La pandemia puso a prueba nuestra
capacidad para enfrentarnos a un dislocamiento repentino de la realidad. Por
una cosa o por otra, todos nos convertimos en epidemiólogos, en virólogos y en
vacunólogos espontáneos. Ahora hemos pasado de la fatiga pandémica al estupor
bélico: Rusia invade Ucrania y de repente nos vemos obligados a añadir a
nuestro currículo el título de experto en geopolítica, a pesar de que el punto
de partida no es el idóneo: incluso algunos de nuestros cargos públicos siguen convencidos
de que el de Rusia es un régimen comunista, lo que no deja de ser tan exacto
como suponer que la Junta de Andalucía está en manos de caudillos musulmanes.
Puesto
que la ultraderecha española se ha concedido el derecho a legitimar todos los
disparates que se les pasen por la cabeza a sus histriónicos representantes, no
duda en achacar a los socios del Gobierno central una complicidad ideológica
con el dirigente ruso, lo que no deja de resultar un poco desconcertante, dada
la simpatía recíproca –más estratégica que estrictamente emocional- entre Putin
y los líderes de las ultraderechas europeas, a las que se sospecha –y algo más-
que financia, en parte por sintonía ideológica y en gran parte por su afán de
desestabilizar desde dentro las democracias occidentales.
En
el frente ideológico contrario, algunos socios gubernamentales se han opuesto a
la ayuda militar a Ucrania con el argumento, igualmente desconcertante, de que
las armas agravan los conflictos bélicos. (Sin duda, sobre todo si no tienes
armamento para defenderte de quienes te atacan). Como alternativa, abogan por
agotar la vía diplomática con un dirigente que se ha burlado desde el principio
de la diplomacia internacional. Gracias a ese espíritu flower power, se supone, no sé, llevando las cosas al terreno de la
caricatura fácil, que España debería enviar a Ucrania un lote de libros de
autoayuda, en el que no podrían faltar El
arte de no amargarse la vida y Cómo hacer
que te pasen cosas buenas. Por otra parte, renegar de la OTAN en medio de
una crisis bélica de alcance potencialmente mundial viene a ser, aparte quizá
de inoportuno, tan sensato como beberte el gas de un extintor en mitad de un
incendio para no deshidratarte a causa del calor.
Pero
incluso los despropósitos admiten matices… Lejos de representar un ideal
comunista (por si alguien sigue empeñado en ignorarlo: el Partido Comunista es
minoritario en la Duma Estatal), Putin es hoy un autócrata de facto acogido a
la doctrina económica del todo vale -incluidas en ese privilegio las mafias,
siempre y cuando no se inmiscuyan en las decisiones políticas-, aunque su
figura quizá no puede entenderse sino como una herencia directa del KGB y, por
tanto, del espíritu más siniestro de la URSS, aquella utopía humanista que
derivó en una pesadilla distópica.
Cayó como tal
la URSS, cambió de nombre el KGB, cambiaron de bando ideológico Putin y la
mayor parte del pueblo ruso, pero lo que no cambió en su esencia fue el propio
Putin, que ha pasado de ser un asesino selectivo a convertirse en un criminal
de guerra con aspiraciones de genocida. Podría suponerse que el comunismo ruso
acabó siendo una especie de enfermedad mental colectiva que optó por redimirse mediante
la adopción de otra enfermedad mental: un capitalismo radicalizado que se
avergüenza de serlo. Del “salvémonos todos”, en definitiva, al “sálvese quien
pueda”.
Otro
matiz: con respecto al envío de armas a Ucrania, tal vez hay que entenderlo más
como un deber moral que como una vía de solución. Por mucho que nos conmueva su
discurso heroico de resistencia, Ucrania tiene perdida la guerra de antemano,
por la sencilla razón de que Putin no puede permitirse perder esta guerra y
tiene además capacidad sobrada para convertir Kiev, en un abrir y cerrar de
ojos, en un escenario idéntico al de Berlín en 1945, por ejemplo. A poco que el
presidente ruso se tope con un par de contrariedades en su plan de invasión y
ocupación, es más que probable que opte por soluciones expeditivas que da
escalofrío imaginar. La estrategia de destrucción progresiva puede dar paso, en
cuestión de minutos, a una maniobra de destrucción fulminante.
Los
gobernantes ucranios, en su lógica desesperación, suplican la intervención de
la OTAN en el conflicto, aun sabiendo de sobra que un simple disparo de un
soldado de la OTAN en territorio ucranio magnificaría el conflicto hasta
extremos de consecuencias casi inconcebibles, ya que si Putin tiene la habilidad –entre
calculada y delirante- de acogerse a pretextos imaginarios para justificar sus
acciones, mejor no imaginar nosotros lo que puede ocurrir si el pretexto fuese
real.
El
corazón nos susurra que Ucrania debe vencer al invasor, pero la razón concluye
que esa victoria es imposible. A lo sumo, una vez ocupada ante la obligada
pasividad del resto del mundo para que el mundo siga siendo mundo, le quedaría
la opción de la resistencia clandestina, de la escaramuza y el sabotaje, pero
me temo que poco más, y tampoco en eso tendría el éxito asegurado, por la larga
experiencia rusa en el control implacable de cualquier disidencia.
Tanto
la pandemia como ahora la amenaza bélica global nos han dado, en fin, la medida
de nuestras fragilidades como civilización, cuyos cimientos pueden tambalearse
por un virus y cuyo edificio puede demolerse por decisión de un megalómano con
una mentalidad menos cercana a la politología que a la psicopatología.
Porque lo
impensable acaba siendo posible. Porque así se escribe la Historia. Porque así
se empeñan algunos en reescribirla.
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