domingo, 13 de mayo de 2018

A LO QUE VAMOS



Los razonamientos tienen muy buena fama, a pesar de la tendencia natural de los razonamientos a convertirse en irracionales. Valoramos la capacidad de reflexión sin pararnos a reflexionar que no reflexiona quien quiere, por mucho que quiera, sino quien puede, y aun eso si tiene un buen día. Defendemos nuestras creencias incluso cuando, más que creencias, sean meras ocurrencias, ascendidas a dogmas por el privilegio de ser nuestras y no de nuestros antagonistas. Andamos en eso: en el imperio de la Razón Individual, que viene a ser una forma como cualquier otra de volvernos todos un poco locos.


            Por exceso de información, se impone la paradoja de que cada vez estamos más desinformados. Por exceso de opinión, ninguna opinión vale nada. Curiosamente, la conjunción de esas dos circunstancias no nos refrena el afán de opinar incluso sobre lo que desconocemos, ya que al fin y al cabo la opinión puede preceder a la información: donde se ponga una conjetura que se quite un dato. Parece como si le hubiésemos dado la vuelta a la máxima célebre de Sócrates, y nos decimos: “Sólo sé que sé de todo”, sabiduría general que afecta al conjunto de los órdenes tanto abstractos como tangibles de nuestro mundo. Vivimos, como quien dice, en el núcleo del Logos. 


Para arreglar las cosas, y tal vez como método de supervivencia comercial, un sector de la prensa ha decidido instalarse en el amarillismo bajo el disfraz del rigor moralizante, de modo que mucha información deriva en espectáculo, en atracción de feria para el público ansioso de emociones exaltadas: la realidad como materia narrativa acogida al patrón del tremendismo, hasta el punto de que un mismo periodista puede poner un día el grito en el cielo por la implantación de la prisión permanente revisable, al entender que el paso por un presidio debe tener consecuencias correctoras y no motivaciones vengativas; al día siguiente puede rasgarse las vestiduras porque le parece poca la pena impuesta a un reo o a una manada de ellos y al otro día puede estar promoviendo la alarma por la puesta en libertad, tras cumplir 20 años de condena, de un violador múltiple. 


            Por lo demás, ve uno un debate televisivo y se admira del aplomo sapiencial de los tertulianos, hasta el punto de preguntarse si no sería conveniente encumbrarlos a gobernantes por aclamación popular, al estar ellos en posesión no sólo de la fórmula instantánea para transformar la distopía presente en una utopía cumplida, sino en posesión también de los poderes proféticos de la Virgen de Fátima. Tenerlos ahí, desaprovechados, limitados al ejercicio del blablablá en vez de darles las riendas de este país de naciones –o lo que quiera que sea-, no puede interpretarse sino como una prueba más, en fin, de nuestra desorientación.

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viernes, 4 de mayo de 2018

UN RELATO

Hoy publico en INFOLIBRE la última entrega de este relato, que ya puede leerse entero en el enlace:

 ETERNAMENTE, LA CIUDAD ETERNA

https://www.infolibre.es/noticias/los_diablos_azules/2018/05/04/eternamente_ciudad_eterna_82446_1821.html

martes, 1 de mayo de 2018

LOS EXIGENTES



            Hay gente muy puntillosa. Gente que parece pasar por el mundo con un libro de reclamaciones en el bolsillo, con un memorial de agravios bajo el brazo, con dedo acusador. Gente que se queja de todo, que protesta por todo, que se indigna a la mínima, así sea porque le sirven un café demasiado caliente o unos churros demasiado fríos. Gente a la que todo le parece mal aunque esté simplemente regular y que merodea por la vida con talante penitencial y a la vez fiscalizador, con desánimo y a la vez con brío para procurar expandir el desánimo, con talante de misionero de la desmoralización.

            Gente que sale del cine de ver una película excelente y que, sin embargo, pone gesto de repugnancia si alguien le comenta que la película es excelente. Gente que lee un libro estupendo y que pone gesto de asco si alguien le comenta que le ha parecido un libro estupendo. Gente que se come unas gambas magníficas y que critica que están saladas, o que les falta sal, o que son de hace tres días. Gente que se queja de los insectos cuando va al campo y que se queja de la polución cuando va a la ciudad. Gente que se lamenta de la sequía cuando hay sequía y que maldice la lluvia cuando llueve. 

            Esta curiosa forma de pesimismo debe de estar provocada por una forma insensata de optimismo: imaginar que el mundo podría ser perfecto si no fuera imperfecto. Si uno exige perfección a todas películas que ve, perfección a todos los libros que lee y perfección a todas las raciones de gambas que consume, lo más probable es que vaya de cabeza al desengaño, porque no siempre las películas pueden ser perfectas, ni los libros, ni siquiera las gambas, que son las que lo tienen más fácil. Tal vez, ni siquiera la perfección sea del todo perfecta: necesita de la imperfección como elemento de contraste para definirse.

            El desencantado sistemático siempre estará dispuesto a decirte que no sabes nada de cine si le comentas favorablemente una determinada película, a reprocharte que no entiendes nada de literatura si le comentas que te ha gustado determinado libro y a dictaminar que tienes un paladar de cemento si elogias unas determinadas gambas a la plancha. El desengañado siempre estará por encima de ti en cuestión de gusto, precisamente porque no le gusta nada, y ese disgusto universal le otorga la condición de juez implacable, intransigente con cualquier atisbo de entusiasmo ajeno.

            Dan grima, ¿verdad?, los pesimistas, los que están de vuelta de todo por no haber llegado a nada, los entusiastas de la falta de entusiasmo, los amigos del vacío por el vacío, los partidarios de la nada por la nada, los que entienden que la admiración por el prójimo constituye una ofensa a la propia inteligencia, al considerar que hay que ser muy bobo para admirar a alguien. 

           Y ahí están ellos, cada vez más solitarios, porque cada vez están más consigo mismos, sin hacer nada de provecho, y el tiempo se les va en procurar destruir con dinamita verbal lo que hacen otros. Ahí están, a la salida de un cine, echando espumarajos por la boca. Ahí están, pululando por las librerías con gesto de náusea, pues nada de aquello le parece que valga un duro. Ahí están, tapándose los oídos si oyen música, cerrando los ojos si ven un cuadro, vomitando si se comen una gamba que a su paladar no le parezca sublime, sin pararse a pensar siquiera la opinión que les merecería a las gambas el hecho de ser devoradas por individuos de esa ralea.

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