencioso.

Este hombre sabio ha desafiado los misterios más hondos, ha sabido conjugar la lógica insobornable del artista con el instinto poético del científico, ha sabido transmitirnos el consuelo de que detrás de los enigmas puede no haber sino otro enigma, pero que siempre habrá una respuesta, un bálsamo de palabras, una explicación.
Este hombre sabio, en fin, decidió un día declararle la guerra al sufrimiento misterioso que misteriosamente nos infligimos a nosotros mismos, al dolor de esas heridas que supuran sombra, y en eso sigue.

Algunos vecinos, al verlo llegar, tal vez se pregunten por la verdadera esencia de la labor de este hombre, y es posible que esa esencia les resulte difusa, y es posible, por tanto, que entretengan entonces ilusiones descabelladas y que se lo imaginen, ya digo, como una especie de Mefistófeles, como un nieto de Merlín, tal vez como un alquimista…

Pero ese hombre llega a su casa y juega con sus perros, ordena papeles, lee, ve una película, hace mezcla de aceites para las tostadas, habla con su mujer de esto y de lo otro, recibe a algún amigo… Quizá porque conoce demasiado bien la realidad como para no respetarla.


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viernes, 15 de mayo de 2009

GOMAS DE BORRAR


Empieza a ser un utensilio anacrónico, pero será sin duda un utensilio imperecedero como tal, que es cualidad inherente a todos los útiles sencillos: la cuchara, la escoba, el vaso, la regla de medir… Sea como sea –porque a ver quién conoce el futuro de las cosas-, será difícil que los colegiales puedan prescindir de ella, ya que la goma de borrar es uno de sus aliados fundamentales: no sólo borra el error, sino también la huella evidente del error, como si allí no hubiese pasado nada, como si un niño no hubiese escrito “hemisferio” sin hache, como si una niña no hubiese cometido un fallo en la secuencia del ejercicio caligráfico.

Si las gomas de borrar tuviesen memoria, sería una memoria atormentada. Una memoria repleta de arrepentimientos, de dudas, de olvidos obligados. Sólo recurrimos a la goma de borrar cuando metemos la pata, de modo y manera que le creamos una especie de conciencia penitencial, de instrumento para la redención de nuestros pecados ortográficos o de las imperfecciones de un dibujo.

No sé ahora, pero, en mis tiempos, nadie cometía la insensatez de ir al colegio sin una goma de borrar en la maleta, porque el caso es que sin ella andábamos perdidos e indefensos, impotentes ante nuestras pifias a la hora de componer una redacción sobre cualquier asunto concreto o abstracto. Sin goma de borrar no eras nadie.
Había gomas de borrar muy aromáticas, y no faltaban niños que las suponían comestibles y las masticaban o las chupaban como si fuesen caramelos. Gomas olorosas y de colores más bien tristones: verde de hoja muerta, blanco de nada, amarillo de canario enfermo, rosa de chicle pisoteado… No tenían colores alegres, ya digo, pero eran olorosas, y aquella cualidad las redimía: era abrir la maleta y salir de ella ese perfume dulzón e inconfundible que iba evaporándose a medida que avanzaba el curso, hasta que te comprabas una goma nueva y recuperabas su olor amigo, ese olor que se expandía a los libros y a los cuadernos igual que se contagia el olor del membrillo a la ropa guardada.

Escribíamos nuestro nombre en ella, como si fuese objeto de valor, o tal vez porque lo era de verdad, pues el hecho de que te quitasen la goma de borrar no era tragedia pequeña, por esa indefensión a la que antes me referí. El desgaste de una goma daba idea aproximada del porcentaje de errores que cometía su propietario, y casi no hacía falta realizar un test de inteligencia: bastaba con ver la goma de cada niño.

A veces, en el esfuerzo de borrar, sobre todo si la mina del lápiz era muy dura, la goma se rompía, y aquello resultaba catastrófico, ya que tenías que manejar los molestos fragmentos de un todo que en teoría debía ser infragmentable. (…Muy atrás en el tiempo, una mano de niño borra una palabra equivocada. La goma suelta raspas verdes, amarillas, blancas, en matices tristes, y la mano las barre del papel. Y el niño sopla. Y todo el pasado huele a lo que sólo huelen las gomas de borrar.)

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jueves, 14 de mayo de 2009

ÁNGEL GONZÁLEZ POR LUIS GARCÍA MONTERO




Me imagino que esta recomendación de lectura resultará sospechosa por la relación fraternal que me une a su autor, pero… ¿qué vamos a hacerle?

Luis García Montero acaba de publicar Mañana no será lo que Dios quiera, una ¿biografía novelada, una novela de una realidad? que abarca varios tramos de la vida del poeta Ángel González: su infancia, adolescencia y juventud, hasta su llegada a Madrid en 1951. Él quiso que el relato de su vida se detuviese en ese momento.

A partir de las conversaciones mantenidas con Ángel, Luis ha escrito un libro sorprendente que aúna la precisión de una biografía con el caudal narrativo de una novela. Un testimonio conmovedor y deslumbrante sobre un poeta, sobre una época, sobre la vida misma.

Ángel González, además del poeta único que fue, fue una persona única: un melancólico dispuesto a apuntarse a la mínima a los espejismos de la felicidad. Le bastaba muy poco para ser dichoso: una mesa en compañía, botellas en reposición, una conversación errática en la que participaba con simples asentimientos y con algún comentario certero y breve, una noche sin relojes que marcasen las horas, una guitarra y alguien –él mismo- que cantase algo.

Entre otros aspectos muy bien resueltos –el planteamiento mismo, una escritura magnífica y exacta, la mezcla de reflexión y de anécdota, la capacidad de recreación de distintas épocas y acontecimientos históricos-, este libro de Luis tiene la virtud de no caer en el patetismo ni en el ternurismo, que hubiese sido una caída disculpable tanto por las características de lo contado (esa infancia dickensiana que vivió Ángel, por ejemplo) como por la cercanía amistosa –y mucho más que eso- entre el poeta que escribe y el poeta recién muerto que es materia de esa escritura. Luis acierta a mantener un pulso emocional intachable, sin permitirse una blandura emocional ni siquiera en los momentos más terribles y desgarradores de la narración.

Recomendar una lectura es tarea arriesgada, porque nadie busca lo mismo –ni encuentra lo mismo- en un mismo libro.

Pero asumo el riesgo, porque no hay riesgo alguno: me parece imposible que pueda defraudar.
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domingo, 10 de mayo de 2009

LIBROS DE POEMAS


Acaba de salir en Visor una recopilación de mis libros de poemas.
En la última sección ("Poemas sin contexto") he incluido varias piezas nuevas que no encajan -o eso creo- en ningún conjunto. Adelanto una de ellas, una serie de haikus.
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LUNARIO DE HAIKUS


1

La luna breve
amenaza a la noche
con su guadaña.


2

Luna menguante:
¿en qué otro mundo brilla
su otro paréntesis?


3

La indefinida:
no le basta una forma
para ser luna.



4

¿De quién se esconde
la luna tras las nubes
sino de sí?


5

Claro de luna.
Esquirlas sobre el mar
de espejos rotos.



6

La esfera errante,
huyendo de la noche
que la desnuda.


7

Trabaja en vano
la luna que ilumina
lo que no vemos.


8

La gema náufraga,
disperso su confeti
de plata pura.


9

La siempre insomne,
en todo amanecer
transparentada.


10
Sólo es sí misma.
La tocan las metáforas
con guantes blancos.


(2006)

martes, 5 de mayo de 2009

CINES DE VERANO



Antes, hace años, no muchos, cuando los especuladores aún andaban ocupados en desfigurar en el menor tiempo posible la costa mediterránea, había en mi pueblo cinco cines de verano. Permítanme recordarlos por sus nombres: Florida, Avenida, San Fernando, Playa y Royal Cinema.

El primero en caer fue el Cine Playa, que, como su nombre indica, tenía la mala suerte de estar pegado al mar y, por si fuera poco, en pleno centro. Ponían allí, en el Playa, películas de vampiros y de licántropos, lo que convertía aquello en una especie de templo del horror, y allí íbamos los niños a pasar miedo y angustia, excitados por las aventuras sanguinarias de aquellos engendros prodigiosos. Cuando había un par de segundos de silencio (antes del chirrido de los goznes de un ataúd, pongamos por caso), los espectadores oíamos las olas romper en la orilla, y nos daba la impresión de estar a bordo de un buque mágico y terrorífico. También ponían allí las películas del Enmascarado de Plata, el más enigmático de los héroes, con su acento mexicano, rey de la lucha libre, con su caperuza de escai brillante.

El Avenida no pasaba de ser una especie de corral de muros altos y blancos, con el suelo de albero, y también cayó pronto. El Florida llegó a tener dos salas, y era un cine más ancho que largo, y había en él un kiosco excelente y muy surtido, con cuencos de cotufas y altramuces. En el San Fernando pasaban películas de calidad, o algo parecido a eso, y recuerdo sus muros recubiertos de buganvilla y las siluetas de las cabezas de los chavales que se encaramaban desde la calle a esos muros floridos para ver las películas gratis, hasta que el acomodador se ponía de malas pulgas, los enfocaba con la linterna, los amenazaba con avisar a los guardias y aquellos espectadores clandestinos desaparecían de golpe y en cascada, igual que muñecos del pimpampún… Para reaparecer al rato, claro está, ávidos todos ellos de ficciones, así fuese en estado fragmentario.

El último en caer fue el Royal Cinema, que quizás era el cine de verano más hermoso del mundo, con sus diez mil metros cuadrados, sus muros cubiertos de madreselva, sus palmeras solemnes, su pantalla titánica… Daba igual qué película pusieran en el Royal, porque pagaba uno simplemente por entrar allí, por pasar allí un rato de la noche mirando las estrellas fugaces, el vuelo de alguna lechuza o el de las gaviotas noctámbulas. Estabas en aquel inmenso solar de los espejismos, con una bebida en la mano y con alguna chuchería, desentendido quizá de la película y de sus quimeras absurdas, con la mente ociosa, y te sorprendías de que el disfrute de unas horas de paraíso pudiera salir tan barato.

Hablo de aquellos cines como quien habla de fantasmas. Una parte de la infancia de muchos de nosotros estaba custodiada en ellos, porque allí aprendimos a convivir con mundos descabellados y con héroes portentosos. Allí quedó también algo de nuestra juventud, con una muchacha al lado que nos miraba como nadie nos había mirado hasta entonces, con sus ojos contagiados del fulgor de la pantalla. Pero para que alguien gane todos tenemos que perder un poco, incluida en ese poco nuestra memoria sentimental de los veranos, menos valiosa desde luego que un piso de tres dormitorios con garaje y trastero.