El verano es el tiempo de las
expansiones alegres, esforzadamente alegres tal vez, quizá un tanto
sacrificadamente expansivas, ya que la diversión exige su esfuerzo, un
propósito en ocasiones agotador, una voluntad extenuante de pasarlo en grande o
simplemente de no hacer nada, que es algo que cuesta mucho hacer, pero también
es el tiempo, a partir al menos de ciertas edades, de las melancolías, de los
recuerdos que regresan sin porqué desde su limbo o desde donde quiera que estén
agazapados.
Se
acuerdo uno, no sé, del vendedor de patatas fritas, el más veloz de todos los
vendedores ambulantes, al que había que perseguir para comprarle un cartucho,
ya que iba siempre como quien pisa brasas, como dado a la fuga, con su gorrilla
ladeada, menudo y chulapón, requebrando a las muchachas como si en vez de
patatas fritas llevase en el canasto, para regalar, un surtido de escamas de
oro.
Se
acuerda uno también del vendedor playero de bombones helados, con su camisa y
sus pantalones de blancura casi fantasmal, con su bidón acorchado en bandolera,
siempre con prisas, ya que el sistema de conservación del frío no era el idóneo
y los helados se reblandecían, licuando el recubrimiento de chocolate y dejando
la mercancía fofa y sin salida comercial posible, pues nadie estaba dispuesto a
comprar un bombón que, nada más sacarlo del envoltorio plateado, le pringase
los dedos y se deshiciera como un iceberg dulce y mulato.
Se
acuerda uno del vendedor de camarones y cangrejos cocidos, un señor que mantuvo
durante varios años la ilusión de ser torero hasta que los toros se encargaron
de transformarle la ilusión en pesadilla; con su guayabera blanca de patriarca
calé con influjos coloniales, con el género cubierto con un paño húmedo para
que no se resecara, con su pregón minimalista de voz ronca: “Cangrejos,
camarones”.
Se
acuerda uno de aquellos comerciantes de boquerones que improvisaban su despacho
en la orilla misma, vendiendo a ojo. (Los niños recogíamos los que saltaban de
las cajas y se retorcían en la arena como filamentos de mercurio y procurábamos
que sobrevivieran en nuestros cubos de colores, pero al rato el pececillo
flotaba muerto, muerto de falta de mar.) Se acuerda uno del vendedor de dulces,
puntual a la hora aproximada de la merienda. Del vendedor, también, de las
tortas de polvorón recubiertas de azúcar glacé, que no era, en principio, una
mercancía muy adecuada para los calores, porque algo tenían aquellas tortas de
desierto reconcentrado, y comerte una era como hacer pasar el Sáhara mismo por
la garganta.
Se
acuerda uno, en fin, de cosas. El tiempo tiene eso: que es siempre una maraña
de presente y de pasado, ya que al futuro más vale dejarlo en el sitio que le
corresponde, que es el propio de las meras conjeturas.
Llega
el verano y llegan, como decía, las expansiones. Entre ellas, como ven, la de
recordar otros veranos.
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