Escribo esto sin ganas de
escribir y usted lo leerá, si lo lee, sin ganas de leerlo, porque todos andamos
con una inquietud de fondo que nos promueve la apatía justo cuando disponemos
de más opciones de ocio. Todos en casa, en fin, extrañados ante esta suspensión
repentina de la realidad, matando el tiempo para procurar que no nos mate el
virus.
Esta
calamidad que se nos ha venido encima estaba anunciada por los científicos: no
se trataba de una conjetura, sino de una evidencia sin fechar, de igual modo
que vienen avisando de las consecuencias del cambio climático. Ante ambas
advertencias, los gobernantes mundiales suelen responder con recortes en
sanidad e investigación o, en el mejor de los casos, con un encogimiento de
hombros: el fatalismo de Estado, por así decir.
Hay
epidemiólogos y virólogos que, repartidos por el mundo, vigilan la aparición de
nuevos patógenos, aunque resulta imposible combatir lo desconocido hasta que se
dé a conocer, de modo que la ciencia está obligada a mantenerse –con recursos
por lo general precarios- en una alerta continua, pero no puede saber con
exactitud ante qué. De ahí la inevitabilidad de pandemias como la presente y –sí-
las venideras. De ahí nuestra fragilidad en esta época de globalización, de la
que solemos cantar más sus alabanzas que sus peligros.
¿Aprenderemos
algo de esta lección severa? Tal vez no. Tal vez algo. A esta crisis sanitaria
seguirá una crisis económica, y no estaría mal que entrásemos también en una
crisis de conciencia individual con respecto a nuestra inconsciencia colectiva:
la revisión de nuestra forma de vida, basada en gran parte en una frívola
despreocupación por las causas comunes, incluida en esas causas –como
principal- nuestro planeta, para el que somos el virus más peligroso. Nos
alarman los microorganismos que nos
atacan, pero nos desentendemos de todo aquello a lo que atacamos, sin
importarnos que al atacarlo nos ataquemos de rebote a nosotros mismos.
Como agentes
preponderantes que somos del envenenamiento de nuestro planeta, podríamos plantearnos,
no sé, que no es necesario irnos de vacaciones a 6.000 kilómetros de nuestra
casa, a veces sin conocer lo que hay a 200 kilómetros de ella, ya que, gracias en
parte a ese espíritu aventurero, son más de 100.00 los aviones que vuelan a
diario en todo el mundo. Que no hace falta ir al supermercado en un coche del
tamaño de un tanque. Que no es lógico que patatas cultivadas en Almería se
consuman en Bélgica, que aquí consumamos las cultivadas en Francia, que en
Italia se vendan bananas provenientes de Brasil y que en Brasil se venda queso
parmesano. Que no es imprescindible que en Copenhague coman piña tropical ni que
en Cádiz comamos salmón noruego, porque esos caprichos gastronómicos tienen un
coste de contaminación insostenible: un solo carguero de gran tamaño emite, con
su quema de fuelóleo, casi las mismas partículas tóxicas que 50 millones de
coches, y se calcula que sólo en Europa el tráfico marítimo ocasiona 50.000
muertes anuales y 60.000 millones de euros en gasto sanitario.
Tampoco es
ineludible que la confección de un pantalón vaquero requiera el consumo de
3.000 litros de agua ni que llenemos nuestro armario con ropa de buen precio
tras la que hay una mano de obra semiesclavizada. Y sin duda debería ser
prioritario el invertir en investigación terrícola y no en el sueño megalómano
de viajar a Marte, por ejemplo. Y etcétera.
La vida es
metafísicamente complicada de por sí, de acuerdo, pero sus rutinas cotidianas
pueden simplificarse, a no ser que estemos convencidos de que este sistema de
hábitos delirantes por el que hemos
optado resulte compatible con nuestra sostenibilidad no ya como sociedad, sino
como especie.
No se trata de
reclamar una vuelta a la aldea ni a la autarquía, sino de fomentar la sensatez y
la prudencia, en fin, entre la especie amenazada por sí misma en que nos hemos
convertido.
Y
es que quizá nos hemos pasado de optimismo con respecto al progreso. Creíamos
estar instalados en el futuro y, de la noche a la mañana, nos vemos en una
especie de Edad Media tan hipertecnologizada como sombría.
Porque si un
pequeño virus tiene la capacidad de dislocar los engranajes de nuestra civilización,
más vale no imaginar lo que puede ocurrir cuando nuestro planeta se ponga en
contra de nosotros.
.