(Publicado en prensa)
No es un dato histórico, sino una
simple sospecha: todo empezó con la reducción de Pedro Ximénez. Hace años, ibas
a un restaurante y los platos estelares de la carta especificaban, como nota de
prestigio, ese condimento sometido a un procedimiento novedoso: Pedro,
reducción, Ximénez... Un concepto casi alquímico: reducir a Pedro y convertirlo
en otra cosa. En un principio, algunos pensábamos –sin pararnos a pensarlo- que
se trataba de la jibarización de un particular llamado Pedro Ximénez, al que
servían en pequeñas porciones para revolucionar la gastronomía desde la
antropofagia, pero aquello no pasaba de ser una suposición absurda, claro está.
Otros suponían que lo de la reducción afectaba al tamaño de las raciones. Solo
los conocedores de la enología acertaban.
Hoy
por hoy, da la impresión de que a Pedro Ximénez ya no lo reducen en los
restaurantes, sino que lo dejan en su estado natural, dado que el arte
culinario, que además de un arte es una ciencia, anda en una fase vanguardista
extrema y aquella reducción se verá entre los nuevos maestros cocineros como un
intento prehistórico de experimentación culinaria, igual que los adolescentes
ven hoy los radiocasetes.
Enciendes
el televisor a la hora de la comida y allí tienes un programa de cocina que,
extrañamente, te quita el apetito, ya que comparas lo que tienes en tu plato
con las recetas floridas que da el chef y te sientes un pobre hombre que ni
siquiera se ha animado a reducir a Pedro Ximénez para alegrar un poco sus
guisos caseros. Enciendes el televisor de madrugada para aliviarte el insomnio
y allí tienes un concurso de cocina en el que unos famosos pugnan por preparar
un trozo de pescado del tamaño de una ficha de dominó que desprenda ante el
comensal un humo parecido al de las antiguas actuaciones de Pink Floyd.
Enciendes el televisor a cualquier hora, en fin, y raro es que no te topes con
un mago de los fogones que, magias aparte, está convencido de que la gente en
general dispone de tres o cuatro horas diarias para preparar un plato.
Por
su parte, la portada de la edición digital de los periódicos dan un espacio
preferente a sucesos extraños: cómo preparar un gazpacho de arándanos y
berenjenas, un guacamole con endivias hidrolizadas, un potaje de garbanzos al
curry con pulpo desecado o una salsa de cacahuete a la manera de los pueblos Mandinka.
Hay
hambre, ¿no?
La
carta de los restaurantes, incluidos los modestos, se ha convertido en una
pieza de literatura barroca: algo bonito de leer, eufónico, pero con metáforas
complicadas, hasta el punto de que el metre se ve obligado a hacerte la glosa
previa y, una vez servido el plato, la glosa posterior, como quien explica el
uso del hipérbaton en la poesía de Góngora, pongamos por caso, aunque el
cliente tema que, con tanto discurso, el plato se le enfríe y pierda sus
propiedades, o al menos que se le disipe el humillo y se quede sin catar sus
sabores gaseosos.
La
que ha liado, en fin, Pedro. (Me refiero a Ximénez, claro está).
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