lunes, 24 de septiembre de 2018

EL HEROÍSMO CONFORTABLE



(Publicado el sábado en prensa)

Debo empezar con la confesión de mi aconfesionalidad. Aclarado esto, veamos…

            El actor Willy Toledo ha tenido que comparecer ante un juez por blasfemo. Si bien la exhibición de su blasfemia resulta sobreactuada, no implica menos sobreactuación el hecho de que una asociación de abogados cristianos –promotora de la denuncia- procure convertir los juzgados en un tribunal del Santo Oficio. Al fin y al cabo, lo que dijo Toledo se oye a diario en cualquier taberna, y por lo general sin ánimo sacrílego, sino como una expresión pretendidamente viril que mezcla la teología con la escatología, materias ambas consustanciales a la cultura española. Tan chusco resulta que un ateo blasfeme sobre un concepto en el que no cree como que un creyente se ofenda por un exabrupto inspirado en su creencia, sobre todo si se tiene en cuenta que la comunidad cristiana tiene una larga tradición de martirio, aparte de la prescripción de ofrecer la otra mejilla a sus antagonistas. 

             Cabe un matiz, desde luego: quien blasfema no busca insultar a un ente para él ilusorio, sino a quienes focalizan su fe en ese ente tenido por sagrado, y ahí salimos del ámbito de la espiritualidad para entrar en el de la convivencia. Cabe otro matiz: si los creyentes están convencidos de la existencia de un infierno para los descreídos, no acaba de entenderse que, en vez de por una acción apostólica, opten por una acción judicial. Y otro matiz: de igual modo que un creyente puede sentirse ofendido por una blasfemia, un ateo puede sentirse ofendido por la amenaza inexorable del infierno aunque lleve una vida de santo laico. Cuando se enfrentan el mundo terrenal y el mundo celestial, en fin, el único pacto posible es el que establecen el agua y el aceite: ni la una ni el otro pueden dejar de ser lo que son para ser una tercera cosa.

            Willy Toledo sabe que su caso no va a tener consecuencias, y de ahí –al menos en parte- su valentía. Una valentía que tal vez resultaría más comedida si en Cuba decidiera cagarse –ya fuese metafórica o fisiológicamente- en el mausoleo de Fidel Castro o si en Corea del Norte le diese por hacer chistes sobre el corte de pelo del líder supremo de allí. Se podrá objetar que no es lo mismo insultar a personas que a entelequias. Sí, pero no olvidemos que para un creyente una entelequia es un ser real, no un fantasma contingente y sujeto a la controversia, ya que para algo se inventaron los dogmas.

            Este asunto tiene otro fondo: el héroe de guiñol que saca pecho contra el Estado que, con todos sus defectos y carencias, ampara sus derechos. El flagelador teatral de un sistema que le permite incluso denigrar ese sistema de una manera muy española: escupiendo chulescamente por el colmillito. Y poco más.

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domingo, 9 de septiembre de 2018

EL HORARIO



(Publicado ayer en prensa)

Si tuviésemos que sintetizar el espíritu que rige los debates que se originan en las redes sociales, bastaría con imaginar a alguien que escribe “Hoy me he levantado con dolor de cabeza” y a otro alguien que le replica “No estoy de acuerdo”. Hay quien supone que las redes sociales han promovido la idiotez, pero me temo que el asunto es más simple: antes la idiotez era privada y ahora aspira a ser pública. Hemos pasado, en fin, de la idiotez casi secreta a la idiotez exhibida.

            Como norma general, el idiota suele ser el que no piensa como nosotros, por idiotas que seamos, y ahí se origina una guerra de idioteces antagónicas de la que sólo sale victoriosa la idiotez como concepto genérico. En buena medida, esta expansión de la idiotez se debe a una superstición intelectual: la de estar convencidos de que todos los fenómenos del mundo están necesitados de nuestra opinión, ya sea cualificada o intuitiva.

            Históricamente, el ser humano tiene vocación discrepante con respecto al resto de los seres humanos, de modo que resulta imposible llegar a una conclusión unánime sobre, qué sé yo, la manera de anudarse la corbata o de freír un huevo adecuadamente: hay teorías variadas al respecto, y controversia. 

            El último debate que ha enfrentado a parte de la población es el del mantenimiento o no del horario veraniego durante todo el año. No puede decirse con propiedad que se trate de un severo debate filosófico, pero no por ello deja de ser un debate, que es de lo que se trata: disponer de algo sobre lo que no estar de acuerdo con el mayor número posible de congéneres. 

            Entre las muchas opiniones oídas y leídas al respecto, me ha conmovido una en especial. Un reportero le puso el micrófono por delante a un joven que ofreció a los televidentes una apreciación no sólo inesperada, sino antropológicamente desgarradora: “Los canarios no podemos perder nuestra identidad”. No habíamos caído en eso: en la pérdida irreparable de la tradicional coletilla “una hora menos en Canarias”. Esa hora menos que, según el dictamen del joven canario, sustenta la identidad de los isleños, que nacen y mueren una hora antes que los peninsulares. El asunto presenta, como es natural, sus contradicciones, como casi todo en esta vida: también los portugueses tienen una hora menos en sus relojes, lo que equipararía la identidad canaria con la identidad portuguesa, extremo que tal vez enredaría un poco más la ya de por sí enredada cuestión identitaria ibérica.

            Por su parte, los gallegos, más cercanos que los canarios a la cultura lusa, alegan que les amanecería muy tarde.

            La clave esencial del asunto la ha planteado la escritora y periodista vasca Txani Rodríguez: “Entonces, los de izquierdas, ¿qué posición tenemos con respecto al cambio horario?”. La broma es muy buena como tal broma, pero también muy seria, porque el caso es que, a fuerza de opiniones, y hora más y hora menos, ya no sabe uno demasiado bien ni qué opinar de sí mismo. 

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domingo, 2 de septiembre de 2018

Juan Bonilla escribe sobre Ya la sombra en la revista Mercurio:

http://revistamercurio.es/ediciones/2018/mercurio-203/sombra-hecha-de-luz/