miércoles, 29 de junio de 2011

RELOJES


Hoy hablaremos, si les parece bien, de los relojes, esas maquinitas que fingen controlar el tiempo -con lo que es el tiempo- mediante el procedimiento rudimentario de hacer girar unas manillas a intervalos regulares.

El mecanismo de un reloj parte de un principio tan artificioso como optimista: medir el tiempo, cuando todos sabemos que hay horas que duran siglos y minutos que parecen durar horas, y viceversa. Las horas de hospital, por ejemplo, son largas como una vida, como largas son las horas del preso o las del expectante en general. Las horas dichosas, en cambio, son siempre un visto y no visto, y en la memoria aparecen como un relámpago.

Una medida convencional y mecánica del tiempo no acaba correspondiéndose, en fin, con la duración real del tiempo, entre otras cosas porque el tiempo es una abstracción que sucede dentro de nuestra cabeza imprevisible, no en el reloj que llevamos en la muñeca. Como decía un anciano sabio y asediado por los achaques: “Los años se pasan volando y los días parece que no se acaban nunca”.

Hay relojes de muchos tipos, y el progreso va volviéndolos más complejos y más multifuncionales, hasta el punto de que necesitan un manual de instrucciones, lo que no deja de ser una circunstancia insólita para un reloj. Recuerda uno que, de niño, cuando salieron al mercado los relojes digitales, todos nos sentíamos astronautas, exploradores del espacio suprasideral, y nos maravillaba esa pantalla líquida en que se estampaban unos números parpadeantes. A partir de ese momento, comprendimos que la tecnología terrícola estaba ya en condiciones idóneas para afrontar con éxito un ataque marciano.

Los relojes que atrasan son relojes meditabundos que piensan demasiado en el tiempo, y por eso se quedan rezagados, como aquellos alumnos torpones que siempre llegaban los últimos en las carreras que se organizaban en el patio del colegio para hacernos saborear la gloria de los atletas olímpicos y evitar que nos convirtiésemos en intelectuales enfermizos y proclives a padecer la melancolía que otorga el saber. Los relojes que adelantan, en cambio, son como los listillos de la clase, ansiosos por llegar cuanto antes al futuro, como si el futuro fuese algo que mereciese la pena.

Los relojes de arena los describió muy bien Ramón Gómez de la Serna: son como copas de desierto. Los relojes de sol, por su parte, se mueren todas las noches, y son moribundos en los días nublados, lo que limita bastante su utilidad.

Un reloj parado tiene algo de cataclismo, porque da la impresión de que se nos ha averiado el tiempo y estamos inmersos en una intemporalidad muy similar a la nada misma.

Los relojes modernos no necesitan que se les dé cuerda, y es una lástima, porque antes, cuando dábamos cuerda a un reloj, nos sentíamos dueños del tiempo, señores de su fluir, operarios de una industria metafísica dedicada a la manufacturación de lo perecedero. Con su eterno tictac.

jueves, 23 de junio de 2011

ARTEFACTOS: MANILLAS


En una casa hay objetos visibles que resultan invisibles, en el caso de que todos los objetos domésticos no acaben siendo invisibles para sus ocupantes, pues la mirada se acostumbra muy pronto a no ver lo que ve con demasiada frecuencia, y es posible que incluso los inquilinos del infierno dejen de prestar atención a las llamas que los devoran cuando llevan ya media eternidad –más o menos- siendo devorados por tales llamas a causa de sus muchos pecados de pensamiento, de obra o de omisión.

Entre los utensilios domésticos que con más rapidez alcanzan la invisibilidad se cuentan sin duda las manillas de las puertas, por muy ostentosas y de traza rococó que tales manillas sean, de lo que se desprende que un gasto excesivo en manillas no deja de implicar un despilfarro, a menos que pretendamos auspiciar la admiración de las visitas.

Ahora bien, a pesar de acabar siendo invisibles, las manillas son uno de los elementos que más veces tocamos a lo largo de una jornada, circunstancia que les concede un papel relevante entre los artefactos caseros.

Por regla general, acertamos a girar la manilla sin necesidad de mirarla, ya que nuestra mano conserva una memoria espacial muy precisa con respecto a ellas. Aun así, hay ocasiones en que nuestra mano gira en el vacío, sobre todo cuando estamos recién levantados y aún tenemos el alma un poco perdida por los laberintos de la soñera, ya que una persona recién salida de la cama siempre tiene algo de ente resucitado. Nuestra mano afantasmada intenta palpar una manilla fantasmal, pero no da con la manilla, y entonces se crea en nuestra conciencia una descoordinación que nos aterra un poco, pues nuestro subconsciente da por hecho que la manilla en cuestión ha desaparecido mediante artes mágicas, que es cosa del gusto de muy poca gente, por ese resorte racional que guía nuestras acciones, sobre todos las más insignificantes y mecánicas. En vez de la manilla, según iba diciendo, la mano toca la nada, y la mano se estremece. Es en ese preciso instante cuando la manilla invisible se vuelve visible, ya que nuestros ojos la buscan con desesperación y con urgencia para cerciorarse de que la manilla no se ha volatizado. Y allí está la manilla, como es lógico, y nuestra mano corrige su error, y la puerta se abre.

Hemos abierto puertas con miedo, con ilusión, con recato, con timidez, con pánico, con cansancio, con incertidumbre, con expectación, con sigilo, con brusquedad, con la respiración contenida… Hay maneras casi infinitas de abrir una puerta, a pesar de que una puerta sólo puede abrirse de una manera.

En las tiendas especializadas, el muestrario de manillas tiene algo de composición surreal: una aglomeración de utensilios que no abren nada, o que a lo sumo podrían abrir la puerta que da al reino inconsecuente de la pesadilla.

…Pero les ruego que me disculpen por hoy: acaban de llamar a la puerta, lo que significa que tengo que girar –sin verla- la manilla del portón. Hasta la próxima.


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sábado, 18 de junio de 2011

EL COSTE DE UNAS CARAS


Hay quienes se preguntan para qué sirven las diputaciones provinciales. Pues, por ejemplo, para fomentar las investigaciones parapsicológicas, que es una de las tareas más nobles y urgentes a las que puede dedicarse una institución pública en tiempos de desventura social y económica. Al fin y al cabo, si no resulta posible arreglar la realidad, siempre queda el consuelo de recurrir al arreglo de las irrealidades.

Como algunos recordarán, en 1971 apareció en el suelo de una casa de Bélmez una mancha en forma de cara, fenómeno desde luego espeluznante, porque lo normal es que la cara esté en la cabeza de una persona o, como mucho, reflejada en un espejo, que es el tope de magia que le permitimos a una cara. Pero el hecho de que una cara se manifieste en el suelo de la cocina de una vivienda es algo que empieza a desbordar las funciones propias de una cara, y hay quien opina que las caras de Bélmez -porque luego vinieron más caras prodigiosas- son la manifestación de algún caradura, lo que no quita que los amigos de los sobrenaturalismos anden mareando, desde hace décadas, conjeturas escalofriantes sobre el portento.

La Diputación Provincial acaba de sacar a licitación la obra de lo que será el Centro de Interpretación de las Casas de Bélmez. El Fondo Europeo de Desarrollo Rural cofinancia el proyecto, que asciende a poco más de 650.000 euros, aunque el inicial se cuantificaba en más de un millón, porque se ve que incluso las cosas fantasmagóricas acaban saliendo por un dineral. Una vez construido dicho centro, cabe esperar oleadas de turistas, porque hay quien prefiere unas vacaciones de yuyu y psicoplastias a unas vacaciones canónicas de sombrilla y bronceador.

Está bien que las diputaciones, los ayuntamientos y los organismos europeos potencien este tipo de empresas culturales, porque, al fin y al cabo, todos tenemos en el subconsciente residuos de nuestros miedos infantiles: Drácula, el Hombre Lobo, los muertos andantes y las casas encantadas, de modo que unas caras borrosas tampoco van a traumatizarnos más de la cuenta a estas alturas. Habría que crear, no sé, la figura del diputado provincial responsable de fenómenos inexplicables, la del concejal de asuntos parapsicológicos y la del comisario europeo para supersticiones y fantasmagorías, porque es verdad que a veces nos desentendemos con demasiada ligereza de los mundos paralelos, y estaremos de acuerdo en que una de las funciones de la política consiste en no desatender ningún asunto de la realidad colectiva, a pesar de la tendencia general de la política a convertirse en un asunto casi ufológico.

Ojalá me equivoque, según tengo por costumbre, pero me temo que, con esto de Bélmez, alguien está partiéndose de risa en estos momentos, aunque no sé si en este mundo o desde algún mirador de ultratumba. Qué susto.

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lunes, 13 de junio de 2011

LÁGRIMAS


En una lágrima puede caber una existencia: la suma de su dolor, la totalidad de sus alegrías sobresaltadas, sus madrugadas de insomnio, las quimeras incumplidas, las quimeras cumplidas y liquidadas ya por desengaño, pues suele ser nuestro ánimo novelero, partidario de lo novedoso, por esa cosa que tenemos de agarrarnos a la cola de cualquier cometa que pase por allí, por donde sea. En una lágrima puede caber, en fin, nuestra historia, minuto a minuto: mientras resbala, una lágrima está escribiendo un memorial de agravios y un anónimo vengativo, un melodrama con centenares de personajes y una súplica. Y así.

Hay lágrimas falsas, lágrimas fáciles, lágrimas de impostura, puramente estratégicas: el que llora en falso sabe que puede jugar con el respeto ajeno por las lágrimas verdaderas, por las lágrimas que traen toda la toxicidad del dolor, de la rabia, del no poder. No hay nada más falso que una lágrima falsa. No hay nada más conmovedor que una lágrima silenciosa. No hay llanto más hondo que el solitario.

“Salid, sin duelo, lágrimas corriendo”, pedía el pastor Salicio en la égloga de Garcilaso, él sabría por qué.

Se da el curioso nombre de lágrimas de cocodrilo a las que son síntoma de un dolor fingido y vano, al mismo tiempo que reciben el nombre de lágrimas de sangre aquellas que brotan de una honda aflicción. A la gota de vidrio fundido que, en contacto con el agua fría, se templa como el acero se la conoce por el nombre de lágrima de Batavia o bien de lágrima de Holanda, a elegir. Existe una planta de la familia de las gramíneas, originaria de la India, a la que se conoce como lágrima de David o de Job, aunque no estaría de más calibrar cuál de esos dos personajes bíblicos lloró con mayor abundancia y sentimiento, pues sería sin duda él el merecedor en exclusiva de la denominación. Por existir, existe una planta del mismo género que el ajo y la cebolla, con flores de umbela, colgantes, blancas y acampanadas, que recibe el nombre de lágrimas de la Virgen. Dentro del ámbito de las referencias piadosas, también se habla familiarmente de lágrimas de Moisés, de lágrimas de san Lorenzo o de lágrimas de san Pedro, como expresión coloquial para describir un llanto de envergadura, que también admite la expresión “a lágrima viva”, aunque curiosamente no existe el modismo “a lágrima muerta”, que podría reservarse para las llantinas propias de los velatorios, por ejemplo. Esos llantos fúnebres los romanos los conservaban en vasos lacrimatorios: lágrimas negras, como si dijésemos.

El sabor salado de las lágrimas podría hacernos pensar en un origen marítimo del llanto, aunque la prosa es otra: se debe a un pequeño porcentaje de cloruro sódico que hay en su composición. Aparte de eso, una lágrima tiene un pH aproximado de 7,4; es decir, ligeramente alcalino, aunque cabe suponer que a la persona que llora le importa bastante poco tanto lo del cloruro sódico como lo del pH, que son factores secundarios, se mire como se mire -y aun en detrimento de la ciencia-, en mitad de una llantina, porque demasiada tarea tiene el llorar como para andar uno pensando en otras cosas.

sábado, 4 de junio de 2011

ILUSIONISMOS PIADOSOS

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En buena medida, la felicidad depende -o eso dicen los que saben- de la realización de nuestras ilusiones, pero es posible que también dependa en buena parte de la constatación de nuestros temores. Una persona a la que le toca la lotería está casi obligada a mostrarse feliz, porque muy mal talante hay que tener para que te señale con su dedo caprichoso la fortuna y te pongas de malhumor, pero me temo que también experimenta una variante melancólica de la felicidad la persona a la que no le toca jamás la lotería, porque esa desatención por parte de la suerte le confirma una vieja sospecha: que aquello no toca nunca, y esa certeza le sirve de consuelo, y creo que estarán de acuerdo conmigo en que todo consuelo constituye una forma modesta de felicidad, porque si bien es verdad que el consuelo no ahuyenta la desventura, al menos la palia.

Hay quienes dedican la vida a alimentar quimeras improbables, supersticiones descabelladas, convicciones conspiranoicas y suposiciones irracionales. Algunos de ellos tienen la suerte o la desgracia de acabar medicados, pero otros se pasan la vida en estado natural, por así decirlo, y creo que, en una sociedad que aspira al igualitarismo, estos seres de intimidad complicada merecerían una atención específica por parte de las administraciones públicas. ¿Qué trabajo le cuesta a un ayuntamiento echar a volar de vez en cuando un platillo volante para satisfacer la fantasía de aquellos vecinos que no pueden vivir en este mundo sin la sospecha de la existencia de otros mundos? ¿Qué trabajo le cuesta al portavoz de un gobierno autonómico anunciar que se ha designado un comité de expertos para estudiar las apariciones de la Virgen María en una cueva? Ninguno.

Fuera ya del ámbito administrativo, ¿qué trabajo le cuesta a los redactores de una revista musical publicar un par de fotografías borrosas en las que se entrevea a un Elvis Presley envejecido y gordinflón, saliendo de un restaurante panameño o guatemalteco del brazo de una exmodelo rubia como la cerveza y tersa como la silicona, como constatación de que el ídolo sigue vivo, aunque retirado del mundo ruidoso? ¿Qué trabajo le cuesta a un crítico musical lanzar la suposición de que las canciones de Bob Dylan las escribe en realidad Georgie Dann, para que los amigos de las hipótesis raras sientan una punzada de felicidad en el hipotálamo, o donde sea? Ninguno.

La vida tiene mucho de espejismo, aunque hay quienes se limitan a verla reflejada en un espejo convexo, o cóncavo, o psicodélico, o qué sé yo. Y así andamos todos, cada cual con sus quimerismos, con sus fantasmas. Buscando la felicidad hasta en nuestros miedos y delirios. Y capaces de aterrarnos ante un simple pepino almeriense.

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