sábado, 28 de marzo de 2020

UN FUTURO INESPERADO


Escribo esto sin ganas de escribir y usted lo leerá, si lo lee, sin ganas de leerlo, porque todos andamos con una inquietud de fondo que nos promueve la apatía justo cuando disponemos de más opciones de ocio. Todos en casa, en fin, extrañados ante esta suspensión repentina de la realidad, matando el tiempo para procurar que no nos mate el virus.

         Esta calamidad que se nos ha venido encima estaba anunciada por los científicos: no se trataba de una conjetura, sino de una evidencia sin fechar, de igual modo que vienen avisando de las consecuencias del cambio climático. Ante ambas advertencias, los gobernantes mundiales suelen responder con recortes en sanidad e investigación o, en el mejor de los casos, con un encogimiento de hombros: el fatalismo de Estado, por así decir.

         Hay epidemiólogos y virólogos que, repartidos por el mundo, vigilan la aparición de nuevos patógenos, aunque resulta imposible combatir lo desconocido hasta que se dé a conocer, de modo que la ciencia está obligada a mantenerse –con recursos por lo general precarios- en una alerta continua, pero no puede saber con exactitud ante qué. De ahí la inevitabilidad de pandemias como la presente y –sí- las venideras. De ahí nuestra fragilidad en esta época de globalización, de la que solemos cantar más sus alabanzas que sus peligros.

         ¿Aprenderemos algo de esta lección severa? Tal vez no. Tal vez algo. A esta crisis sanitaria seguirá una crisis económica, y no estaría mal que entrásemos también en una crisis de conciencia individual con respecto a nuestra inconsciencia colectiva: la revisión de nuestra forma de vida, basada en gran parte en una frívola despreocupación por las causas comunes, incluida en esas causas –como principal- nuestro planeta, para el que somos el virus más peligroso. Nos alarman los  microorganismos que nos atacan, pero nos desentendemos de todo aquello a lo que atacamos, sin importarnos que al atacarlo nos ataquemos de rebote a nosotros mismos.

Como agentes preponderantes que somos del envenenamiento de nuestro planeta, podríamos plantearnos, no sé, que no es necesario irnos de vacaciones a 6.000 kilómetros de nuestra casa, a veces sin conocer lo que hay a 200 kilómetros de ella, ya que, gracias en parte a ese espíritu aventurero, son más de 100.00 los aviones que vuelan a diario en todo el mundo. Que no hace falta ir al supermercado en un coche del tamaño de un tanque. Que no es lógico que patatas cultivadas en Almería se consuman en Bélgica, que aquí consumamos las cultivadas en Francia, que en Italia se vendan bananas provenientes de Brasil y que en Brasil se venda queso parmesano. Que no es imprescindible que en Copenhague coman piña tropical ni que en Cádiz comamos salmón noruego, porque esos caprichos gastronómicos tienen un coste de contaminación insostenible: un solo carguero de gran tamaño emite, con su quema de fuelóleo, casi las mismas partículas tóxicas que 50 millones de coches, y se calcula que sólo en Europa el tráfico marítimo ocasiona 50.000 muertes anuales y 60.000 millones de euros en gasto sanitario.

Tampoco es ineludible que la confección de un pantalón vaquero requiera el consumo de 3.000 litros de agua ni que llenemos nuestro armario con ropa de buen precio tras la que hay una mano de obra semiesclavizada. Y sin duda debería ser prioritario el invertir en investigación terrícola y no en el sueño megalómano de viajar a Marte, por ejemplo. Y etcétera.

La vida es metafísicamente complicada de por sí, de acuerdo, pero sus rutinas cotidianas pueden simplificarse, a no ser que estemos convencidos de que este sistema de hábitos delirantes por  el que hemos optado resulte compatible con nuestra sostenibilidad no ya como sociedad, sino como especie.

No se trata de reclamar una vuelta a la aldea ni a la autarquía, sino de fomentar la sensatez y la prudencia, en fin, entre la especie amenazada por sí misma en que nos hemos convertido.

         Y es que quizá nos hemos pasado de optimismo con respecto al progreso. Creíamos estar instalados en el futuro y, de la noche a la mañana, nos vemos en una especie de Edad Media tan hipertecnologizada como sombría.

Porque si un pequeño virus tiene la capacidad de dislocar los engranajes de nuestra civilización, más vale no imaginar lo que puede ocurrir cuando nuestro planeta se ponga en contra de nosotros.

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miércoles, 25 de marzo de 2020

ENTRE VIRUS Y ALUCINACIONES

PANDEMIC
DOUG SHULTZ
(NETFLIX)

WORMWOOD
ERROL MORRIS
(NETFLIX)




PANDEMIC


La serie documental Pandemic (How to Prevent an Outbreak), estrenada justo antes de la identificación y propagación de la Covid-19, ha tenido el mérito de ser tristemente –e inminentemente- profética: la advertencia por parte de los científicos de una pandemia provocada por un agente infeccioso desconocido. No tenían duda alguna de que esa pandemia se produciría. La única duda era la de dónde y cuándo. No se trataba, en fin, de una conjetura, sino de una certeza sin fechar. (Y ahora comprobamos que las películas catastrofistas en torno al efecto masivo de unos virus malignos podían ser poca cosa como tales películas, pero que no eran del todo ciencia-ficción: ya estamos dentro de una de esas películas, en calidad de figurantes atónitos.) Al igual que con respecto al cambio climático, los políticos mundiales llevan décadas sobre aviso, aunque suelen optar por darse por enterados a medias, cuando no con el fatalismo de un encogimiento de hombros.

No creo que pueda decirse que Pandemic sea un trabajo resuelto con brillantez, pues es de ritmo algo lento, con un montaje un tanto desordenado y con tramos inertes, aunque sí muy didáctico, a la vez que desalentador: nuestra vulnerabilidad individual ante un patógeno emergente y nuestra incapacidad colectiva para afrontar una crisis sanitaria desmesurada.

Quizá no sea el momento de promovernos la angustia, de la que vamos sobrado, pero esta docuserie resulta muy útil para que los legos en ciencia no andemos hablando por boca de ganso ante esta pandemia que no sólo ha puesto de manifiesto lo mejor, lo regular y lo peor de la condición humana, sino también las muchas fragilidades de nuestro sistema, así como las consecuencias imprevisibles de la globalización, de la que tendemos a cantar más sus alabanzas que sus peligros. ¿Qué lección aprenderemos de esta especie de suspensión transitoria de nuestra realidad? Tal vez ninguna: que la vida siga su curso. Y hasta la próxima.

Como no podía ser de otra manera, hay quienes dan por hecho que este coronavirus es un arma biológica creada en un laboratorio de EEUU para exterminar a la población mundial -y cabe suponer que de paso a ellos mismos-, un invento del gobierno chino para paliar un poco su superpoblación o incluso una guerra biológica emprendida por Rusia para desestabilizar Europa. Vale. Bien. Las conspiranoias tienen el privilegio de poder ir en vuelo libre. Pero para ese tipo de conspiraciones devastadoras tendríamos que irnos un poco hacia atrás en el tiempo…

En el caso de que la dejasen ustedes correr cuando se estrenó, me arriesgo a recomendarles Wormwood, un docudrama centrado en la extrañísima muerte de Frank Olson, un bioquímico del ejército de EEUU que fue reclutado por la CIA. En 1953, Olson cayó –digámoslo así- desde la ventana del décimo piso de un hotel de Manhattan. La versión oficial fue concluyente: suicidio. (Como dato curioso, cabe señalar que el manual para los agentes de la CIA de aquella época especificaba el siguiente protocolo: “El accidente más eficaz para un asesinato sencillo es el de una caída desde al menos unos 23 metros de altura sobre una superficie dura”.)

Durante los días previos a la muerte de Olson, sus superiores le administraron, sin su conocimiento, unas altas dosis de LSD como parte de un experimento encaminado a calcular el efecto de las drogas como elementos de uso para el control mental, en una época en que los ensayos psicológicos ocultaban bajo su barniz científico una metodología casi nigromántica. Aquella experiencia psicodélica no consentida le produjo paranoia y una crisis nerviosa severa, imagina uno que porque pensó que estaba perdiendo la razón y que el mundo se le había transformado en una pesadilla multicolor y cambiante, de modo que fue enviado por sus superiores a la consulta de un psiquiatra -que no era tal psiquiatra, sino un pediatra alergólogo aficionado a las fantasías experimentales con la mente humana- que colaboraba con la CIA en el estudio de los efectos psicotrópicos de determinadas sustancias. A falta de mejor remedio, aquel psiquiatra espontáneo y aventurero prescribió a Olson el ingreso inmediato en un manicomio.

En contra de lo que suele ser habitual, la parte dramatizada de Wormwood es excelente, acogida a un inquietante registro sombrío con toques expresionistas. La parte estrictamente documental tiene como protagonista a Eric, hijo de Frank Olson, que traza un coherente relato retrospectivo, fruto de su afán  por aclarar -a lo largo de varias décadas- los motivos, detalles y circunstancias de la muerte de su padre. Él mismo reconoce que ese afán derivó en obsesión, hasta el punto de sacrificar su vida profesional -y buena parte de su salud mental- en beneficio de ese esclarecimiento.

Pero no debo contarles mucho más. Estando por medio la CIA, las escabrosidades más impensables están aseguradas, pues son pocas las instituciones públicas que han alcanzado su grado de criminalidad y de sordidez: un poder descontrolado dentro del Poder, al margen de la ley y del Poder mismo, con el pretexto sagrado de la seguridad nacional. Si a eso añadimos el FBI del abominable Hoover, el macartismo, la guerra de Corea, el cine patriótico y las tensiones de la Guerra Fría, con sus complejas redes de espionaje, pongamos por caso, nos trasladamos al escalofriante escenario sociopolítico en que encontró la muerte Frank Olson, el hombre que quizá sabía demasiado.


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lunes, 23 de marzo de 2020

OÍDO A DEBIDA DISTANCIA


Hoy no he tenido más remedio que salir a la calle, por aprovisionamiento forzoso.

En el pequeño supermercado del barrio, la cajera le comenta a una anciana: "No hace falta que venga usted. Nos llama, nos dice lo que necesita y se lo llevamos. Gratis".

     En la farmacia, a un anciano: "No se tome usted la molestia de venir por su medicación. Nos llama y se la llevamos a casa".

      Y piensa uno que sí, que estos gestos son coyunturales, pero que también responden a un fondo solidario y humanitario que está SIEMPRE ahí, en el núcleo más noble de cada cual. El sentido profundo del amparo colectivo.

   Y piensa uno también que muchos gobernantes, ensimismados en su bucle metapolítico, no aciertan a oír ese latido, ese fondo de bondad que nos dignifica como sociedad y como individuos. Porque a veces no entienden del todo que el complemento básico de la solidaridad espontánea es una justicia social estable. 

      Ese es el punto de partida y a la vez la meta.

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domingo, 15 de marzo de 2020

GLORIAS CATALANAS


(Publicado ayer en la prensa)


El Institut Nova Història lleva a cabo una labor que no sólo resulta asombrosa por sus conclusiones, sino también por la aplicación de un componente mágico a la aridez de la investigación histórica. Según tales conclusiones, Cervantes, Colón, Teresa de Jesús o Hernán Cortés, entre otras eminencias, fueron catalanes, lo que no deja de ser una noticia inmejorable para Cataluña, aunque dolorosa para los lugares que tenían a esos próceres por nativos.

La ilustración –una batalla naval- que encabeza la página web del INH lleva sobreimpresa una cita de Cocteau: "La historia es una combinación de realidad y mentiras. La realidad de la historia llega a ser una mentira. La irrealidad de la fábula llega a ser la verdad". (Cocteau nació en la localidad francesa de Maisons-Laffitte, aunque no debemos perder la esperanza de que en realidad naciera –o de que al menos fuese concebido- en algún lugar del Ampurdán.) La cita revela el espíritu que anima al INH: la denuncia de la prevalencia de la fabulación sobre la verdad. No hace falta decir que, para sus historiadores y parahistoriadores, la verdad es la suya y la fábula es el relato histórico que España lleva siglos manipulando para privar a Cataluña del orgullo legítimo de ser cuna de celebridades.

Tras laboriosas pesquisas, hay quien ha llegado a la conclusión de que el Quijote –al igual que el Lazarillo- fue escrito originariamente en catalán, aunque la presión españolista –cabe suponer que llevada a cabo por el CNI de la época- la convirtió en la obra escrita en castellano por un alcalaíno. Pero hay más: hay quien da por hecho que Cervantes y Shakespeare no sólo eran catalanes, sino que eran además la misma persona: un alicantino apellidado Sirvent, políglota.

A este historicismo mágico debemos otra revelación importantísima: que Leonardo da Vinci tiene orígenes catalanes, aunque tal vez en este caso la manipulación no se debe a los españoles encargados de falsear la historia, sino a sus homólogos italianos, de lo que puede sospecharse una conjura internacional para restar méritos a los países catalanes como manantial de genios universales. ¿En qué se sustenta la catalanidad de Leonardo? En un detalle contundente: que en algunos de sus cuadros se ven al fondo unas montañas que recuerdan a la de Montserrat, fenómeno orográfico sin igual en el resto del mundo. Por si fuese poco, una investigadora ha demostrado científicamente que los ropajes de la Gioconda son de origen valenciano, aunque de momento no se ha animado a afirmar que la modelo del cuadro fuese asimismo valenciana, extremo que se hubiese dilucidado de haber tenido Leonardo la ocurrencia de pintarla con el atuendo de fallera mayor.

         Todo esto cuesta unos cuantos millones de dinero público. Pero la verdad es que merece la pena.

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sábado, 14 de marzo de 2020


No estoy seguro, pero creo que, en estos casos, la misión de los políticos no consiste en tranquilizar a la población, sino en alarmarla un poco más de la cuenta para evitar una pandemia paralela de irresponsabilidad.

(Y de paso para evitar una paradoja: muchos hospitales colapsados y muchos bares también.)

jueves, 12 de marzo de 2020


Si en Milán, pongamos por caso, arrojas una copa de cristal a un suelo de mármol y se rompe la copa, quiere decir que, en cualquier parte del mundo, si arrojas a un suelo de mármol una copa igual, se romperá.

Todo consiste en cuánto se tarde en entenderlo por parte de quienes están obligados a entenderlo.

(Pero aún hay quien cree en el milagro de la copa irrompible y del mármol amortiguador.)

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miércoles, 11 de marzo de 2020

lunes, 9 de marzo de 2020

domingo, 1 de marzo de 2020

LA PELÍCULA


(Publicado ayer en prensa)

La aparición del coronavirus ha tenido un lado bueno: no ya el de convertirnos a todos en virólogos repentinos, sino sobre todo el de habernos convertido en personajes de una película catastrofista, de esas en las que un patógeno maligno –creado por lo común en el laboratorio de un científico loco- amenaza con destruir a la humanidad, aunque al final las cosas se arreglen, al menos si los guionistas andan con un grado aceptable de optimismo. 

        A estas alturas, cuando las autoridades sanitarias siguen hablando de epidemia en vez de pandemia, aun sospechando que el ascenso de categoría parece estar más que cantado, todos manejamos conjeturas contundentes sobre el origen del virus (esos menús de carne de murciélago, de perro, etc.), e incluso tenemos soluciones tan personales como expeditivas para erradicarlo, ya sea mediante el cierre inmediato de todas las fronteras mundiales o de la interrupción drástica del comercio con China, según. Sorprende, desde luego, nuestra capacidad de sugestión ante las palabras: pensamos que todos los problemas se solucionan por la vía retórica, y mejor si esa retórica se ejerce con el codo apoyado en la barra de un bar.

            Andamos, ya digo, dentro de una película de terrores científicos, con el miedo de que, cada vez que respiramos, el virus exótico pueda entrarnos por la nariz para, desde allí, alojarse dondequiera que ese virus se encuentre a sus anchas dentro de nuestro organismo, pues cada enemigo de nuestra salud tiene sus preferencias en ese particular. (Para que el terror se amplifique, y ahora que ya nos habíamos reconciliado con los pollos, están detectándose nuevos casos de gripe aviaria, que hace unos años nos promovió la aprensión colectiva de morir cacareando.)

En este guirigay paracientífico que nos traemos los legos en medicina, no faltan los relativistas que, con aplomo de eminencias sanitarias improvisadas, quitan importancia al coronavirus al comparar su tasa de mortalidad con la de la gripe común, por ejemplo. Y tienen razón, al menos relativamente: el hecho de que un cáncer de páncreas sea un diagnóstico pésimo no resta gravedad al hecho de que tengan que amputarte las piernas por gangrena, pongamos por caso. Por fortuna, las autoridades políticas actúan como agentes sedantes: “Nuestro sistema sanitario está de sobra preparado para…”. (Quién lo duda.)

En una época en la que el destino de cualquier acontecimiento global es el de acabar siendo materia de memes chistosos, todos estamos viviendo, según decía, dentro de una ficción, como personajes de una película coral en que la verdad es mentira y la mentira es verdad, en que la enfermedad genera risa y a la vez pánico, en que todo es real y al mismo tiempo fantasía. Y así vamos tirando. Muy entretenidos.

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