jueves, 27 de agosto de 2009

LA GLORIA Y EL BACALAO



Un día, mientras paseábamos por la ribera del Duero, en Oporto, esa ciudad tobogán, mezcla rara y fascinante de siglo XVIII y de años 50, bajo nubarrones que parecían ectoplasmas de plomo, el escritor Enrique Vila-Matas, coleccionista de rarezas metafísicas y de azares pintorescos –en el caso de que exista algún azar que no merezca la calificación de pintoresco-, nos señaló a Jorge Edwards y a mí una lápida de mármol colocada sobre el dintel de un portón y, con esa forma suya de sonreír que parece basarse en una sonrisa indefinidamente postergada, nos dijo: “Leed lo que pone”, y lo que leímos fue lo siguiente: “Aquí nació Josè Luis Gomes de Sá (1851-1926), que inventó para el mundo el bacalao al gomes de sá, gloria de la cocina portuguesa. Homenaje de sus admiradores de Portugal y de Brasil. 1988”.

Está bien, ¿no? Inventas una receta de bacalao y tus admiradores perpetúan en mármol tu memoria, por si alguien cometiese la imprudencia de olvidarse de ti, pues suele tener mala memoria la Humanidad no sólo para los inventores de recetas de bacalao, sino también para los inventores en general: ¿qué lápida de mármol o qué monumento de bronce conmemora al inventor de la compresa con alas, pongamos por caso, o al de la gamuza mágica para limpiar metales? ¿Qué estatua ecuestre glorifica el paso por este mundo del inventor de las espuelas? ¿Qué monolito eterniza al filántropo que tuvo la ocurrencia de concebir el turrón para diabéticos?

El género humano es desagradecido, según parece, pues nada resultaría más sencillo que el hecho de llenar nuestras ciudades de monumentos dedicados a la memoria de la gente inventora, a la que tantos prodigios debemos: el exprimidor de zumo, el cuchillo eléctrico, el edredón de pluma, los huevos a la flamenca, el ensartador automático de hilo de coser, el gazpacho, la mortadela con aceitunas, las bolas chinas vaginales, el sacapuntas de manivela… Qué sé yo. Iría uno por la calle absorto en la contemplación de monumentos y en la lectura de lápidas, y se admiraría del ingenio ajeno, lo que siempre constituye un ejercicio moral excelente, pues nada consuela más que la certeza de que existen congéneres nuestros que se toman la molestia de inventar para que el prójimo obtenga beneficio cotidiano de esa invención, así se trate de un matamoscas eléctrico o de una bayeta antiadherente.

Gomes de Sá, inventor del bacalao al gomes de sá, murió hace muchos años, pero aún hay gente en Portugal y en Brasil que admira a Gomes de Sá propiamente dicho y que degusta el bacalao al gomes de sá, gloria de la cocina portuguesa. Un hombre con suerte, sin duda, este Gomes. Porque la mayoría de los inventores, ya digo, se va de este mundo sin dejar estelas de admiración, a no ser que su invento consista en la luz eléctrica o en la bomba atómica. Y se pregunta uno: ¿cuánto puede costar una lápida que eternice el nombre del inventor de la campana extractora o el del creador del helado de chocolate blanco con chocofriskis de Illinois? Cuatro duros. Y por esos cuatro duros ningún inventor sería menos que Gomes de Sá, que, a fin de cuentas, le debe su inmortalidad al bacalao, esa sustancia alquímica de los portugueses.

sábado, 22 de agosto de 2009

PALABRAS DIFUNTAS



En virtud de su tradicional prudencia filológica, interpretada por algunos suspicaces como rasgo de carcundia y de afición a la retaguardia, la Real Academia Española de la Lengua aún no da cabida en su diccionario a bastantes palabras que utilizamos cotidianamente, pues temen con razón los académicos que se trate en su mayoría de términos volanderos, muletillas y neologismos de vida breve, pero recoge en cambio palabras que nadie utiliza jamás… aunque digamos mejor casi nadie, en fin, por no apostar de manera arriesgada por la universalidad de la afirmación, ya que son escasas las afirmaciones que afectan al total del universo, incluida tal vez esta afirmación misma.

Imaginemos que alguien nos pregunta, qué sé yo, por un pariente o conocido y que le respondemos algo así como: “Le sentó mal el conducho de cámaros y está en cama y camariento, de modo que distrae las horas haciendo esquicios de esquientas en el fundago campés”. Cabe suponer que casi lo mismo le daría a nuestro interrogador una respuesta formulada en una variante argótica del dialecto que emplean los pescadores en el sureste de Groenlandia, por no señalar a nadie en concreto, pues hay ocasiones en que nuestro propio idioma se nos vuelve incógnito y raro, con aires de trabalenguas cómico o de fórmula de hechicería.

El celebrado estilista barbichivesco, gallego y manco que se bautizó a sí mismo como don Ramón María del Valle-Inclán era muy partidario de frases como la siguiente: “El tío Juanes apareja el cuartago bajo el alpende”, o bien como esta otra: “¡Y ese solimán se berrea tanicuanto le aprieten las mancuerdas!” Frases ambas, según se ve, que denotan bizarría, tanto en el sentido francés como en el sentido español de la palabra bizarría: rareza y valor, a más de un poco de empacho de narcisismo estilístico, como es lógico, lo que sería ya cuestión aparte.

Cualquier diccionario está lleno de palabras medio difuntas o difuntas del todo, desusadas, en vías de extinción si no ya extintas, huéspedes de una especie de morgue lexicológica, rígidas ya, acartonadas, sin el calor de unos labios que las pronuncien con ira o con dulzura, porque el camino de cualquier lengua está sembrado de cadáveres verbales, caídos a plomo a la sima del olvido por pura desemantización repentina: ¿quién fue la última persona que pronunció en su conversación la palabra “corrozco” o la palabra “luva”, por ejemplo?

Qué extrañas son las palabras olvidadas, fósiles del idioma, inutilizadas por el tiempo, tan aficionado a arrasar las huellas de lo humano en este mundo.

Palabras y palabras que nuestros antepasados pronunciaban para expresar sus zozobras y venturas, para designar un apero o para describir una loma, para cantar con pena los ojos desdeñosos de una amante o para ensalzar el pelaje de un carnero, que no todo podía ser lirismo ni laúd. Palabras expulsadas de la realidad, flotantes en el limbo de los diccionarios, extravagantes y disecadas, degradadas a pintoresquismo de escritor arcaizante las de mayor fortuna… Palabras y palabras, en fin. Palabras en el tiempo sin el tiempo.


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domingo, 16 de agosto de 2009

LES PAUL






Ha muerto Les Paul. A los 94.

A principios de los 90, le vi tocar en un club neoyorkino, con dos guitarristas de acompañamiento.

Silvia y yo vimos el anuncio a última hora en Village Voice y salimos corriendo para allá. No había entradas. El portero se prestó a remediar el desastre. Habló con una pareja que ocupaba una de las mesas y le preguntó si no le importaba compartirla con nosotros. No le importó. Y, de vernos en la calle, nos vimos en primera fila.

Más que su música, me atraía de Les Paul su condición de diseñador de guitarras, en su trono compartido con Leo Fender. Cuando yo tocaba en grupos, tuve una Les Paul de principios de los 70 que le compré por muy poco a un militar americano que andaba por la Base de aquí. Había soñado con tener una desde los 12 años. Pero -lo que son las cosas- no me entendía con ella, y con las guitarras hay que entenderse muy bien. Para los solos resultaba magnífica, con una pastilla de agudos de mucho mordiente y con una pastilla de graves muy densa, muy solemne y aterciopelada. Pero para las partes rítmicas era imposible: formaba una nube confusa, y no me veía capaz de ecualizar aquella especie de tormenta. Ante la insistencia de un amigo con más afán domeñador que yo, acabé -qué tontería- vendiéndosela.

La música de Les Paul, cursi y maravillosa, solía sonar con frecuencia alarmante en los ascensores y en el piano-bar de los hoteles en los años 6o y 70, y de ahí su inmerecido descrédito: mera música ambiental, esa aberración contemporánea: la música quieras o no quieras.

A Les Paul, en fin, se le podía oír tocar a dos metros de tu mesa por veinte dólares, en un pequeño club de la Tercera Avenida en el que cabían apenas cincuenta personas.

Un hijo suyo con aspecto de poca desenvoltura manejaba una cámara de vídeo para grabar la actuación. Les Paul pidió un aplauso para él: "My son", dijo, señalándolo con la misma prosopopeya con que hubiese señalado, no sé, a Alfred Hitchcock o a John Huston.

Al término de la actuación, Les Paul firmó varias guitarras de sus modelos a algunos mitómanos que andaban por allí.

En la puerta del club, su hijo, con gesto cándido de no enterarse de gran cosa, sostenía con las dos manos un cartelón en el que podía leerse: "La verdadera historia de Les Paul. Sólo dos dólares"; a su lado, encima de un taburete, había una pila de pliegos con la verdadera historia del hombre mítico que en ese instante se tomaba un vaso de agua en la barra.

"The dreams that you dare to dream..."

Hoy lo recuerdo tocando, sonriente, "Over the Rainbow", allí, a apenas dos metros de la mesa que compartíamos con unos desconocidos, en un tiempo que su muerte convierte ahora en legendario o tal vez en fantasmal, quién sabe, desconcertante y fugaz como todos los arco iris.

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lunes, 10 de agosto de 2009

EL ENMASCARADO DE PLATA



La memoria de mi infancia es un verano infinito, una playa fantasmagórica habitada por figuras de cera, un tiempo circular. El Cine Playa estaba especializado en películas de terror, en sentido amplio: cualquier historia anómala, cualquier descabellada fantasía. Y me acuerdo ahora, con este calor hostil, de Santo, el Enmascarado de Plata, aquel campeón de lucha libre convertido en superhéroe por la industria cinematográfica mexicana y ascendido al rango de ídolo nacional por sus compatriotas.

De batirse en el ring con rivales que se hacían llamar el Lobo Negro, el Murciélago o el Ruso Loco, aquel enmascarado acabó batiéndose en los mundos de ficción con el Rey del Crimen, con el Estrangulador, con Drácula, con el Hombre Lobo, con los cazadores de cabezas, con el doctor Frankenstein y con la hija de Frankenstein, con las mujeres vampiro, con la Momia, con los zombies, con los jinetes del terror, con la Mafia del Vicio y con el barón Brákola. Todos aquellos engendros y villanos más o menos sobrenaturales le hacían perrerías, pero Santo acababa saliendo victorioso, porque el representante de la bondad era él: Rodolfo Guzmán Huerta, nacido en Tulancingo en 1917 y muerto como héroe popular de México D.F. en 1984.

En sus comienzos como luchador, Santo decidió enmascararse, y enmascarado se mantuvo en público hasta pocas semanas antes de su muerte, cuando decidió desvelar en un programa televisivo el enigma de su cara. (A principios de los años 40, un rival consiguió arrancarle la máscara durante una pelea, pero resultó que debajo tenía otra, porque el mismo Santo avisó a los curiosos: “Nadie hay detrás del Enmascarado. Todos y ninguno a la vez”.) No obstante, fue enterrado con la máscara puesta, como gesto simbólico de fidelidad a su secreto, o quizá porque quien en realidad moría no era Rodolfo Guzmán, sino un personaje que pertenecía al supramundo de los seres prodigiosos.

Es muy vago mi recuerdo de sus películas, y busco ahora sus títulos: Santo en el Museo de Cera, Santo en el Hotel de la Muerte, Santo contra la invasión de los marcianos, Santo en el tesoro de Drácula, Las momias de Guanajuato… (Y, de pronto, una desconcertante resonancia metafísica: Santo frente a la muerte.)

De niño, en las noches estáticas de verano, me iba al Cine Playa y la realidad comenzaba a trastornarse: vampiros noctívagos y sedientos, licántropos feroces, campesinas rubicundas convertidas en siervas lascivas del conde de Transilvania, marcianos psicóticos, espectros de templarios que cabalgaban a lomos de bestias fantasmales… Un surtido de horrores, un muestrario de trasmundos.

Ahora, con este calor, se acuerda uno de cosas, porque la infancia habita un verano eterno. Santo contra las lobas, Santo contra el Cerebro Diabólico, Santo contra la magia negra… El Enmascarado de Plata luchaba, en definitiva, contra casi todo, porque su misión consistía en poner un poco de orden en un planeta amenazado por toda clase de seres impensables.

Jubilado del ring y de los platós, el Enmascarado trabajó durante un tiempo como escapista junto al mago Yeo, hasta que un día se escapó del mundo para no volver. Su féretro lo cargaron Blue Demon y Black Shadow, sus antiguos rivales deportivos.

De vez en cuando, en fin, con la llegada del calor, el caprichoso recuerdo trae la imagen enmascarada de Santo, huésped excepcional de mi memoria de la infancia, ese neblinoso verano que no acaba jamás.

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viernes, 7 de agosto de 2009

ALMOHADAS


El relleno de una almohada puede ser de diversos materiales, incluida la pluma de aves desplumadas. Como suena: existe gente que duerme sobre los restos mortales de seres voladores. Hay que tener valor, desde luego, para apoyar la cabeza en una almohada de pluma y dejar que la cabeza en cuestión planee a su aire por las regiones ondulantes de los sueños: lo mismo sueñas, no sé, que eres un pato al que persigue el punto de mira de una escopeta, o que eres un ángel aterrado de tener alas en la espalda, porque te duelen, de modo que, en un mal día, maldices a Dios y te conviertes en un ángel caído, fétido y pérfido, allá en las regiones infernales, agitando alas negras, tintadas por las tenebrosidades de tu alma echada a perder. O qué sé yo: apoyas la cabeza en una almohada de pluma y lo mismo sueñas que eres el jefe de una tribu apache, y en la mayoría de las ficciones los apaches tienen todas las papeletas de la tómbola de la desdicha, así que vas a descansar poco, porque los desdichados viven instalados en el desasosiego.

Si las almohadas hablasen, nos quedaríamos de piedra. La única ventaja de los sueños es que se olvidan casi a la vez que se conciben, aunque es probable que nuestra almohada lleve un registro de todos nuestros sueños, ya sean amables o atroces. En el interior de una almohada es posible que se tejan laberintos minuciosos, con muros hechos con los despojos de la razón, y eso está ahí, ¿verdad?

Cuando cambiamos de almohada, nos pasamos dos o tres días sin soñar gran cosa, porque nuestra cabeza duerme sobre una materia impoluta. Pero, a partir del cuarto día, vuelven los sueños, con todo su vodevil de sinsentidos, con su circo freudiano, con su guiñol de alucinaciones: nuestra almohada se ha manchado con los vertidos invisibles de nuestra mente, y es ya un elemento tóxico del menaje doméstico.

Cuando dormimos en un hotel, jamás logramos descansar del todo, porque se nos cuelan en la cabeza los sueños confusos de los miles de viajeros que nos han antecedido en el uso de la almohada en cuestión, y no es raro que, en mitad de la madrugada, se despierte uno sobresaltado, sudando, aterrado de sí mismo: te has contagiado de un sueño ajeno, demasiado exótico para tu conciencia; un sueño quizá inacabado que andaba errante por el tejido del relleno de la almohada, buscando una víctima anónima y fortuita para cumplirse, porque a los sueños no les gusta que se les deje por la mitad, al saber de sobra que por ese flanco les viene su desprestigio histórico: ser el territorio natural de la inconsecuencia, a pesar del optimismo de algunos psicoanalistas.

Sólo añadir que la almohada de un enfermo viene a ser parte de su enfermedad: esa blancura sucia que esponja el sudor y la fiebre, que sirve de bosque encantado para la microfauna bacteriológica o vírica y de apoyo para una cabeza despeinada, con ojos visionarios, ardientes y rojizos, como si estuviesen sufriendo una visión anticipada de los trasmundos, que es adonde nos iremos todos cuando nos llegue la hora, como no hace falta decir.


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lunes, 3 de agosto de 2009

MEDITACIONES OCIOSAS





Los alegres hedonistas ensalzan el ocio, como no hace falta ni decir. Los severos moralistas, en cambio, lo censuran y condenan. Ambos, al fin y al cabo, por el mismo motivo: porque el ocio es fuente potencial de placer, y hay quien ve placer en el placer y hay quien ve en el placer un peligro para la pureza del alma, que ya son ganas de ver cosas invisibles.

Sea como sea, el caso es que ayer tenía yo el espíritu ocioso, alejado de ocupaciones y de preocupaciones, flotante en el mismísimo nirvana, como quien dice, y me dio por pensar en el primer ser humano que se comió una alcachofa.

Después de un rato dedicado a pensar en esa circunstancia escalofriante, acabé casi temblando, si les soy sincero: muy desesperado debía de estar aquel lejano antepasado nuestro para ver una alcachofa y llegar a la conclusión de que aquello podía ser comestible, porque lo cierto es que, así al pronto, una alcachofa se parece un poco al casco de un power-ranger, y nadie se traga eso, ni siquiera los niños, que son fakires natos, aficionados a tragarse todo, en especial lo que no debieran, porque con los potitos hay veces en que se ponen rebeldes.

Comerse una alcachofa cruda, cielo santo: con esas hojas duras y punzantes, con ese aspecto de granada de mano paleolítica, con esa tonalidad de verde militar… Cosa distinta es que aquel antepasado nuestro se hubiese encontrado –por la vía del milagro divino, no sé- una olla con un guiso humeante de alcachofas con chícharos, porque eso está muy bueno, o que se hubiese topado con un lago repleto de corazones flotantes de alcachofas, llevadas allí por el azar o por un vendaval antediluviano, pero ¿una alcachofa cruda?

Y así, en fin, pasé el rato, con un nudo alcachofero en la garganta, como si tuviese una alcachofa de diez centímetros de diámetro atascada en la traquea, en actitud solidaria con el pionero de la ingestión de alcachofas, que tiene un mérito.

Como el pensamiento ocioso es derivativo y errabundo, al rato estaba pensando yo en el primer humano que vio una vaca y decidió devorarla. (Allí, en pleno campo prehistórico, sin cuchillos adecuados, desperdiciando sin duda el solomillo, ignorante del arte de la salazón, etcétera.) Hay algo terrible en eso, ¿no? Ver una vaca pastando en paz y ponerte a segregar jugos gástricos, y acabar matando la vaca. Hoy vemos una vaca y no vemos propiamente una vaca, sino más bien una humeante parrilla argentina, porque una vaca es ya para nosotros un referente cultural de orden culinario, pero, allá en el amanecer de las civilizaciones, había que ser un genio para ver una vaca prehistorica y adivinar que de aquel animal de aspecto melancólico podían obtenerse chuletas, costillas, entrecots al punto, solomillos a la pimienta y huesos para el puchero.

En definitiva: no sé si el ocio resulta favorable o perjudicial, pero el caso es que pasé una mala tarde, pensando en disparates y vainerías, que es de lo que se trata a fin de cuentas, porque el disparate nos exime de comprender la realidad, en el caso de que la realidad pueda ser comprensible, extremo del que me permito dudar con la conciencia muy tranquila.

A causa de esas meditaciones antropológicas, me entró hambre, así que fui a la cocina, abrí una cerveza y me preparé un pincho de tortilla. Hasta que me dio por pensar en la angustia que debe de suponer para las gallinas el hecho de poner un huevo. Y allí se quedó el pincho de tortilla. Y ya veremos en qué acaba todo este lío.
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