sábado, 31 de julio de 2010

DEPREDADORES DE GUANTE BLANCO









.
La prohibición de las corridas de toros en Cataluña puede ser el principio de algo muy grande y muy hermoso, de algo que alivie la vida perra que damos a los animales, excluidos esos perros que viven mejor que millones de humanos.


Podríamos empezar por prohibir, no sé, la venta de mejillones en escabeche, porque mucho me temo que el escabeche es para los mejillones algo así como el cianuro para nosotros: no sé de nadie que haya encontrado un mejillón vivo en una lata de mejillones en escabeche.

Podríamos seguir con las rodajas de merluza, porque, quieras que no, el hecho de que te troceen debe de resultar molesto si constituyes una unidad física y moral, por muy congelado que estés… Y esa es otra: el asunto de la congelación, práctica torturante no sólo para las merluzas, sino también para las gambas, los langostinos, los bueyes de mar e incluso para las croquetas de halibut, entre otros seres desdichados, tanto marítimos como terrestres, e incluso aéreos.


Convendría prohibir cuanto antes la salazón del bacalao, ya que resulta inhumano amojamar a un pobre pez en cloruro sódico, por buena que esté la escalibada con unas tiras de bacalao, de igual modo que resultaría inaplazable la prohibición del pollo al ajillo, porque no hay pollo que resista eso.

¿Y qué decir de los chipirones en su tinta, a los que guisamos en sus propias entrañas negras, como si se tratara de un ritual satánico? Aparte de eso, deberíamos prohibir las chacinas, que, aunque no tienen pinta de cadáver, son más cadáver que cualquier otra cosa, incluido -ay- el espetec: restos de animales descuartizados.

Y, como medida tangencial, deberíamos prohibir que a las salchichas elaboradas con despojos porcinos se las denomine “perritos calientes”, porque tal denominación resulta atentatoria contra la dignidad que los perros han alcanzado en nuestros días como estamento burgués: seres que gozan de asistencia veterinaria, de peluquero, de paseante, de guardería, de empresas alimentarias específicas e incluso de carnet de identidad en forma de chip.


Se podrá objetar que a los mejillones se les zambulle en escabeche cuando ya están hervidos, que las merluzas se trocean cuando ya han pasado a mejor vida, etcétera. Sí, esa es tal vez la cuestión: en nuestra sociedad remilgada hacemos un vacío de conciencia ante el sacrificio de los animales. Sabemos que se les mata, pero no lo sabemos del todo hasta que los vemos morir, y por eso evitamos el espectáculo de su muerte. Nadie paga una entrada -al menos que yo sepa- para asistir a una matanza masiva de pollos o de cerdos. Somos animales carnívoros, pero fingimos que nos marea la sangre. Somos depredadores, pero delegamos en los matarifes.


Y, mientras tanto, algunos políticos jugando a ser san Francisco de Asís, rodeados de alegres pajarillos.

sábado, 24 de julio de 2010

SER O NO SER




.

Los grandes dictadores, los grandes asesinos desdoblados en políticos, suelen ser personajes cómicos, lo que no quita que puedan ser personajes aterradores: payasos de manos ensangrentadas, bufones que se han sentado en el trono vacío.


Ernst Lubitsch, en 1942, supo ver que uno de los mayores criminales que había en ese momento en el mundo no era más que un risible mamarracho, una marioneta macabra que no necesitaba caricatura alguna, pues era todo él una caricatura de por sí: Adolf Hitler. Se le criticó en su momento a Lubitsch la supuesta frivolidad de abordar en clave de vodevil una realidad que estaba causando muerte y terror, pero hay que tener en cuenta que la conciencia del buen cómico es premonitoria: adivina el halo de la comicidad allí donde se manifieste, así se manifieste bajo la envoltura de una tragedia real. Lubitsch se vengó anticipadamente de Hitler: lo convirtió en una figura ridícula cuando aún pasaba por ser una figura terrorífica. Esa es, tal vez, la grandeza del cómico: viajar hasta el fondo de nuestra conciencia para revelarnos el lado ridículo de toda solemnidad, de toda grandiosidad, de todo delirio egolátrico.


El falso Hitler de Ser o no ser aparece en medio de una calle de Varsovia y la gente se aglomera en torno a él, estupefacta, porque no acierta a entender qué hace el monstruo allí. Y es que al más sanguinario y vesánico de los redentores ideológicos lo pones en medio de una calle, con su uniforme, con sus medallas, con su bigote geométrico, y se viene abajo, porque no resiste la realidad. Y eso es lo primero que hace Lubitsch: sacar al demente de su espacio de alucinación, de su castillo inexpugnable, y plantarlo en medio de una calle cualquiera. Y te ríes. Y luego te enteras de que ese Hitler es un actor disfrazado de Hitler que no interpreta a Hitler, sino a un actor disfrazado de Hitler. Y comprendes entonces todo: el pequeño dios terrorífico, el pequeño muñeco diabólico, el dueño de la vida y de la muerte no es más que un pobre diablo con bigote carnavalesco. Y allí lo vemos, puesto en mitad de una calle, con su patetismo de caricato suplantado por un cómico.


Porque la calle, la vida cotidiana, la gente que va y viene a sus afanes representa el triunfo de la realidad frente a esos sueños complicados y aterradores de la realidad que acostumbran tener los peleles que disfrutan de esa cualidad misteriosa -y a veces tan peligrosa- que llamamos carisma.

domingo, 18 de julio de 2010

MI PULPO Y YO















.


El Mundial de Fútbol tuvo su componente sobrenatural, representado por el pulpo Paul, ese cefalópodo clarividente que viene a ser una versión marina de los adivinadores televisivos.


Aquí, como estamos acostumbrados a comérnoslos a la gallega, no hemos aprovechado el potencial esotérico que atesoran los pulpos en su cabeza de traza alienígena, y nos limitamos a cocerlos y a espolvorearlos con pimentón. Para ser pionero en algo, me he comprado un pulpo vivo. Se llama Peter.


Gracias a Peter, la semana pasada acerté el pleno de la lotería primitiva, y ya sé los números que saldrán premiados en el próximo sorteo de Navidad y en el del Niño. No es por darles envidia, pero, aparte de eso, conozco los resultados de los partidos de la próxima liga, por no hablar de los números de los cupones de la ONCE que van a ser elegidos por el azar de aquí a 2011. Al lado de mi pulpo Peter, en fin, Nostradamus no era más que un liante, por no hablar de Rappel o de Octavio Acebes.


Ahora bien, que quede clara una cosa: no todos los pulpos poseen facultades adivinatorias. Yo es que he tenido suerte y he dado con uno de los buenos a la primera, pero lo normal es que la gente se vea obligada a probar con varios pulpos antes de encontrar el adecuado. Si te sale malo un pulpo como vidente, tienes el consuelo de poder comértelo, porque todos los pulpos tienen el mismo sabor, ya sean del tipo corriente o del tipo nigromante.


Como voy a tener dinero para vivir a cuerpo de sultán de Brunei de juerga consumista en Dubai, pienso dedicarme a indagaciones ociosas, siempre en colaboración con Peter. Ya sé, por ejemplo, quién será el próximo presidente del Gobierno, qué porcentaje de trabajadores secundará la próxima huelga general, qué penas van a caerles a los de la banda Gürtel, cómo andará el PIB durante el próximo semestre, a cómo estará el Ibex 35 de aquí a dos años, y así. Gracias al pulpo, me he convertido en el hombre que sabe demasiado, y no sé si eso es bueno, porque la ignorancia del porvenir resulta más emocionante que la certeza sobre lo por venir.


He recibido varias llamadas de ministros para hacerme una oferta de compra sobre mi pulpo prodigioso. Les he dicho que el dinero me sobra y que, en cualquier caso, lo normal sería que el presidente del Gobierno crease para Peter un ministerio específico: el Ministerio de Futuribles y Fatalidades, o algo similar.


En este momento, Peter expande sus tentáculos fantasmagóricos sobre dos cajas de metacrilato. Tiene que elegir si nos vamos a la playa o si nos metemos en el jacuzzi de agua salobre, porque los dos vivimos a lo grande. Ya les contaré su decisión.


.

domingo, 11 de julio de 2010

ROYAL CINEMA

















.
Se hacía la oscuridad, y era el verano
entonces aún más denso: una mezcla
de fruta corrompida y mar caliente.

Pero era también, y sobre todo,
la imagen de jinetes que cruzaban
el oro degradado de un desierto,
o era un bajel en llamas,
con una media luna al fondo,
sobre un mar de artificio.

La noche de verano era una espesa
y macerada flor, y en ella había
piratas con pelucas empolvadas
y tipos con pistola, carruajes
tirados por caballos con penacho,
camino del castillo
de un vampiro galante, en Transilvania.

La noche lenta y honda del verano
eran estrellas rotas y fugaces,
un cielo de verbena, y allí estaban
los torvos pistoleros, los comanches,
el hombre de la máscara de plata
y las mujeres que expandían
un grávido perfume de pecado
por el aire sudado de la noche,
cuando se iluminaba la pantalla
y la fantasmagoría
iba tomando cuerpo en un corsario,
en un matón sombrío, en una rubia
platino que dejaba para siempre,
flotando para siempre en nuestros sueños,
un perfume vicioso de flores maceradas,
parecido al olor de los veranos.



(De El equipaje abierto, 1996)

(Por nostalgia crónica de los 7 cines de verano que hubo aquí. No quedó ni uno.)

.
.

domingo, 4 de julio de 2010

VECINOS PECULIARES

.













.

Cae la noche sobre el jardín y un vecino de la urbanización se sirve un trago del vodka que tiene camuflado en una botella de whisky. Con su mechero trucado (ese mechero que también realiza funciones de grabadora, de llave maestra por infrarrojos y de desactivador de alarmas) enciende un cigarrillo de la marca Belomorkanal que disimula en una cajetilla de Marlboro y se asoma a la ventana para contemplar las estrellas y todo cuanto pase por allí, porque él tiene la obligación contractual de estar pendiente de los detalles más insignificantes, de los movimientos más imperceptibles.


En su anillo, cuya piedra semipreciosa alberga una microcámara fotográfica de alta precisión, guarda material reciente: fotos de una manifestación de defensores de las ardillas, de una nueva sede de la asociación de los amigos del rifle, de la matrícula del coche privado de un concejal, de un sheriff meando en un callejón… Mañana redactará un informe cifrado sobre un kebab que han abierto al lado de la Oficina de Correos. De repente llaman a la puerta. Abre. “Venimos a detenerle”. (“¿Por qué?”, etcétera.) Y al talego.


Hace unos días, el FBI detuvo a 11 espías rusos que llevaban una vida apacible en Estados Unidos, todos ellos integrados entre el vecindario como amables patriotas, americanizados en apariencia hasta la médula, porque poco hubieran adelantado en su cometido profesional de haber salido a la calle con un gorro de astracán o de haber adoptado como mascota a un oso siberiano que respondiera al nombre de Stalin o de Breznev.


Supongo que la mayor vergüenza profesional para un espía consiste en que lo pillen, porque es lo mismo que si eres prestidigitador y te ven comprando un conejo en el mercado, pudiendo sacar los que quisieses, y gratis, de tu chistera. El Gobierno ruso ha dicho que estas detenciones le parecen “improcedentes y sin fundamento”, que es lo menos que podía decir, y no sería raro que dentro de unos días detuviesen en Rusia a varios espías al servicio de Estados Unidos, lo que propiciaría un tenso canje de prisioneros en plena madrugada, tal vez en algún paso fronterizo de Canadá o de Kazajstán, según.


Les confieso que estoy preocupado por la suerte de los espías detenidos. Los espías dan bien en las novelas y en las películas, porque allí pueden hartarse de culminar acciones peligrosas y de soltar frases lapidarias, pero en la vida real me temo que lo tienen más difícil, porque no es lo mismo acabar en una cárcel de cartón piedra que en una cárcel de hormigón, y no me atrevo siquiera a imaginar los motes que les pondrán allí, donde no creo que distingan con exactitud a un espía de un chivato.


Sea como sea, y dadas las incertidumbres de nuestro mercado laboral, lo de meterse a espía ruso no representa, en fin, una opción desdeñable. Y no puedo contarles más. Cambio y corto.


.