En las noches
cálidas, la memoria se me fuga a los cines de verano, se sienta en una silla incómoda
de hierro, se compra un cartucho de altramuces o de cotufas, un chicle Cosmos
de goma negra y un refresco nunca demasiado frío –las neveras de hielo, con su
olor a catacumba polar- y se aplica a disfrutar de unas ficciones
protagonizadas por el Enmascarado de Plata, por el conde Drácula o por unos
alienígenas con malas intenciones. Tengo hoy la memoria allí, en aquellos
recintos que la especulación inmobiliaria fue llevándose por delante como
entrenamiento para destrozos mayores. Los codiciosos no sólo pusieron empeño en
destruir las franjas litorales, sino también los espacios mágicos, hechos de
tan poca cosa: cuatro muros recubiertos de jazmineros y madreselvas, una barra rudimentaria
de bar, un kiosquillo de golosinas arcaicas en el que la oferta de sabores no
sobrepasaba la media docena. En mi pueblo llegaron a convivir seis cines de
verano. No dejaron ni uno. Los especuladores inmobiliarios siempre han tenido,
al fin y al cabo, la misma mentalidad que esos extraterrestres que venían por
aquí para destruirnos el planeta, aunque los guionistas se apiadaban al final
de los espectadores y acababan encontrando una fórmula redentora, cosa que no
ocurrió con los invasores provenientes del planeta Ladrillo.
Vampiros
y ataúdes, aeronaves con seres de ojos grandes y vidriosos, el licántropo
huyendo por un bosque de neblina… La memoria, ya digo, la tengo en este momento
allí, repartida confusamente en los seis cines de verano que hubo en mi pueblo,
en cuyos solares se alzaron bloques de pisos. Nadie acertó a proteger aquello,
a pesar de que tal vez estaremos de acuerdo en que en la vida no sólo tienen
valor de perdurabilidad las catedrales y los castillos. Yo, con la ayuda del
mago Merlín, cambiaría el castillo medieval de mi pueblo por el Royal Cinema,
pongamos por caso. Me serviría más ese cine que el castillo en cuestión, pero
el caso es que el castillo lo restauraron y que el cine lo demolieron. A veces
tenemos un concepto muy raro de lo primordial. Al alcalde de Tarifa, por no
señalar a nadie en concreto, puede interesarle más la construcción de un
complejo turístico en una playa virgen que la preservación de la pureza natural
de esa playa, y con alcaldes así no hacen falta invasores ultragalácticos, lo
que no deja de ser una tranquilidad, porque las invasiones de extraterrestres
siempre acaban bien para nosotros, de acuerdo, pero, mientras sí y mientras no,
lo pasamos fatal.
Un
baile grotesco de vampiros, un ring mejicano de luchadores, unos pistoleros en
su odisea polvorienta… Cada verano, en fin, esta nostalgia irresoluble. Con lo
sencillo que puede ser construir un paraíso artificial: un proyector, cuatro
muros, unas plantas trepadoras, un kiosquillo y los ojos muy abiertos, sin
perder puntada del prodigio inocente de los mundos imposibles…
(publicado ayer en la prensa)
(publicado ayer en la prensa)