lunes, 29 de marzo de 2010

LA HORA ELÍPTICA




Hemos tenido que adelantar una hora los relojes, porque incluso el Tiempo acaba siendo esclavo de las decisiones políticas, a las que todos nos debemos, seamos personas, seamos ganado del tipo vacuno o del tipo ovino o bien seamos abstracciones.

No puedo presumir de ser lo que se dice un especialista en cambios horarios, todo lo contrario más bien, aunque supongo que existirán tantas razones para adelantar la hora como para dejarla como estaba, a pesar de que las razones en contra resultan ociosas a estas alturas: las 11 de la mañana son ya las 12 del mediodía, inexorablemente, hasta que nos den la contraorden de atrasar los relojes, allá por el otoño, que es precisamente cuando a uno le gustaría que el anochecer llegara más tardío, para aplazar un poco el efecto de esa melancolía sin porqué y sin alivio que suelen inocularnos las tinieblas durante las estaciones frías.

Vive uno de repente en una especie de doble régimen temporal, no sólo porque cuesta habituarse a esta elipsis, a esta hora robada, a esta hora nonata, borrada por decreto y de un plumazo de la historia general del tiempo, sino porque la pereza nos hace dejar en la hora antigua ese reloj de pared que queda altísimo, hasta que un día cojamos la escalera de mano para alguna otra cosa y adelantemos las manillas de ese reloj recalcitrante, marcador de una hora difunta, rezagado y absorto en su lógica de mecanismo invariable, ajeno al quita y pon que se traen los humanos con las horas.

También seguirán marcando una hora anticuada esos relojes de pulsera que apenas usamos y que, no obstante, prosiguen su fiel tictac en el cajón de una cómoda o en el secreter de la mesilla de noche, y, cuando algún día saquemos alguno de ellos de su estuche, creeremos al pronto que se nos ha averiado, pero luego nos acordaremos del cambio primaveral de hora, y pensaremos en esa hora que jamás existió, y sincronizaremos entonces el reloj cimarrón con sus colegas vanguardistas.

Los relojes llamados digitales merecen capítulo aparte, ¿verdad? Porque las manillas de un reloj de cuerda las movemos con facilidad y sin tener que pensar siquiera en cómo hacerlo, por un acto reflejo adquirido desde que nos regalaron nuestro primer reloj ruidoso, pero ¿cómo se adelanta un reloj digital? No creo que nadie se sepa eso de memoria, de modo que hay que recurrir al manual de instrucciones, y entonces surge un problema complementario: ¿dónde estará el manual de instrucciones del reloj? Revuelves media casa y, por fortuna, el manual aparece antes de verte obligado a revolver la otra mitad. “Estupendo”, dices, así que abres el manual de instrucciones, que viene en ocho idiomas, y, al leerlo en español, compruebas que lo mismo te daría leerlo en japonés, por la simple razón de que el manual instructivo de tu reloj digital de fabricación taiwanesa parece haberlo traducido un musulmán suní de Tayikistán emigrado a Kao-hsiung para aprender la lengua de Cervantes en la academia de idiomas clandestina de un turcumano.

Y es que con el tiempo, en fin, conviene jugar lo menos posible, por si acaso. Por si acaso le da por jugar a correr más aprisa.


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viernes, 26 de marzo de 2010

LA SEMANA



Ya huele a incienso, o casi. Ya huele a cera, o casi. Ya está ahí. A la vuelta de la esquina. La semana. Con sus siete días de penitencias aliviadas con música y con caramelos. La mascarada doliente. La cabalgata de los pecadores. El tan tan ratratán. El tituriru.

Ya están los partidarios de María Santísima de los Siete Puñales, como quien dice, haciendo cola para sacar la papeleta de sitio, y eso es lo bueno que tienen las procesiones: que siempre hay plazas disponibles, al contrario que en los hospitales. Ya están los devotos del Cristo del Perdón Infinito, por así decir, planchando su capa púrpura, su antifaz de raso negro, su túnica blanca con botones verdes, que ni a Victorio ni a Lucchino juntos se les ocurriría una cosa así, un atuendo de tantísimo ringorrango y majestad.

Ya están los musiquitos marciales sacando brillo a su corneta, cepillando el gorro emplumado de húsar, dando lustre a sus entorchados y charreteras. Ya están algunos dejando reluciente su coraza de centurión romano, su espada imperial, su casco con penacho de plumas ondulantes. Ya están desempolvando los capataces el terno azul de las grandes efemérides. Ya sueñan los costaleros con su epopeya hercúlea, al ritmo de trombosis de los trombones y al son de claridad de los clarinetes. Y de los tambores. Y de los timbales. Y del gong majestuoso, que siempre que suena parece anunciar la aparición entre fumarolas de Fu Manchú.

Ya queda poco. Ya queda nada. Ya se huele la cera. Ya se huele el incienso. Esto ya huele a gloria. Tan tan ratatrán.

Vas por la calle de Nuestra Señora de las Angustias en dirección a la calle del Espíritu Santo y te ves obligado a desviarte por la plaza de la Virgen de la Merced, atajar por el callejón de Nuestro Padre Jesús Cautivo y cruzar a toda prisa la avenida del Santo Sepulcro, porque en ese instante entra majestuoso en la antedicha calle de Nuestra Señora de las Angustias el paso de caoba y oro del Cristo de los Ocho Cilicios Caído Tres Veces en el Calvario, y al regreso tendrás que desviarte por la ronda de Jesús de la Salud para llegar a tu casa, sita en la calle de San Pablo Miki, porque el paso del trono de plata churrigueresca de María Santísima del Octavo Dolor estará inundando de esplendores penitenciales la plaza de San Alfonso María de Liborio.

Ya está ahí. Ya se huele. Todo llega, cofrades: las largas madrugadas errabundas, el calor litúrgico de los cirios, la luna de plata reflejada en los candelabros de plata, la algarabía barroca de chimpampunes y de voces de mando, la perspectiva cónica de los capirotes… Inolvidable. Cada detalle resulta inolvidable. Ratatrán.

En las peñas flamencas, los cantaores compiten en desgarro, melodramatismo y ayayay para ganar el concurso de saetas. A la puerta de los templos, las furgonetas de las floristerías descargan rosas y claveles, lirios y tulipanes, azucenas puras y orquídeas pecaminosas. Los pasteleros levantan pirámides ambarinas de torrijas. Los desesperados hacen su lista oficial de reclamaciones para leérsela a las divinidades ambulantes.

Ya está aquí. Ya llegó. Siete días con sus noches. Tiruriru. Buena suerte. Y ánimo.

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viernes, 19 de marzo de 2010

BIOGRAFÍAS



Soy lector vehemente de biografías. Por temporadas, en realidad, no leo apenas otra cosa. (Ahora, por ejemplo, estoy en esa racha.) Me interesa de ellas la información, claro está, pero también la narración: la habilidad del biógrafo para dar un tratamiento novelístico a los datos. (Un tratamiento novelístico linealmente decimonónico, para ser más preciso, porque así se libra uno del fárrago: creo que las mejores biografías trazan una línea recta, sin lujo de espirales.) (Y mejor cuanto menos afán psicoanalítico mueva al biógrafo, aunque las conjeturas de inspiración más o menos freudiana resulten casi inevitables en cualquier biografía.)

Me permito comentar algunas de las leídas recientemente, por si alguien comparte esta afición y le da alguna pista. (Y se admiten, claro está, sugerencias.)


Muriel Spark, MARY SHELLEY. Bien, pero ligera. Más básica y divulgativa que otra cosa. (En cualquier caso, conviene complementarla con Memoria de los últimos días de Shelley y Byron, de E.J. Trelawny, que fue amigo de ambos poetas y que, a la muerte de Shelley, le propuso matrimonio a Mary, aunque sin éxito.)

Peter Ackroyd, POE. Correcta, pero me temo que tal vez insuficiente. Sabe a poco. Le falta, creo, esa minuciosidad un tanto demente de las biografías exhaustivas: Ackroyd trabaja aquí con brocha gorda, digamos.

Graham Robb, RIMBAUD. Excelente. Muy bien desarrollada –y documentada, y razonablemente conjeturada en lo necesario- la parte de Abisinia. Se confirma el prejuicio: el joven Rimbaud era difícil de soportar; el Rimbaud retirado en África, sin embargo, actúa como pedestal de su propio mito: ese comerciante codicioso, desengañado del mundo pero no del dinero…

Francesca Romana Paci, JAMES JOYCE. Sin estar mal, mejor irse directamente a la de Richard Ellman.

Juan Lamillar, JOAQUÍN ROMERO MURUBE. Un acercamiento ameno y muy bien documentado –y muy bien escrito- a este poeta menor, que tuvo el mejor sitio de trabajo posible: los alcázares de Sevilla.

Calvin Tomkins, MARCEL DUCHAMP. Magnífica. El primer capítulo resulta un tanto árido, pero luego se vuelve fascinante, como lo fue el biografiado, aquel vago esencial que acertó a convertirse en precursor de tantas frivolidades artísticas de anteayer, de ayer y de hoy: la importancia del concepto artístico en detrimento de la obra artística en sí, por ejemplo. Imprescindible, creo, para entender muchas cosas y poses –y gatos por liebres- del arte contemporáneo.

Dominique Bona, GALA. Un poco blanda por momentos, pero excelente al cabo, gracias al magnetismo misterioso de Gala Dalí, ese gran personaje de novela que vivía fuera de una novela. (Las cosas comienzan con aires de cuento de hadas y acaban con tinte de relato de terror.)

Amelina Correa, ALEJANDRO SAWA. Me temo que resulta demasiado profesoral, árida y confusa.

Noel Stock, EZRA POUND. Farragosa, aunque tiene -tal vez inevitablemente- capítulos de interés.

Mark Polizzotti, ANDRÉ BRETON. Excelente, concisa y ágil. Ofrece un retrato de cuerpo entero de Breton, virrey del dadaísmo y Papa del surrealismo. Un personaje tan fascinante como irritante, a partes iguales.

Andrew Field, DJUNA BARNES. Este biógrafo fue una de las mayores pesadillas de Nabokov (indispensable, por cierto, la biografía del ruso debida a William Boyd, magnífica y modélica; e indispensable también, al menos para nabokovianos, la que Stacy Schiff dedicó a Véra Nabokov). Aquí resulta más atrayente la biografiada que la biografía: el libro lo salva la sombra poderosa de Djuna Barnes. Se lee con desconfianza, dados los antecedentes fantasiosos de Field, pero no obstante con interés.

Peter Ackroyd, SHAKESPEARE. Centenares y centenares de páginas para marear cuatro datos imprecisos y llegar a la conclusión de que no se sabe casi nada a ciencia cierta sobre Shakespeare. De todas formas, como tiene que llenar las páginas con algo, ofrece un buen retrato, muy vívido, de la época, que es algo que está muy bien, desde luego, pero que tal vez no se corresponda con lo que uno buscaba.
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domingo, 14 de marzo de 2010

COSMOPOLITISMO




Esta es la historia de un tipo que decidió ser cosmopolita, el Marco Polo de su pueblo, como quien dice. Siempre le habían tentado las lejanías, la tierra incógnita, los enigmas asiáticos y los esplendores burgueses de la vieja Europa, la rudeza de los paisajes africanos y la blancura aterradora de los polos. “¡Qué exóticos prodigios no habrá más allá de este pueblo!”, se decía. “¡Qué gran regalo debe de ser el mundo para quien pueda perderse por el mundo!”

Un día de tantos, se animó a transformar sus quimeras y anhelos en experiencias, porque vio en el periódico el anuncio de ofertas magníficas para los trotamundos y aventureros, y tuvo la impresión de que, más que una oferta publicitaria, era aquello en realidad la aparición de un duende cautivo en una lámpara maravillosa, un duende dadivoso que le preguntaba: “¿Adónde quieres ir por cuatro perras?”

En efecto, una compañía aérea alemana ofertaba vuelos entre Jerez de la Frontera y Zurich por 59 euros, entre Sevilla y Londres por 49, entre Sevilla y Austria por 59. “Hombre, no es lo mismo que ir, qué sé yo, a Qurghonteppa o a Tegucipalga, pero no está mal”, de modo que entró en la página web de la compañía para hacer su reserva. Pero el duende de la lámpara maravillosa parecía haberse transmutado en un extorsionista de la Mafia, ya que el vuelo más barato que encontró entre Jerez y Zurich costaba 438 euros, entre Sevilla y Londres 503 euros y entre Sevilla y Austria 548 euros. “Esto ya no es lo mismo”, se dijo, de manera que siguió alimentando sus ensoñaciones de cosmopolitismo con la resignación con que lo había hecho hasta entonces, sintiéndose un esclavo del terruño nativo.

Al día siguiente, no obstante, vio en el periódico el anuncio de ofertas también fabulosas, esta vez por parte de una compañía ibérica. La propaganda era escueta y rotunda, sin detalles: Ginebra (ida y vuelta) 49 euros, París (ida y vuelta) 69 euros, Milán (ida y vuelta) 73 euros. Y se le despertó de nuevo el optimismo. “Son tres destinos buenos”, se dijo, y se apresuró a entrar en la página web de la compañía con el ánimo exaltado por la inminencia de una grata aventura. De todas formas, aquella exaltación le duró poco: el vuelo más barato que encontró para ir a Ginebra ascendía a 1.676,25 euros, más gastos de emisión (entre 12 y 20 euros); el más barato para ir a París costaba 1.450,05 euros (más gastos de emisión) y 873,53 (más gastos de emisión) el vuelo más barato a Milán.

“¡Esto es un fraude! Están jugando ustedes con los sueños de la gente”, le dijo el cosmopolita frustrado al empleado de la compañía que atendió su llamada de protesta. “Es que para conseguir esas gangas hay que estar muy pendiente, porque son muy pocas las plazas a las que se les aplica esa tarifa, ¿me explico? Si vendiésemos más de uno o dos billetes por vuelo a ese precio, nos arruinaríamos, y nadie quiere arruinarse, ¿verdad?” Y el cosmopolita condenado a no serlo le dijo que sí, que aceptaba la explicación, pero insistió en que aquello era un fraude y, sobre todo, un mazazo a los sueños de los viajeros vocacionales.

Desde entonces, viaja todos los días y a todas horas, pero por internet, a la espera de un chollo que le haga por fin cosmopolita. Y ya ni duerme.


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lunes, 8 de marzo de 2010

UN RELATO: EL MALEFICIO


Para celebrar la visita 26.000 (cualquier pretexto sirve para celebrar algo), y para variar de registro, va este relato. (Procede del libro OFICIOS ESTELARES, en el que reuní los relatos escritos entre 1982 y 2008.)





Llegó y puso el libro sobre la mesa, entre un vaso vacío y un sobre sin abrir. “Va a gustarte”. Era una edición argentina de un poeta rumano cuyo nombre omitiremos, ya que es preferible que esta sea una historia sin nombres propios.

Tardé varias semanas en decidirme a leerlo, pero aquella misma noche comencé a soñar con dragones, a los que alguien atribuyó la condición de ser la más universal de las muchas abstracciones que hemos sido capaces de configurar a lo largo de todos estos siglos para afligirnos la conciencia o para satisfacer nuestra fantasía.

Les evitaré el relato minucioso de aquellos sueños, porque la estructura de cualquier sueño no puede soportar el peso de la vigilia. Permítanme, no obstante, precisar un detalle: todos los dragones que aparecían en mis sueños tenían la facultad del habla. Eran, digamos, dragones discursivos, monstruos hechos de palabras sin sentido concreto, aunque empecé a entender su idioma a partir de la noche tercera.

Al despertarme, tenía la sensación de haber luchado contra una fuerza abstracta y sublime y comenzaba el día con el agotamiento de un combatiente real.

Al quinto día de soñar con ellos, empecé a cogerle miedo a la llegada de la noche. Procuraba retrasar la hora de retirarme a dormir, y recurría al café después de la cena. Pero el sueño, aunque tarde, llega siempre, y con él llegaban los dragones, y las palabras de los dragones.

“¿Has leído ya el libro?”, me preguntó, y aproveché para hablarle de mis sueños. “Seguro que eres la única persona del mundo que aún sueña con dragones”, y bromeó: “¿Es verdad que echan fuego por la boca?”

Después de diez días seguidos de soñar con aquellas bestias prodigiosas, decidí llevar un registro de mis sueños. Allí lo contaba todo: la crónica diaria de mi trato con los monstruos habladores. Mi terror.

“¿Qué tal se portan tus dragones?”, y volvió a preguntarme si había leído ya el libro del poeta rumano. La primera pregunta no se la respondí, y a la segunda le respondí que no: no podía dedicarme a leer porque tenía que dedicarme a relatar mis sueños, a dejar constancia de su desarrollo en mi inventario de endriagos oníricos, en mi privada dragomaquia. “Pues te convendría leerlo cuanto antes”, y le dije que en cuanto pudiera.

Llegué a familiarizarme con aquella fauna hipnótica. Los dragones se habían singularizado. Ya no eran un tropel indistinto. Uno de ellos hablaba sin abrir la boca, con una especie de lenguaje bronquial. Otro devoraba grandes peces en un lago del color de la púrpura. Otro, quizás el más terrible, dormía con los ojos abiertos. Otro… mejor callarlo.

Durante el día, hacía pronósticos en torno al argumento del sueño de la noche venidera. Siempre resultaban fallidos, quizá porque todo sueño consiste en una improvisación sobre el terreno y no cabe, en fin, la previsión: entras en el sueño y no sabes adónde entras.

“Deberías leer el libro”, y le decía que sí.

Una noche, uno de los dragones me habló con mi propia voz. Recuerdo haberle respondido con una voz que debía de ser la suya.

A la noche siguiente, el mismo dragón me puso delante un espejo. “Mírate”, me dijo con mi voz. Y me miré. Y vi una silueta líquida que, muy poco a poco, iba adquiriendo la forma de un espectro. El espectro me dijo: “Mírate en mi inexistencia”. Y en su inexistencia me miré. Y vi allí, en esa incorporeidad parecida a una niebla, una cara que me resultaba familiar, aunque no sabía de quién se trataba. Aquella cara me dijo: “Mírate en mí”. Y me miré. Y vi que era mi memoria. “No me mires”, me dijo entonces mi memoria, y le obedecí, y entonces soñé que me olvidaba de todo y que un dragón devoraba mi pasado.

Una tarde decidí leer por fin el libro del poeta rumano. Había llovido. Había nubes. Busqué una nube con forma de dragón, pero no la encontré.

El quinto poema decía así:


Galopa en el lomo de la bestia de las escamas de oro.
Huye hasta salir de la habitación en que arde una vela.
Sostén entre tus manos la materia de tus sueños.
Elige una de las dos llaves.
Abre la puerta que no quieres abrir.
Entra en el castillo del dragón que dormita.
Asesínalo con tu espada invisible.
Y lo que quede de todo eso serás tú.


“¿Has leído ya el libro?” Y me miró como si supiese la respuesta.

Aquella noche volví a soñar con dragones, pero todos murieron, de una manera o de otra, a lo largo de mi sueño. Comprendí que no regresarían jamás, porque incluso los sueños tienen su lógica narrativa.

Desde entonces, sueño a veces que sueño con dragones, pero ellos ya no aparecen por allí, porque están muertos.

Y no sé durante cuánto tiempo seguiré sintiéndome culpable de ese crimen.
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martes, 2 de marzo de 2010

PATOSOS





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Damos por sentado que cada persona es un mundo, y no deja de advertirse un no sé qué vanidoso en esa afirmación radical de nuestro yo, de nuestro temperamento, de nuestro destino. A todos nos ocurren, en esencia, las mismas cosas, aunque las anécdotas nos singularicen, y forjamos nuestra leyenda privada en virtud de esas anécdotas. No nos singulariza el sufrimiento, sino su origen y su desarrollo. No nos hace únicos el favor de la fortuna, sino su forma caprichosa de elegirnos.

No obstante, por únicos e intransferibles que seamos, la humanidad puede dividirse en grupos, y éstos dividirse a su vez en subgrupos, y dentro de esos subgrupos pueden tener cabida las variantes anómalas, lo que de ningún modo nos excluye del grupo, circunstancia que no deja de ser un golpe bajo a nuestra pregonada singularidad.

Uno de los grupos humanos más curiosos es el que constituyen los graciosos sin gracia, esos individuos que se esfuerzan en ser graciosos sin éxito alguno, con la peculiaridad de que el gracioso fracasado no alcanza siquiera el rango de gracioso fracasado, lo que de algún modo constituiría un reconocimiento a medias de su afán, sino el de puro patoso.

Vas por la calle y te ves venir de frente a un patoso oficial, a uno de esos que se empeñan en tener un tipo de carácter que les ha negado la naturaleza, porque en todo patoso hay un rebelde: se resiste a ser como es. “Mala suerte”, musitas cuando te das cuenta de que el gracioso de impostura te ha visto, porque suelen tener ellos vista de águila, sin duda por pasarse la vida buscando presas.

El patoso, según es inherente a su condición, te para con el fin de hacerte partícipe de una de sus gracias sin gracia. Te resignas e intentas exhibir una sonrisa postiza y cortés, algo que se parece de manera remota a una sonrisa, porque –nadie sabe por qué razón, quizá por un resorte de caridad- a los patosos les obsequiamos una sonrisa prematura: procuramos reírnos de antemano de la sosería que van a formularnos como si fuese el chiste del siglo.
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Entonces, el patoso te suelta su gracia sin gracia alguna, y tu sonrisa postiza se transforma en un rictus angustiado, porque lo que el patoso acaba de decirte tiene tan poca gracia, que sería capaz de derretir la sonrisa pintada en la cara de un payaso y transformarla en una mueca de dolor de muelas. Pero aguantas el tipo y restableces la sonrisa falsa, esa sonrisa ilusoria que se parece a una sonrisa en la misma medida en que un aguacate abierto se parece a una rana verde. Si alguien te viese hablar en ese instante con el patoso, pensaría, a juzgar por tu expresión, que el patoso está contándote cómo se sacaban las muelas en el siglo XIII.
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¿Durante cuánto tiempo puede uno mantener una sonrisa falsa? Más bien poco, ¿verdad? Pero el patoso no tarda en liberarte, no por prudencia, no, sino por filantropía: él se debe a su público, que es la humanidad. Él tiene que repartir su gracia sin gracia de un modo equitativo, a cuanta más gente mejor, y no puede caer en el favoritismo. “Adiós”, te dice el patoso, y no es raro que adorne esa despedida con alguna coletilla que él considera desternillante. “Uf”, suspiras, y el patoso sigue su camino, malentendiéndose con su carácter, repartiendo la alegría a su peculiar manera. Esa alegría suya que tanto se parece a una patada en plena boca con un zapatón blando de payaso.
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