jueves, 30 de julio de 2009

PIZZA URGENTE


Tal vez no seamos conscientes del complejo mecanismo que ponemos en funcionamiento cuando pedimos por teléfono una pizza.

Llamas a la pizzería y dices algo así como: “Quiero una pizza gigante de masa fina y muy hecha, con extras de atún, cebolla, langostinos, chorizo, doble queso y alcaparras”, pongamos por caso, pues la pizza es uno de los pocos lugares del mundo en que pueden armonizarse las sustancias heteróclitas, sin duda gracias a la colaboración de la mozzarella, que todo lo integra sobre su lecho fundido.

Pides una pizza, en fin, y al instante se activa una secuencia urgente de acontecimientos: masa extendida mediante rodillos expertos y veloces, condimentos esparcidos con dedos de ilusionista que arroja polvos mágicos dentro de una chistera, horno candente de Vulcano… Pero lo mejor viene cuando la pizza sale de su infierno, en su exacto punto de fundición, con su sabroso aspecto de muñeca de goma derretida. “Lista la número 24”, grita el pizzero en jefe, y ahí entra en acción un elemento fundamental en el jerarquizado mundo de la pizza: el motorista, cuya misión consiste en llevar a nuestro domicilio la pizza ansiada.

El código deontológico del repartidor de pizzas está inspirado en dos conceptos: la velocidad y la temperatura, pues a toda mecha tiene él que ir para que la pizza no llegue fría, ya que una pizza enfriada suele ser motivo sobrado de devolución, quizá porque no existe cosa más nauseabunda que una pizza a temperatura ambiente. Por este motivo, el motopizzero ha desarrollado una mentalidad de espermatozoide: importa llegar cuanto antes, por el camino más rápido, sin pensar en otra cosa, con diligencia de marine en territorio vietnamita.

Nada más colocar la pizza en el cajón de su motillo a escape libre, el repartidor fija en su mente las coordenadas precisas de su destino y allá va, con una especie de piloto automático activado dentro de su diencéfalo, dejando cualquier camino por coger cualquier vereda, con la lengua apretada entre los dientes, con los ojos fijos en el caleidoscopio del horizonte urbano, sorteando vehículos y transeúntes, por calles sin asfaltar, por calles peatonales, en dirección prohibida o por encima de las aceras, esquivando con rápidos zigzags los veladores de las terrazas y los cochecitos de los bebés, urgente y diligente, ansioso y presuroso, heroico y paranoico, como si le persiguiera el demonio enemigo de las pizzas. Uf. Allá va él, capaz de dejar atónita a la Hormiga Atómica y acomplejado al Correcaminos, veloz como un torpedo nuclear de mozzarella, con su metralla de pepinillos, aceitunas o alcaparras. Allá va.

Suena el interfono: “Pizza”, dice el repartidor, prestándole así su voz a la pizza misma. Con el casco ladeado, con los ojos avivados por el riesgo, con la bilis derramada por la cadena imprevista de audacias acrobáticas y de acrobacias audaces, el repartidor te entrega tu extravagante pizza personalizada y tú, como movimiento reflejo de burgués resabiado, palpas el fondo de la caja de cartón. Y sí, está caliente. “Misión cumplida, camarada repartidor”, le dices. Y le das de propina un euro, cuando lo que en realidad se merece no es otra cosa, en fin, que una medalla.

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lunes, 27 de julio de 2009

ZOO VECINAL




Un vecino mío se compró hace meses un perro, un cachorro de dogo de Burdeos que responde por el nombre de Odín, en recuerdo del supremo dios escandinavo.

Odín ya no es cachorro, porque el tiempo corre muy aprisa para los perros, y tiene en la actualidad la estatura de un poni. Como el perro está en edad de correr y de encontrar gusto en las expansiones territoriales, mi vecino lo sube a la azotea, y puede decirse que en la azotea vive Odín, pues allí se pasa la noche y el día.

A Odín le ha dado por ladrar, que es afición frecuente entre los perros, aunque con la peculiaridad de que él no necesita destinatario palpable para su ladrido, pues lo mismo les ladra a los pájaros que al viento, lo mismo a las nubes que a las almas en pena. Odín, para ejercer su derecho al ladrido, no distingue, en suma, entre lo visible y lo invisible, lo cual dice mucho a favor de su capacidad de pensamiento abstracto: si Odín no tiene a quién ladrar, se lo imagina.

Hasta ahí todo bien. El problema es que a los que hemos cogido la costumbre de dormir nos cae más mal que bien el hecho de que un perro se pase la noche entera ladrándole a la luna, por no señalar a nadie. De modo que, como el ser humano alimenta un fondo de alma vengativo, me compré la semana pasada un mono.

“¿Para qué se compró usted un mono?” Muy fácil: para desacreditar a Odín ante sus dueños. Cuando Odín está despistado, azuzo al mono para que salte a la azotea de mi vecino, y confieso que me provoca un placer malsano el hecho de verlo reguincharse en los tendederos, hacer acrobacias y revolear a discreción la ropa tendida, porque está el simio en edad de ensayar diabluras.

Mi vecino culpa a Odín de aquel desbarajuste, de modo que las sospechas no recaen en mi mono, al que he bautizado como Jumpy Dingo de Mozambique, por parecerme un nombre de reverberaciones aristocráticas.

Las cosas comenzaron a complicarse cuando Jumpy Dingo (etcétera) saltó a la azotea de otro vecino y le estranguló al loro, que, en el instante del crimen, tomaba el sol en su barra de cautivo. El dueño del loro asesinado dio en atribuir aquella fechoría a manos humanas, de manera que, para hacerse respetar por el vecindario, se compró anteayer un cocodrilo, al que puso de nombre Lagartón.

Dicho cocodrilo se pasa las horas flotando como un tronco macabro en una piscina hinchable instalada en la azotea, mientras que Odín le ladra al universo y que Jumpy Dingo se dedica a estrangular palomas, canarios y volatería en general, porque reconozco que ese mono me ha salido psicópata, hasta el punto de que mi único deseo con respecto a él consiste en que se lo coma Lagartón.

Y así están las cosas: Odín ladrando más y mejor que nunca, yo sin poder dormir, Jumpy Dingo convertido en el asesino en serie de todas las azoteas de la manzana y el cocodrilo aguardando la hora de hacer presa.

Se rumorea que una vecina ha encontrado a su gato ahorcado en la parabólica. Muchos vecinos se quejan de que su ropa tendida aparece desgarrada y tirada por el suelo. Hay quien asegura que ha visto el rabo de su perrita caniche flotando en la piscina del sigiloso Lagartón. Y así día tras día.

Por lo que a mí respecta, estoy barajando opciones para deshacerme del mono, y la que me parece más expeditiva consiste en comprarme un tigre.

Ya veremos.


(Ilustración: "Jumpy Dingo en los carnavales de Cádiz" (2009), por J. E. Bartolomé)

jueves, 23 de julio de 2009

ALMAS AMBULANTES




Pitágoras fue un tipo raro: matemático puro y profeta religioso, filósofo y santón. Según algunos, fue hijo del dios Apolo; según otros, lo fue del rico Mnesarcos. (Una cuestión, en fin, que convendría dejar en manos de genealogistas expertos y prudentes.) Según otros, ni siquiera existió.

Se le atribuyó a Pitágoras la facultad de llevar a cabo milagros y la posesión de poderes sobrenaturales, lo que no constituyó un impedimento para que afirmase que todas las cosas son números ni para que formulara la proposición de los triángulos rectángulos. En virtud de esta dualidad psicológica (la magia y la ciencia, el abracadabra y las especulaciones en torno a la hipotenusa y similares), fundó una escuela de matemáticos y una orden religiosa entre cuyas reglas se contaban las siguientes: no comer alubias, no romper el pan, no comer de una hogaza de pan entera (es decir, ni pan troceado ni pan entero; ¿rayado tal vez?), no comer corazón y hacer desaparecer la huella del cuerpo en las sábanas al levantarse, entre otros preceptos no menos desconcertantes que pintorescos, aunque fáciles de observar, en fin, por los devotos.

Andaba Pitágoras convencido de que el alma no sólo es inmortal, sino además reciclable, de manera que iría transmigrándose de forma indefinida, insospechada y a veces un poco deshonrosa: el alma de un emperador soberbio podía ir a parar al cuerpo multicolor de un guacamayo, por ejemplo. El jonio Jenófanes se burlaba de esta teoría mediante un chiste: decía que, al pasar por una calle en que se maltrataba a un perro, Pitágoras gritó: “¡Alto, no le hagan daño! Es el alma de un amigo mío. Lo supe en cuanto oí su voz”. (Aunque igual acabó el alma burlona de Jenófanes dentro de una perrita marilín, porque con estas cosas nunca se sabe.) Shakespeare, en su obra La noche duodécima (también conocida como Noche de Reyes), puso en boca de sus personajes un parlamento cómico sobre la idea pitagórica de la transmigración: “El alma de nuestra abuela puede pervivir en ave”, dice Malvolio.

Hay contemporáneos nuestros que alardean de creer en la transmigración pitagórica, en la reencarnación budista y en la metempsícosis de andar por casa. Una suerte, desde luego, si se piensa, porque de ese modo se evitan muchas zozobras derivadas de la conciencia de inutilidad de los afanes humanos: nada acaba con la muerte, sino todo lo contrario más bien, pues se inaugura con ella la tómbola de las almas ambulantes.
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Lo que resulta curioso es que todos los partidarios de esas teorías se instalen siempre a un buen nivel jerárquico: “En una vida anterior debí de ser violinista”, “Creo que en otra vida fui zar de Rusia”, “Creo que he sido ruiseñor”, “Estoy convencido de que soy la reencarnación de un vampiro”, oímos de vez en cuando. Nunca oímos decir a nadie que en una vida anterior fue la carcoma instalada en la caja de un violín, un pato ciego devorado por un zorro, el mamporrero de las caballerizas del último zar de Rusia o la bisagra mohosa del ataúd del conde Drácula, esa bisagra chirriante que, a las doce en punto de la noche, desgarra el silencio en la cripta gótica de un castillo neblinoso, allá en la neblinosa –imagino- Transilvania. Nadie ha sido el alma de una rata asustadiza, de un eunuco persa ni de una gamba enferma de los ojos, errabunda por un mar contaminado.

Los nuevos ricos metafísicos, en fin, con sus antepasados ilustres, apócrifos y etéreos… No como servidor de ustedes, reencarnación legítima de una neurona averiada de Pitágoras, como pueden apreciar.
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lunes, 20 de julio de 2009

CICLOS DE SUEÑO



















Todo en este mundo, absolutamente todo, parece estar sujeto a la controversia. Incluso el horario de sueño, y ya es decir. No dudamos en otorgar la categoría de perezosa a la persona que se levanta en torno al mediodía, pongamos por caso, así se haya acostado a las 6 de la mañana, y, sin embargo, consideramos diligente a la persona que se levanta a las 7 de la mañana, así se haya ido a la cama a las 10 de la noche.


Da la impresión, no sé, de que identificamos la tiniebla con la disipación, con el vicio, con las malas costumbres, con el crapuleo y el hampa. Le dices a alguien que sueles acostarte cuando clarea el día y lo menos que sospecha de ti es que eres un vampiro.


A los diurnos les inquietan los noctámbulos, mientras que los noctámbulos suelen considerar seres desdichados a los diurnos, muertos siempre de sueño, arrojados de la cama al amanecer por el pitido agresivo y marciano del despertador.


Hay quienes encuentran en la madrugada un espacio de sosiego, un paréntesis de la realidad agitada, un tiempo fuera del tiempo. Es la hora de los gatos, de las ratas, de las salamanquesas, de los búhos y de ese tipo de bestias, y digo yo que de ahí debe de venirles la mala fama a los trasnochadores, esa fauna lunar que merodea y vigila mientras los demás duermen.


La mañana, en cambio, es el reino natural de los colibríes o, como poco, de los jilgueros, de casi toda la pajarería canora, de los inocentes colegiales, de los adultos que acuden al trabajo con el pelo húmedo y con los ojos un poco perdidos aún en las lejanías alucinadas y oscilantes de la soñera. La mañana nos parece una cosa limpia y la noche una cosa turbia. La mañana nos parece el reino de las hadas y la noche la gruta de los monstruos. La mañana nos otorga respetabilidad y la noche nos vuelve sospechosos.


Los madrugadores tienen un raro prestigio de personas honradas y laboriosas, así vayan a una oficina bancaria a extorsionar a los hipotecados morosos, así vayan a un organismo público a malversar fondos igualmente públicos o así vayan a un negociado municipal a pasarse la mañana dormitando, tomando café con los cofrades de condena y tratando con la punta del zapato a quienes se dejen ver por allí para incordiarles con problemas mezquinos y pequeñoburgueses.


Los noctámbulos, por su parte, tienen un igualmente raro prestigio de gente disipada y canallesca, cabaretera y juerguista, así se pasen la noche leyendo a Homero o a quién sabe qué filósofo pesimista y tal vez algo abstruso, así se pasen las horas de oscuridad escribiendo agradables novelas infantiles o redactando áridos informes comerciales, así empleen ese tiempo silencioso en montar maquetas de barcos o en resolver crucigramas, mientras los demás deambulan perdidos por sus sueños amables o por sus pesadillas atroces, a la espera de que la luz del día les depare una nueva aventura rutinaria, una dosis cíclica de realidad.


Cada cual pactando, en definitiva, con sus fantasmagorías, que es de lo que se trata al fin y al cabo. Buscándole un sentido a todo esto. A la hora que sea, porque eso es lo de menos.


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Ilustración: R: DUFY, Ventana en Niza (1927)

viernes, 17 de julio de 2009

JUGUETES






Hay en Ronda una juguetería que tiene un nombre sorprendente y hermoso: el Pensamiento. Nombre que suena a Ilustración dieciochesca, a afán racionalista. Tal vez a cosa de francmasones, quién sabe. El Pensamiento, en fin.

“Voy a comprar un juguete al Pensamiento”, dice la gente, y ese propósito consumista adquiere de pronto una dimensión filosófica y también desde luego un poco surrealista… O quizá no tanto, ya que, a fin de cuentas, nuestro pensamiento necesita muchos juguetes para distraerse: el concepto desesperado de la divinidad, por ejemplo, y el concepto optimista de la inmortalidad del alma, el contradictorio del amor y el inexorable de la muerte, y así hasta casi el infinito, pues cualquier pensamiento es un bazar muy surtido de abstracciones.

Entras en el Pensamiento, la juguetería rondeña, y hay flores que cantan, soldados que desfilan, muñecas de parpadeo melancólico, balones y aeroplanos. La cueva de Alí Babá para los niños, el pensamiento anhelante y codicioso de la infancia.

Estaría bien, digo yo, que los negocios tuviesen nombres menos rutinarios y previsibles que los que suelen tener. Que no se llamasen Mercería Mari o Carpintería San José, pongamos por caso, porque eso es casi lo mismo que andarse por el limbo nominal de las marcas comerciales. Estaría bien que una tienda de ultramarinos se llamase, qué sé yo, La Nostalgia de las Indias, por ejemplo, o que una funeraria se llamase La Duda Razonable. Estaría bien, en fin, que los comerciantes forzaran un poco la imaginación.

Imagínense los rótulos: Seguros El Azar Malhumorado, Panadería La Ceniza de los Ángeles, Carpintería El Clavo Ardiendo, Ferretería La Conciencia Constructiva, Hostal de las Pesadillas Llevaderas, Herrería Nietos y Sobrinos de Vulcano, Parador Nacional de los Espectros Sangrantes, Mármoles El Emperador Megalómano, Librería Las Hadas Metafóricas, Imprenta Los Duendes Tipográficos, y así.

Esto lo han llevado mejor, de siempre, los británicos, que tienen la costumbre de bautizar sus tabernas y hospederías con nombres un poco misteriosos y otro poco absurdos: cosas por el estilo de El Cisne Estrangulado o El Cuervo del Príncipe Tuerto. ¿A quién no le apetece tomarse un par de pintas en un bar llamado La Cabeza del Rey, como aquel que visitaba el disoluto y diligente caballero Samuel Pepys? ¿Quién no pernoctaría en el Jabalí Azul como homenaje a Dickens?

Los niños entran en la juguetería el Pensamiento con ojos asombrados, con el ánimo confuso por la variedad de la oferta. El sueño principal de cualquier niño consiste en vivir dentro de una tienda de juguetes: que sus padres lo olviden allí, que lo dejen disfrutar sin horario de esos ingenios prodigiosos que se mueven, que botan, que parlotean. Hasta que llegue el Tiempo y le pase una mano fría por la frente para darle a entender que el tiempo de la magia ya pasó, que ya toca otra cosa, que los juegos son otros. Que su juguete es ahora el pensamiento.
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miércoles, 15 de julio de 2009

SUEÑOS Y CURACIONES








Hasta hace poco, manejábamos el concepto de sueño reparador en un sentido equivocado, ya que identificábamos esa tarea pasiva de reparación con el hecho de dormir ocho o nueve horas seguidas, y alardeábamos de esas proezas hipnóticas sin saber que en realidad nos estaban matando: “Anoche dormí doce horas”, y lo decíamos con orgullo irresponsable, en el caso de que todas las manifestaciones del orgullo no constituyan una irresponsabilidad en sí mismas.

Un estudio científico acaba de revelar que los insensatos que duermen una media de ocho horas diarias viven menos que quienes duermen una media de seis, que es la medida de sueño que asegura la longevidad. Si duermes seis horas al día, te pasas la vida muerto de sueño, con ojeras y abotargado, malhumorado y con el pensamiento espeso, pero duras la intemerata, mientras que si acostumbras dormir a pierna suelta, te mueres antes, porque el mucho dormir es una variante hedonista del suicidio, aunque llegas a la muerte con una cara excelente.

Esto ya se lo vieron venir los griegos antiguos, cuando, en sus complejas genealogías sagradas, hicieron a Hipnos, dios del sueño, hermano gemelo de Tánatos, hijo de la Noche y personificación de la muerte, al que Hesíodo atribuía un corazón de hierro y unas vísceras de bronce.

A nuestro desengaño de las bondades del sueño prolongado debemos sumar ahora otro desengaño alarmante: según un estudio, el 12% de los ingresos hospitalarios están causados por los medicamentos. Te tomas un jarabe para la tos y puedes acabar en urgencias echando baba por la boca, como si fueras la niña de El exorcista. Te tomas un somnífero, porque quieres matarte un poco a fuerza de dormir, y lo mismo acabas metido en una ambulancia con síntomas de infarto cerebral.

El mayor riesgo, no obstante, lo representa la aspirina. Te levantas con dolor de cabeza, porque anoche tuvo lugar la celebración de la boda babilónica de un primo tuyo (pongamos por caso), echas en un vaso una aspirina efervescente y lo mismo acabas con una hemorragia digestiva, porque no tienes unas vísceras de bronce como las de Tánatos.

La vida, en fin, es un lío por sí misma, pero los estudios científicos nos proporcionan estupores complementarios. Lo que ayer teníamos por beneficioso se vuelve hoy dañino. Lo que ayer gozaba del prestigio de la salubridad se transforma en un veneno. Te echas una siesta y resulta que estás matándote un poco. Te tragas un fármaco y lo mismo acabas enchufado a un gotero. Suena el despertador a las seis de la mañana y sueltas por la boca media docena de blasfemias, a pesar de que ese pitido está alargándote la vida. Y así no hay quien se aclare.

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domingo, 12 de julio de 2009

ORTOGRAFÍA

En la librería, veo que un niño se lleva entre sus libros de texto la Breve ortografía escolar, de Manuel Bustos Sousa, aquel librillo que teníamos en la escuela como antídoto contra los titubeos entre la b y la v, como pacificador de nuestros conflictos con la h (que en español es el fantasma en pena del alfabeto), como guía para descifrar el misterio de los diptongos, el enigma volante de los acentos y las simetrías imprevisibles de la homonimia.
La aprobación ministerial del texto es de 1967, y, desde entonces, el autor lo reedita a su costa en la Tipográfica Católica de Córdoba, una imprenta en la que –digo yo- los ángeles vigilan la aparición de posibles erratas, que vienen siempre de mano del diablo. La cubierta del libro sigue inalterada, con su péndola y su rotulación de época.

“Los maestros de primaria lo ponen todos los años”, me aclara el librero, y se extraña uno de esa fidelidad a un libro añejo y de apariencia árida en una época en que los libros de texto –que ya ni siquiera se llaman así, sino material curricular, según creo- aspiran al diseño futurista y al vanguardismo pedagógico.

Bustos Sousa propone dictados para que el alumno se haga con el control de las consonantes más conflictivas: “El viejo veterinario ha visto el viernes una víbora”, o bien: “El viajante iba provisto de suficientes viandas para hacer frente a cualquier vicisitud”, frase esta en la que, por lo que tengo entendido, cualquier alumno medianamente aplicado de la ESO cometería al menos tres faltas de ortografía, al margen de ignorar el significado de al menos tres palabras. Lee uno este libro y le viene al recuerdo la imagen de un cura que dicta -pasillo arriba y pasillo abajo, escrutando con el rabillo del ojo a los galeotes de la caligrafía- un texto con trampas mortales: “Al tirar la piedra en la honda alberca se originaron concéntricas ondas”, y luego, por si faltaba algo: “El pastor lleva su hatajo a abrevar por el atajo del monte”. Y aquello era como acertar la primitiva, porque la h es pura metafísica fonética, al menos en teoría: si se aspira, se disfraza de j, aunque el cura aquel no aspiraba nada, y la h era siempre un lío: “En esta hoya está enterrada una olla con valiosas joyas”. Y así.

En la reciente quinta reimpresión de la quincuagésimoprimera edición de su libro, Bustos Sousa instruye a los niños de hoy en las “abreviaturas más usuales”, a saber: q.b.s.m. (que besa su mano), S.D.M. (Su Divina Majestad), V.S. (Usía), ptas. (pesetas) o S.N. (Servicio Nacional… ¿de qué?), y así sucesivamente. Tampoco se olvida del modo correcto en que hay que escribir en un sobre el nombre del destinatario (con el Sr. D. antepuesto) y sus señas (sin código postal) ni de ofrecer un modelo de rotulación para las letras del abecedario. Las bromas, en fin, del paso del tiempo, que todo tiende a convertirlo en anacronismo. “Sobre el depravado déspota cayó el deshonor y la deshonra”, y vemos al cura, con el libro de Bustos Sousa en la mano, delante de un crucifijo y de una fotografía del déspota.
“El humilde obrero habita en una lóbrega buhardilla”, y niños con los zapatos rotos, y olor a goma de borrar, y la pizarra negra, y el perdón de los pecados, y la leyenda de la vida eterna. Amén.
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jueves, 9 de julio de 2009

COLAS

El género humano está capacitado para soportar una guerra y una posguerra, para sobrellevar una tragedia familiar y un holocausto, para sobrevivir a desastres naturales y artificiales, para resignarse ante la adversidad más atroz, para sufrir con dignidad enfermedades pavorosas, para aguantar humillaciones y para encontrar consuelo en medio del mayor de los espantos.

Lo único para lo que no parece estar hecho el ser humano es para guardar cola.

Estás aguardando turno ante una ventanilla de papeleos variopintos y notas cómo la persona que está detrás de ti va situándose poco a poco a tu lado, porque se ve que el hecho de estar detrás le desazona. Como no estás dispuesto a ceder territorio, avanzas un paso, de modo que te sitúas junto a la persona que tienes delante. Como esa persona que tienes delante tampoco quiere ceder ni un centímetro de territorio conquistado, avanza medio metro, de manera que se sitúa al lado de la persona que la precede. A esas alturas de avanzadilla, la persona que estaba detrás de ti se ha situado ya al lado de la persona que estaba delante de ti. Además, un recién llegado se ha puesto a hablar con el tercero de la cola, que resulta ser su amigo, circunstancia que le permite compartir ese tercer puesto en régimen de gananciales, digamos.

“¿Quién es el último?”, pregunta un advenedizo, pero la respuesta es difícil, porque el último está ya en línea con el antepenúltimo. La cola, en fin, se ha convertido en una estampida sigilosa. Para arreglar el desbarajuste, llega un tipo que se salta la cola entera con una frase mágica: “Sólo voy a hacer una consulta”, sin duda porque da por supuesto que los demás estamos esperando para discutir con el encargado de la ventanilla sobre los orígenes del cante flamenco.

O bien estás en la frutería, soportando con paciencia los titubeos de los clientes, porque no hay sitio en este mundo en que la indecisión se manifieste más que en una frutería, y aparece de pronto una ancianita de aspecto entrañable y galdosiano que pregunta “Niña, ¿a cuánto están los albérchigos?”, interrogante que obliga a la frutera a interrumpir durante dos segundos la tarea de pesar las ciruelas verdes que ha optado por comprar la persona afortunada que ocupaba el primer puesto en la lista de espera. “Niña, ¿esas manzanas son como las que me llevé el otro día?”, y la niña tarda otros segundos en hacer memoria, lo que la obliga a demorar la selección de los melocotones muy maduros que le ha reclamado la persona que es ya propietaria de las ciruelas verdes.

“¿Están ácidos los fresones, niña?”, y la niña frutera, que no es tan niña, emplea otros dos segundos en elaborar una réplica. “Pues entonces voy a llevarme un kilito”, concluye la anciana. En ese instante, los clientes que esperamos turno nos hemos transformado en homicidas potenciales, y elaboramos mentalmente un plan para hacer desaparecer el cadáver de la anciana sin dejar pistas, coyuntura horripilante que se desvanece de forma temporal ante la aparición de un caballero con prisas que le dice a la frutera: “¿Me pone usted dos kilos de manzanas granny smith en un momento?” Y aclara a la concurrencia: “Es que tengo el coche mal aparcado”. De ese modo, los homicidas potenciales ascendemos de rango: ya somos genocidas potenciales.

Y luego ten el valor de ir a la panadería.

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lunes, 6 de julio de 2009

VERANO EN SEPIA







La memoria infantil de los veranos constituye una nebulosa específica dentro de la memoria, una entelequia emocional muy definida, un territorio etéreo que podemos pisar con paso firme. Decía el poeta Ungaretti que recordar es un signo de vejez. Bueno, sí. Depende. Si anda uno optimista con respecto al paso del tiempo, puede llegar a la conclusión de que recordar es un signo de haber vivido, que es lo mismo que lo del poeta, aunque dulcificado por una formulación eufemística. Creo yo, no sé, que el recuerdo es signo de vejez cuando los recuerdos inciden sobre unas realidades anacrónicas que están ya fuera -para siempre- de la realidad.

Los veranos de la década de los sesenta, pongamos por caso... Llegaban al pueblo unos cuantos forasteros, siempre los mismos, puntuales como aves migratorias, y formaban una pequeña comunidad de extraños habituales. Año tras año, ibas viendo envejecer a los mayores y crecer a los pequeños, renovarse las muchachas del servicio, si se casaban, o convertirse en solteronas a aquellas que se acogían a las tareas de servidumbre como si se tratase de un voto eclesiástico. Los abuelos podían estar fumándose un habano bajo el toldo, con guayabera blanca, jugando al dominó, y al verano siguiente llegar en una silla de ruedas, con la mirada perdida en algún limbo. Las ancianas aligeraban el luto perpetuo con blusones negros estampados con tímidas geometrías blancas. Veías cómo una joven madre se convertía de un año para otro en una señora de pelo cano, cómo las niñas se transformaban en mujeres pudorosas de su esplendor repentino, cómo los niños que iban a las rocas a coger camarones y cangrejos se transfiguraban de repente en muchachos que fumaban a escondidas y que hablaban del sexo quimérico de los ángeles con faldas, con el aplomo de unos catedráticos de angeología.
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A la caída de la tarde, las calles olían a colonia y a helado de tuttifrutti y los sedentarios se sentaban a la puerta de la casa en butacas de enea para ver desfilar a los paseantes, y todos se saludaban con una parsimonia decimonónica y atenta, en tanto que los niños salíamos para el cine con un bocadillo envuelto en papel parafinado y con un jersey sobre los hombros, así quemara el aire, para ver una película del Enmascarado de Plata, de vampiros sedientos o de Louis de Funes, o lo que echaran.

Las playas de la infancia son infinitas, como infinito era el tiempo. Por la tarde, llegaban los pescadores con sus cajas de boquerones palpitantes, con su pregón ronco de muecín, y allí vendían aquella plata efímera, mientras que las mujeres buscaban por la orilla, con fondo barroco de crepúsculo, las llamadas habitas de la India para engastarlas en oro inmortal. Las madrugadas eran un silencio sosegado, y se oía el rompeolas a través de los balcones abiertos, o el viento si soplaba, con esa cosa de crujido de crujía de galeón que tiene el sonido del viento cuando le da por romper. Las mañanas templadas eran de café y de churros. Y eran aceras baldeadas con un cubo metálico. Y el guardia municipal, con uniforme blanco y salacot, dirigiendo el tráfico desde su podio con sombrilla, con ademanes de mimo: los cuatro o cinco coches…

Y es que al final va a ser cierto que recordar es un signo de vejez.
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viernes, 3 de julio de 2009

RAMÓN GÓMEZ DE LA SERNA


EL 3 DE JULIO DE 1888 NACIÓ EN MADRID RAMÓN GÓMEZ DE LA SERNA, TAL VEZ EL MAYOR ILUSIONISTA DE LA LITERATURA ESPAÑOLA DE TODOS LOS TIEMPOS.
VA ESTE ARTICULILLO QUE PUBLIQUÉ SOBRE ÉL HACE 20 AÑOS.
...Y FELIZ CUMPLEAÑOS EN LA ULTRATUMBA, MAESTRO.



RAMÓN




No son muchas las ocasiones en que una obra literaria presenta apariencia de caleidoscopio: un complicado dibujo cambiante... o, si se prefiere, una baraja de naipes compuesta de piezas dispares, cada una de ellas de formato y de estampa diversos. Naipes que nunca podrían componer un repóquer, sino combinaciones estrafalarias cuya única fortuna fuese la sorpresa de la combinación en sí.

Quizás más que ninguna otra imaginable, la obra de Ramón Gómez de la Serna puede acogerse con toda legitimidad a esta apariencia de caleidoscopio y de baraja sorpresiva y caótica.

Da la impresión de que Ramón Gómez de la Serna se dedicó a escribir porque no servía para ser trapecista, domador de elefantes, organillero de verbena o mago de circo. Un señor orondo y bajito como él sólo podía ejercer con talento de malabarista el oficio literario. Un oficio oscuro que él hizo radiante como una guirnalda de carnaval, atrevido como un salto mortal sobre la cabeza asombrada de los lectores, sorpresivo como una sesión de magia con trampa y cartón.

Cada vez que se ponía a escribir, Ramón acababa sacando un conejo saltarín de un sombrero de copa, porque eso era lo que realmente le gustaba.

Ramón no sólo quiso inventar la greguería, sino también la novela superhistórica y la falsa novela. Fue, además, un vanguardista que practicó el más castizo laísmo.

Sus títulos no deberían venderse en librerías sino en almonedas, en tiendas de artículos de broma, en los kioscos de los cines de barrio o en el almacén de los gigantes y cabezudos; su nombre no debería escribirse en la historia de la literatura, sino en la Gran Historia de no se sabe exactamente qué.

Cuando abrimos un libro de Gómez de la Serna parece que abrimos la puerta, rotulada con luminotecnia, de un cabaret de variedades.

Por cada página de Ramón corretea el fantasma de un arlequín piruetero gastando bromas. Saltan los conejos sacados de la chistera. Y la propia chistera, que funciona con cuerda, sale andando, marcial y circense, si lo pide la ocasión.

(1989)

jueves, 2 de julio de 2009

LA SELVA CANDENTE





Ahora, con la llegada de los calores, nuestra idea de la civilización occidental comienza a transformarse. Se trata, por supuesto, de una transformación involutiva: una nostalgia súbita del salvajismo.

Esa nostalgia se manifiesta con rotundidad en la querencia al desnudo, cuyo límite de legalidad suele fijarse en el concepto de tanga, que constituye una evolución anatómica no sólo del taparrabos que usaban nuestros antepasados remotos, sino también del bikini, que en su época pareció la intemerata.

De todas formas, son otros muchos los indicios de esa nostalgia selvática que propicia la llegada violenta del verano: las camisas con estampaciones de papagayos, sin ir más lejos. Las camisas con estampaciones de papagayos (y quien dice papagayos dice guacamayos o similares) tienen la virtud de convertir a los seres humanos en selvas ambulantes: te ves venir desde lejos a un individuo con camisa de papagayos (o similares) y es como si estuvieras adentrándote en una región exótica, y late en ti de repente un instinto telúrico, y te dan ganas de aullar, de agarrarte a una liana, de cazar con tu lanza un leopardo.

Las camisas con estampaciones de papagayos suelen combinarse, con escasa ortodoxia tal vez, con gorras de propaganda y con chancletas de propulsión neumática. Una combinación, ya digo, que resulta al pronto chocante. Pero si sometemos ese aparente caos indumentario a un análisis antropológico severo, caemos al instante en la cuenta de que tales elementos heteróclitos conforman un sistema de armonía.

En efecto, los complementos referidos (gorra y chancletas) vienen a constituirse en símbolos transgresores, en emblemas de rebeldía frente a la opresión del peinado y de los kiowas, por no hacer mención siquiera de la terrorífica corbata. Si un empleado tiene que pasarse once meses al año disfrazado de interventor del negociado 1º del distrito 2º de la empresa municipal de aguas, por así decir, es lógico que, nada más llegar a su destino veraniego, se ponga su preceptiva camisa con papagayos (o similares), eche mano de la gorra de propaganda que le dieron en el estanco o en la caja de ahorros, se calce sus chancletas aerodinámicas y se lance a la calle con su uniforme ritual de veraneante indómito, como venganza pública por su labor esclavizante en el negociado 1º del distrito 2º.

Con la subida de las temperaturas, nos entra a todos la nostalgia del grito de Tarzán, la nostalgia del alarido del hechicero en trance, del rugido gutural de la bestia encelada y del bramido egolátrico del gorila, de modo que vamos por la calle, de madrugada misma, chillando, pateando papeleras, cantando coplas rocieras a coro, entonando himnos pandilleros, porque sabemos que las selvas, de noche, tienen que ser ruidosas si quieren merecer la consideración de selva, y ningún animal debe dormir tranquilo en una selva, reino del sobresalto: la serpiente que se come al ratón, el sapo que engulle una luciérnaga…

Con la llegada del calor, en fin, todos acatamos nuestro papel en esa representación teatral que es el verano. Una representación teatral ambientada en una selva en la que casi todos sus habitantes hacen lo posible por ser más salvajes que los demás.
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miércoles, 1 de julio de 2009

ATAQUES NOCTURNOS


Si vemos una vaca en mitad del campo, no es normal que pensemos en comérnosla, porque una vaca sólo puede despertarnos el apetito en situación de descuartizamiento, ya sea bajo apariencia de chuleta, de entrecot o de pinchito más o menos moruno.

La vaca, como tal, no resulta, en fin, apetecible, y hasta puede llegar a extrañarnos un poco el hecho de que nos comamos a ese animal meditabundo que pasta por los prados moviendo la boca como si mascase chicle en vez de yerba. Vemos una vaca y no se nos despierta ningún tipo de instinto asesino, por mucho que nos guste organizar barbacoas: una cosa es la vaca como cosa en sí y otra muy distinta lo que da de sí la vaca cuando pasa por un matadero y se exhibe en el mostrador refrigerado de una carnicería, cuando ya la vaca no es propiamente una vaca, porque ahí sale a escena nuestra capacidad de abstracción: vemos un trozo sanguinolento de carne y lo imaginamos humeante en un plato, en su punto, con su guarnición aleatoria. Porque la vaca ha dejado de existir, ya digo, como categoría kantiana (es decir, como concepto puro del entendimiento) para entrar de lleno en el ámbito de la gastronomía, que hoy por hoy aspira a convertirse en una modalidad hedonista de la metafísica.

Ahora bien, si vemos un mosquito, nos sale de inmediato el aniquilador que llevamos dentro. No comemos mosquitos, por supuesto, pero estamos convencidos de que los mosquitos están deseosos de devorarnos, así sea en pequeñas dosis, porque ellos son unos vampiros liliputienses, dráculas en miniatura, pequeños chupasangres de las tinieblas veraniegas, y les tenemos la guerra declarada. Apagamos la luz y oímos de pronto un zumbido amenazante, algo así como el vuelo de un pequeño reactor japonés, y de repente nos sentimos igual que Pearl Harbour, como quien dice, aterrados ante ese ataque nocturno y alevoso, de modo que encendemos la luz, pero el mosquito se ha esfumado, ya que su técnica militar consiste en evitar el cuerpo a cuerpo.

“¿Dónde se habrá metido?” Un resorte de optimismo insensato nos sugiere que se ha batido en retirada, intimidado ante la envergadura del contrincante, de modo que apagamos la luz. Pero el mosquito, como es lógico, ataca de nuevo, y de nuevo encendemos la luz, y de nuevo el mosquito desaparece como por arte de prestidigitación, y de nuevo apagamos la luz, y de nuevo nos ronda el mosquito, y encendemos la luz por tercera vez, y por tercera vez el mosquito se eclipsa, y empezamos a maldecir a los progenitores del mosquito, porque el sueño nos vence, y comprendemos que eso forma parte de su estrategia bélica: destruirnos psicológicamente, desmoralizarnos.

Así que apagamos la luz y decimos: “Que sea lo que Dios quiera”, y nos dormimos oyendo el zumbar de ese enemigo pequeño que demuestra como ningún otro que no hay enemigo pequeño. Y, a la mañana siguiente, tenemos en el cuerpo la huella enrojecida de su ataque, nuestra herida de guerra, la señal humillante de una escaramuza en la que nos dimos por vencidos de antemano, porque los mosquitos parece que han estudiado en West Point.

Y las vacas, mientras tanto, ajenas al terror de la cadena alimenticia.


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