lunes, 31 de enero de 2011

MERCADO y TAMAGOTCHI







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Una de las peculiaridades del ser humano consiste en tener que vivir más pendiente de las entelequias -el futuro, la conciencia, los dioses- que de las cosas tangibles. Te cae una entelequia y ya estás listo, porque uno puede estar más o menos preparado para luchar contra un tigre, pero no para luchar contra un tigre invisible.

La entelequia de moda es el mercado. No el mercado al que uno va a comprar pescado o legumbres, sino ese otro mercado abstracto que determina el precio del pescado y de las legumbres. Oye uno hablar de los mercados y tiene que hacer un esfuerzo para imaginarse en qué consisten, y la fantasía empieza a volar, según es condición natural de la fantasía: ¿son los mercados una especie de cofradía compuesta por seres parecidos al tío Gilito?, ¿son los mercados un olimpo de dioses sin piedad que exigen sacrificios humanos: la congelación de las pensiones, la agilización del despido, el retraso de la edad de jubilación? ¿Qué son los mercados, dónde viven, qué comen, en qué piensan cuando no piensan en el mercado propiamente dicho? ¿Duermen los mercados con la conciencia tranquila? Quién sabe, ¿verdad?, porque la conciencia puede ser más acomodaticia de lo que recomienda la propia conciencia. Lo que sí parece estar más o menos claro es que los mercados son como los antiguos tamagotchis: hay que mimarlos, hay que procurar que estén tranquilos, que tengan sus necesidades cubiertas, que coman a su hora, que orinen, que no se alteren, porque de lo contrario llevamos las de perder: un mercado nervioso es una bomba de relojería. De ahí que los gobiernos se pasen la vida jugando al tamagotchi, con el alma en vilo y con éxito variable, porque no hay cosa más complicada que tener contento a un tamagotchi.

Según parece, los mercados poseen la capacidad prodigiosa de poder inyectar dinero, porque el dinero de verdad se manifiesta en estado líquido (no como el dinero nuestro: papeluchos sólidos y manoseados), y se figura uno a los amos de los mercados con una jeringuilla gigantesca, poniendo inyecciones a los países que les caen bien y utilizando en cambio la jeringuilla para extraerles sangre a los países que les caen regular, porque esto de los mercados es como todo: una cuestión de empatía, y la empatía es, al fin y al cabo, una manifestación del capricho.

Los mercados, en fin… Qué cosa tan rara son los mercados: duendecillos burlones que llevan el dinero de un sitio a otro ni siquiera en sacas, sino pulsando una simple tecla del ordenador; tamagotchis que juegan al monopoly con la gente, entelequias que dudan, se inquietan, se ponen de repente optimistas, como si padecieran bipolaridad. Qué raros.

Si los mercados no fuesen entidades fantasmagóricas, si tuviesen cara, más de uno se animaría a partirles la cara, por despiadado que resulte maltratar a un tamagotchi. Pero, como son invisibles, aquí estamos, conviviendo con esa abstracción, como si no tuviésemos ya abstracciones de sobra para hacernos un lío con la realidad.

lunes, 24 de enero de 2011

RESTAURANTE LITERARIO










Una de las pocas emociones intelectuales que se derivan del hecho de ser dueño de un restaurante consiste en poder bautizar a capricho los platos que uno se inventa, aunque la invención meramente consista en rociar un lomo de besugo con una mousse de menta tras haberlo cocido en un batido de chocolate especiado con ajonjolí, pongamos por caso, pues la mente de un cocinero suele estar de sobra preparada para asumir cualquier atrevimiento estético de corte más o menos dadaísta.

Si yo abriese un restaurante, lo más probable es que tuviera que cerrarlo a las dos semanas, pero, al menos durante ese periodo, podría bautizar a mi gusto numerosos platos, y practicaría ese sacramento culinario con arreglo a la deformación profesional que todo escritor aplica, más o menos insensatamente, a las cosas de la realidad, pues en eso consiste lo esencial de su faena.

En la carta de mi ruinoso restaurante no faltarían el solomillo stendhal, los higaditos de faulkner al whisky, los entrantes de chacinas galdosianas, el arenque de azorín a las finas yerbas, el ossobuco a la valle-inclán, el ragut darío, el filet villon, el besugo pasternak, el paté de poe, los lomitos de proust a la bechamel ni el flaubert de alcachofas. No creo que el mío fuese un restaurante serio si prescindiera en la carta de los buñuelos turgénev, de las cocochas de esturión al dostoiesvki, del chuletón balzac, de la migala a la arreola, de los canelones mallarmé, de las truchas capote o de los pessoítas al oporto.

Los domingos ofrecería un menú-degustación a precio promocional, a saber: chestertones en su tinta, pechugas de pavo de Wilde, huevecitos de kafka, monterrosos de dinosaurio y sesos de hamlet.

No sé, las cartas largas tampoco son muy buena cosa, porque los clientes se marean ante tantos manjares y no saben qué pedir, pero ¿cómo iba a privar a los paladares más refinados de los cogollitos de Li Po, del revuelto de Joyce, del conrad de bacalao o de las delicias de ternerita nabokov?

El vino de la casa sería barato y popular: un Viña Campoamor, un Pérez de Ayala o un Sangre de Unamuno. ¿Los postres? No podrían faltar las riquísimas lampedusas de gato, los castizos buñuelos de baroja acompañados de un goethe al carajillo o los rollitos de kundera con sirope.

Bueno, no creo que mi restaurante tuviese mucho éxito ni que cooperase especialmente a la difusión de la cultura universal, pero yo me lo iba a pasar en grande al poder exclamar cosas como "¡Marchando un cernuda poco hecho!"


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martes, 18 de enero de 2011

EL GASTO BOBO









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Los organismos oficiales están sin blanca, hasta el punto de que las empresas y los proveedores se echan a temblar si el negociado de un simple ayuntamiento les pide un presupuesto, porque saben que, con un poco de suerte, cobrarán apenas unos días antes del Juicio Final, con lo cual van a disponer de muy poco tiempo para disfrutar de la ganancia.

Ante esta carestía de dinero público, se acuerda uno con nostalgia de aquella edad de oro en que los políticos ejercían de reyes magos: gente magnánima que repartía agendas, bolígrafos, mecheros, libros a todo color, calculadoras, metopas, maletines, pins, alfileres de corbata, pendrives, paraguas, sombrillas, mochilas, bolsos, discos, carteras… Todo con su logotipo correspondiente, porque los regalos institucionales son como los toros de lidia: siempre llevan el hierro de la ganadería.

Se acuerda uno de aquella edad dorada en que las instituciones públicas organizaban banquetes multitudinarios con cargo a la partida de gastos de representación o de algo por el estilo, supone uno que para que, llegada la hora de votar, nuestro estómago nos dijese: “Eh, tú, no te equivoques de papeleta. Acuérdate de lo bueno que estaba aquel solomillo al que nos convidó el viceconsejero de turismo con motivo del día de la patria autonómica”.

Tiempos aquellos, ay, en que los representantes del pueblo se hicieron gourmets y sumilleres gracias a tarjetas de crédito cuyos cargos iban al arca común. Tiempos de gloria en que cualquier infraconcejal o subvicedelegado disponía de coche oficial, en que cualquier vicesubsecretario disfrutaba de varios asesores, en que cualquier vicesubpresidente de cualquier subcomisión viajaba en business, se hospedaba en hoteles de ringorrango y estudiaba la carta de vinos de los restaurantes con el aplomo de un magnate de toda la vida, porque la entrega a la función pública lleva implícito el refinamiento instantáneo del espíritu, de modo y manera que un rústico asciende a concejal y, a las dos semanas, ya sabe distinguir entre un ribera del duero y un borgoña, y gratis.

La catalogación de “político corrupto” es más sencilla -y más terrible- de lo que parece: todo aquel que hace una simple llamada privada desde un teléfono pagado con dinero público. Y de ahí para arriba. Tan simple -y tan terrible- como eso. Los que se han gastado el dinero en regalar bolígrafos, mecheros, etc., no serían estrictamente corruptos, sino más bien bobos, porque muy bobo hay que ser para confundir el ejercicio de la función pública con el síndrome de Papa Noel.

Si juntásemos todo el dinero que los políticos se han gastado en banquetes indigestos, en viajes inútiles, en editar libros absurdos, en regalos suntuarios, en subvenciones injustas, en conciertos gratuitos, en premios irrelevantes, en chatarra artística, en dietas abultadas y en más vale no saber qué más, ¿qué suma daría? El chocolate del loro tal vez, pero el problema de ahora es que no sólo es el loro el que se ha quedado sin chocolate.

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viernes, 14 de enero de 2011

COLLAGES

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COMO NO TODO PUEDEN SER DIVAGACIONES, VA UN POCO DE PUBLICIDAD TANGENCIALMENTE PROPIA, A SABER: UNA NUEVA EMPRESA DE AQUÍ HA HECHO -CON MUCHO OPTIMISMO, ME TEMO- UNA TIRADA DE DOS COLLAGES MÍOS.


PUEDEN VERSE EN

http://interroganteeditorial.blogspot.com


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miércoles, 5 de enero de 2011

UN RELATO EN MINIATURA


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Sabía que eran los padres, pero, en la duermevela, el sonido de las zapatillas arrastradas era el de las babuchas de unos reyes.


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