domingo, 31 de marzo de 2019

PROBLEMAS OCURRENTES



(Publicado ayer en prensa)


Comoquiera que el mundo es un lugar tan variado como pintoresco, no tiene nada de raro que aparezcan formaciones políticas que se dediquen no a proponer soluciones para problemas reales, sino a poner en circulación problemas imaginarios. En política se puede vivir, en fin, casi de todo, incluida en ese todo la insensatez.

            La propagación de un problema falso puede resultar más efectiva que la de uno verdadero, pues el problema falso tiene la ventaja de jugar no sólo con la desinformación de su receptor, sino también con la tendencia natural del receptor a dar crédito a toda aquella información -preferiblemente simplificada por el amarillismo- que coincida con sus prejuicios, y ya avisó Voltaire de que el prejuicio es una opinión sin juicio.

Si a alguien le dicen, qué sé yo, que, a este paso, acabará obligado a rezar en una mezquita a causa de esa invasión islámica que se extiende silenciosamente por Europa, tiene dos opciones básicas: reírse o sonreír, aunque no podemos olvidarnos de esa tercera opción en la que coincide la información disparatada con el prejuicio disparatado, pues ahí el asunto asciende al rango de problema ficticio: reclamar indignadamente el derecho a rezar en la parroquia de su barrio y no verse obligado a rezar por decreto, y sin zapatos además, en una mezquita que es posible que no dude en suponer construida con el dinero de sus impuestos. 

            Si nos dicen que los españoles de bien deberían tener derecho a armarse para de ese modo poder proteger a tiro limpio sus hogares, todos -salvo tal vez los psicópatas y los sociópatas- nos identificamos con esa calificación de paisanos “de bien”, de modo que caemos en la cuenta de que vivimos sin una pistola en la mesilla de noche, irresponsablemente, exponiendo así a nuestra familia y nuestro patrimonio a la malicia de posibles asaltantes, y nos decimos: “¿Cómo no he caído antes en la cuenta de mi desprotección?”, y ya hemos creado el problema, hasta entonces inexistente, del  armamento como elemento de defensa personal, que tantas vidas salva por ejemplo en EEUU, donde en 2018 apenas hubo unos 40.000 muertos por armas de fuego, cabe suponer que todos ellos asaltantes de hogares, pues imagina uno que la gente de bien de allí será la única con acceso a las armas. 

            Con sus ocurrencias asombrosas, la derechona valiente desafía ahora a la que considera la derechita cobarde, que, ante la afrenta, ha decidido envalentonarse para ponerse a la par en cuanto a derechización, hasta el punto de que Ciudadanos ha optado por quitarse la máscara del progresismo moderado para ofrecerse como pez rémora al PP en la posible formación de un futuro gobierno potencialmente acogido al modelo del pacto andaluz. 

            Y así, entre bandazos y chuscadas, se nos pasa la vida, que a veces se nos hace muy corta y a veces demasiado larga, según el día.


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domingo, 17 de marzo de 2019

CARNAVALADAS



(Publicado ayer en prensa)


Terminaron los carnavales, menos en Cataluña, donde prosigue la mascarada. Una mascarada que tiene su prolongación cuaresmal y resacosa en la Audiencia Nacional, donde se ven menos antifaces que caras largas, donde se oyen menos risotadas que argumentos exculpatorios, aunque sin el componente de la contrición, porque los héroes pueden justificar sus heroicidades, por descabelladas que resulten, pero jamás arrepentirse de ellas. 

               Ve uno a esos políticos en el banquillo y se pregunta: “¿De verdad pensaban que…?”. Y la respuesta no es concluyente: tiene uno la impresión de que se creyeron aquello y de que a la vez no se creyeron nada de aquello, empujados y arropados por una especie de espíritu de Fuenteovejuna, convencidos quizá de que la diluición de la responsabilidad de sus decisiones no iba a implicar consecuencias penales para nadie en concreto, al tratarse de gestos colectivos y legitimados además por una buena parte del pueblo oprimido que fue liberado de su yugo durante unos segundos emocionantes. Pero el problema de las leyes es que son leyes, por poco que te gusten como tales leyes, por poco que te entusiasme su cumplimiento y por mucho que te arriesgues a incumplirlas en función de un mandato más o menos popular y más o menos esotérico.

            Mientras los más desventurados de sus compañeros de aventura penan en presidio, Puigdemont acrecienta su gestualidad napoleónica, aunque cada vez con un talante más cercano al de Tartarín de Tarascón, el protagonista quijotesco de aquella novela de Alphonse Daudet que pasó de burgués apacible a héroe a la fuerza, con su componente de enternecedora comicidad. Pero si bien Puigdemont resulta quijotesco, su robot a distancia, Torra, tira más a sanchopancesco, en concreto a ese Sancho Panza que gozó del gobierno fugaz de la ínsula Barataria. Desde su trono provisional y en gran medida vicario, a Torra debemos una de las aseveraciones más categóricamente desconcertantes de nuestra historia reciente: “La democracia está por encima de la ley”. Imagino que estarán de acuerdo conmigo en que para concebir una frase así hay que tener una visión muy original tanto de la democracia como de la ley, consideradas como elementos disociados y cabe suponer que irreconciliables, que es lo más curioso de todo. 

        Cabe suponer que por “democracia” el señor Torra entiende la voluntad popular en sentido impresionista, a ojo de buen cubero, como quien dice. Un poco a voleo. Y sí, qué duda cabe: si unos ciudadanos deciden que los anillos de diamantes deben ser gratuitos y saquean todas las joyerías de una ciudad, no sólo estaremos ante un acto genuinamente democrático, sino también ante un merecido escarmiento a esa ley estrafalaria que castiga el robo. Para eso sirve fundamentalmente la democracia: para que las leyes no se pasen de listas. 

Larga vida al carnaval.

lunes, 4 de marzo de 2019

LO UNO Y LO OTRO: LO MISMO



(Publicado el sábado en prensa)

La superstición del nacionalismo se compone de muchos elementos, y el del irracionalismo no es secundario en esa fórmula que puede resultar explosiva, según nos ilustra el curso de la historia. 

       Aquí, como andamos ahora en eso, y como somos como somos, la pugna está entre el micronacionalismo y el macronacionalismo, que son dos unidades de medida diferentes y dos medidas ideológicas idénticas, al sustentarse ambas en una misma sugestión: el fervor patriótico como fundamento político, cuando no como sustitutivo de cualquier fundamento político. 

No creo que nadie esté convencido de que la invocación a la unidad de la patria vaya a neutralizar la invocación a la independencia, entre otras razones porque el independentismo no representa una crisis resoluble, sino una meta irrenunciable, de modo que el suyo es un argumento inamovible, como los dogmas. 

Por eso, cuando el gobierno ahora en funciones se propuso dialogar con los independentistas catalanes estaba cumpliendo con su deber de gestionar un conflicto de alcance estatal, pero sabía de sobra que el diálogo estaba viciado desde su raíz, pues poco puede dialogarse con quien se sitúa de entrada no sólo en el soliloquio ensimismado, sino también en el monólogo inobjetable. 

Hasta tal punto es inobjetable ese monólogo que los partidos independentistas decidieron votar en contra de unos presupuestos generales no porque les parecieran deficientes, sino por el derecho parlamentario a la pataleta pueril, pues si de algo andan sobrados nuestros políticos es de infantilismo, que hasta vértigo da en ocasiones el que la gestión del país esté en manos de unas mentes tan simples y a la vez tan resabiadas.

     La estrategia de combatir el micronacionalismo con el macronacionalismo no sólo resulta fallida de antemano, sino que acaba fortaleciendo lo que pretende debilitar. Solapar una bandera con otra tiene como resultado la potenciación de la bandera agraviada. Si absurdo resulta rebatir unos argumentos con otros argumentos que varían en la forma pero no en el fondo, desmontar las fantasías independentistas con fantasías unionistas es empeño inútil: una guerra entre entelequias. 

          Entre tantas banderas y tantas patrias, entre afrentas y retos, estamos diluyendo el concepto que nos articula: el de Estado, no como entidad abstracta, ni siquiera como realidad derivada de un devenir histórico, sino como estructura garantista de la aspiración a un funcionamiento social equilibrado. Las banderas y las patrias no sólo son nociones extremadamente manipulables, sino que además tienden a promover jerarquías excluyentes, en tanto que el de Estado es un concepto inclusivo, el que nos acoge a todos al margen de nuestras quimeras telúricas e identitarias. Al margen, en fin, de ese cupo de irracionalidad que tendemos a aplicar a nuestra convivencia, que de por sí es conflictiva, de acuerdo, pero que lo que menos necesita son conflictos artificiales.

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