domingo, 27 de noviembre de 2016

EL GERENTE DEL FRÍO

(Publicado ayer en la prensa)











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        Mediados de noviembre. 
        8.30 de la mañana. 
     Temperatura exterior de 10 grados centígrados. Arranca el autobús interurbano para un trayecto de algo más de dos horas y, de repente, un chorro de aire frío sale de los orificios superiores, directo a tu cabeza. Lo primero que piensas es que el sistema de calefacción del vehículo está averiado, aunque el optimismo te dice que el motor necesita unos segundos para calentar el aire. Pero pasan los minutos y el aire sigue antártico. Los pasajeros nos envolvemos en las prendas de abrigo. Tiritera colectiva. El instinto te sugiere que hagas una fogata en la papelera para caldear un poco el ambiente, pero el sentido común dictamina que sería peor el remedio que la enfermedad: gaseamiento. El conductor lleva un plumífero, lo que descarta la hipótesis de que se trate de un ser de naturaleza hipertérmica, de modo que se afianza la hipótesis de la avería.


            En la primera parada, y saltándote el requisito de un acuerdo asambleario, le preguntas si podría quitar el aire antes de que el pasaje coja una pulmonía. Te mira con extrañeza: “¡Pero si está al mínimo!”. En tu sistema neuronal se produce uno de esos cataclismos intelectuales en los que se basa el éxito del teatro del absurdo: noviembre, aire acondicionado… pero al mínimo, eso sí, cabe suponer que para que los 10 grados del exterior tengan la oportunidad histórica de descender a cinco o seis, que es lo suyo. Inevitablemente, las conjeturas se te disparan, porque el frío activa la circulación sanguínea: ¿será el conductor un esquimal?, ¿será el integrante de una secta partidaria de una nueva glaciación?, ¿será el lugarteniente gaditano de Fu-Manchú, enemigo principal del género humano en bloque? 


Comoquiera que el conductor se muestra amable, te inclinas por la primera: se trata sin duda de un esquimal desterrado, con nostalgia inconsolable de su terruño, y de ahí ese afán por reconstruir el clima nativo en su espacio laboral. “¿Podría poner usted la calefacción para que se derritan los carámbanos del techo?”, le preguntas. Su respuesta adopta un ligero tono oracular, como de directivo de la NASA: “No está previsto”. Es decir, en esa compañía de transporte está previsto el frío artificial en pleno noviembre, pero no el calor artificial para combatir el frío de noviembre. De modo que te das por vencido, porque sabes que si sigues dialogando a la manera platónica con el conductor, corres el riesgo de padecer daños cerebrales irreparables, y no precisamente por congelación.


            Hicimos el trayecto, en fin, con mucho frío, aunque con talante heroico.


            Lo curioso es que desde aquel día padezco una pesadilla recurrente en la que al conductor glacial lo nombran ministro de Industria. Pero me digo que los sueños sueños son. Aunque me inquieta lo otro: aquello de que la vida es sueño… Y ahí ya me hago un lío.

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jueves, 24 de noviembre de 2016

HOY, en SANLÚCAR DE BARRAMEDA.



domingo, 20 de noviembre de 2016

COHEN Y LA BOMBILLA ROJA


(Publicado el pasado viernes en EL CULTURAL del diario EL MUNDO.)



Escribir sobre Leonard Cohen propicia –no sé por qué- un ligero tono cursilón, y no porque él fuera cursi ni mucho menos -más bien todo lo contrario, ya que sus canciones tienen la reciedumbre de las emociones hondas-, sino tal vez porque esas emociones tan densas y abisales, al reinterpretarlas nosotros  a través de nuestras emociones subsidiarias, se nos acaramelan un poco y acaban resultando un tanto empalagosas. Si además uno escribe sobre Cohen a las pocas horas de haber muerto Cohen, el pastel resulta casi inevitable. 


En los guateques –qué palabra- medianamente psicodélicos de nuestra juventud, los que ya no somos ni por asomo los mismos empezábamos por lo fuerte:  por los Creedence, por Jimi Hendrix, por Deep Purple o por Uriah Heep. Por el Elvis rocanrrolero. Y que no faltara Led Zeppelin.  Y que aullara James Brown.  Era, en fin, la fase de la dispersión estratégica, de los tanteos galantes, de darle un poco al vaso para espantar las timideces y entrar en la noche con valentía. Con el paso de las horas, las luces iban atenuándose, hasta quedar reducido aquel ámbito de ficciones a la penumbra modestamente demoniaca de una bombilla roja. Y llegaba el momento crucial del baile agarrado. El de la elección de pareja en grado de tentativa. El momento, entre otros, de Cohen.  
        

Era pasar de la potencia al susurro. Era un cambio de galaxia. Era adornar la hora del deseo con una banda sonora melancólica, para poner los espíritus a tono. La penumbra roja propiciaba los abandonos de identidad, el abandono a las sugestiones artificiales, y convertía aquello en un baile de máscaras sin máscaras. 


Hay canciones que siempre suenan desde el pasado. Canciones que se han fundido con tramos de nuestra vida en una alianza inquebrantable, y ya no sabe uno separar una melodía de un recuerdo, y ya no acierta uno a aislar un estribillo de una sensación rememorada, precisamente porque ese recuerdo y esa sensación viajan en el tiempo gracias a esas canciones, con la exactitud inesperada de un número de ilusionista, con esa literalidad prodigiosa con que la música puede reconstruir un momento remoto de nuestro ayer. Una parte misteriosa de nosotros pervive en unas canciones, y sólo en ellas. Suenan las primeras notas de una vieja canción, por olvidada que puedas tenerla, y es como si te abdujera una fuerza extraterrestre, y regresas de pronto a quien ya no eres y a quien apenas recordabas, porque a ese fantasmilla de ti  lo envuelve el halo de una nostalgia en bruto. Una nostalgia sin asideros concretos, por decirlo de algún modo. (Salvo que… “Dance to the end of love…”. Salvo que “Like a bird on the wire…”. Y aleluya.) 


Los perdidos de nosotros, los de entonces, estamos en muchas canciones imperecederas de Cohen.  Algo muy nuestro se custodia en ellas. Algo remoto  que revive, mediante una especie de reacción alquímica, cuando las escuchamos. En sus conciertos últimos, Leonard Cohen tenía algo de duende reverencioso, amable y enlutado que  ofrecía lo más selecto de su repertorio como quien pronuncia una fórmula de hechicería capaz de llevarnos a un tiempo que dábamos por perdido. Y allí renacía de repente aquel tiempo, el de nuestra juventud. El de la bombilla roja. Y allí estábamos, con ganas de llorar por nosotros mismos, porque a ver quién se libra de la blandenguería cuando entra en juego nada menos que la resurrección transitoria de lo que fuimos.  (Ese intenso espejismo de regreso. Esa alucinación fugaz. Ese volver a un territorio inexistente…) 


Cohen se arrodillaba en el escenario con una parsimonia de espectro apacible, agarraba el micro como si fuese una custodia sagrada, sonreía con beatitud de tibetano, recogía con mimo una rosa bermellón que le arrojaba una espectadora, modulaba cada palabra como si se tratase de un conjuro, susurraba con un eco de simas y de abismos sin fondo, con su voz espesa y lenta de profeta lírico… y ya estábamos perdidos del todo y entregados por completo, y reencontrados también con nuestro desconocido más íntimo y esencial, porque nos removía algo que suele ser mejor –por la cuenta que nos trae- que se mantenga estancado: lo que creemos haber sido en nuestra edad de oro, cuando lo de la bombilla roja y todo eso. Lo que perdimos en esta larga aventura. 

   Leonard Cohen ha muerto a pie de obra, con disco flamante, con esas nuevas canciones que ya no son un susurro, sino más bien el susurro susurrado de un susurro, porque la voz le salía en la vejez de una caverna muy profunda, envolvente como el discurso de un mago bajo la luna llena o yo qué sé: una voz que estaba mucho más allá de la voz. Una voz de hipnotizador con borsalino, con su ropa negra de predicador que, lejos de proclamar la inminencia del fin del mundo o de amenazar con las llamas del infierno, nos habló de otras cosas. De la vida en abstracto y en concreto. Del amor que se enfrenta a la muerte y del desamor que se parece a una muerte. De partisanos y de muchachas lunáticas. De plegarias incumplidas y de misterios cumplidos. De lo que iba saliendo, en fin, de su sombrero de dandy de traje oscuro, con la voz siempre a punto de dibujar luminosamente en el aire una línea de sombra.

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lunes, 14 de noviembre de 2016

POPULISMOS POPULARES

(Publicado anteayer en prensa)



El concepto de “populismo” resulta muy difuso y a la vez muy concreto, en especial si se tiene en cuenta que todos los políticos están obligados a ser populistas si aspiran a tocar poder. El grado de populismo de cada cual es por supuesto variable, pero el populismo de fondo y de forma resulta invariable, pues me temo que lo tendría bastante difícil el aspirante a poderoso que concurriese a unas elecciones con la verdad en crudo por bandera, ya que esa verdad supondría el reconocimiento de la fragilidad no sólo de sus proyectos sociales, sino también de la debilidad de él mismo como mandatario, por esa cosa que tiene el poder de estar muy repartido entre gente que ni siquiera debe pasar por el trámite incierto y engorroso de las urnas para imponer no ya su voluntad, sino para imponernos una realidad. 

          Hablar, en fin, de política y de populismo resulta tal vez una redundancia, lo que no quita que la acusación de populismo se convierta en un arma arrojadiza entre los populistas de signo ideológico contrario, según dicta una de las normas básicas del populismo: transferir al adversario las deformaciones propias.


            Por supuesto, el éxito popular del populismo no es mérito de los políticos populistas, sino del pueblo, que, como su nombre indica, goza del privilegio de ser populista por naturaleza, con el inconveniente melancólico de que se trata quizá del único privilegio del que disfruta la gente de a pie en este complejo sistema de privilegios usurpados por quienes tienen capacidad para concederse a sí mismos los privilegios de veras importantes. Si los gobernados no fuésemos populistas por defecto, los gobernantes populistas nos darían risa, pero el caso es que la risa se la damos nosotros a ellos: esa risa equivalente a la del predicador que cuenta las monedas que han echado en el cepillo sus feligreses, ya sea gracias a proclamar la inminencia del fin del mundo o bien a prometer un trasmundo de goces eternos, que eso suele dar casi lo mismo.


            La motivación principal del discurso populista parece estar clara: allanarse el acceso al poder mediante la formulación simplificada de una realidad compleja. La aceptación de ese discurso por parte de sus receptores resulta, en cambio, demasiado compleja para simplificarse, aunque podríamos suponer que en buena medida se trata de la asunción visceral de los términos de un discurso catastrofista que contiene la promesa de una redención social tan instantánea como infalible, pues muy escéptico hay que ser para dudar de unas expectativas de máximos, sobre todo cuando la situación colectiva está bajo mínimos.


         Muchos indicios sugieren que tendremos que acostumbrarnos a un discurso político que tiene menos que ver con la política en sí que con la psicología, por no meter en esto a la psiquiatría. Y es probable, en fin, que no ganemos para psicólogos.


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domingo, 13 de noviembre de 2016

LEONARD COHEN




(Escribí esto que sigue en 2011. He escrito otra cosa de urgencia, tras su muerte, que se publicará el próximo viernes en EL CULTURAL del diario EL MUNDO.)



Leonard Cohen ha conseguido reducir su voz a un susurro hipnótico. ¿Por merma de facultades? Sí, pero quizá también por privilegio de su destino: su voz es algo que está ya por encima de la voz, algo que ha logrado convertirse en la metáfora frágil de sí misma, en una fantasmagoría, purificada. Es la salmodia penumbrosa del superviviente, con su traje gris de empleado discreto de funeraria, con su borsalino de hampón dandístico, con su figura descoyuntada de anciano arrullador de batallas antiguas del sentimiento, galán en sus ocasos triunfales, con su sonrisa beatífica propia del monje budista que es, conocido en los monasterios del ramo como Jikan Dharma, que significa el silencioso.

            Leonard Cohen sale al escenario con pasos alegres de duendecillo del país de las tinieblas amables. Se arrodilla. Junta las manos en gesto de plegaria. Se destoca. Sonríe. Da las gracias. Empieza su conjuro. Sus canciones nos llegan desde muy lejos: los adolescentes de los 70 del siglo pasado que tocábamos la guitarra teníamos un repertorio de estándares en el que no faltaba “Suzanne”, aunque con cierta licencia en los arpegios, porque éramos aprendices y había que esquematizar los alardes. Aun así, aquella medio chiflada seguía ofreciéndote té y naranjas de la China. Y el Cristo -abandonado, casi humano- permanecía en su torre solitaria de madera. Y aprendías a buscar entre la basura y las flores. Y el sol caía de lleno, como una miel, sobre la dama del muelle. Etcétera. Y nosotros, en fin, bailábamos aquello con las niñas, en la noche artificial de las fiestas tempraneras de los sábados.

Ha pasado el tiempo y ahí siguen sus canciones, más intensas aún porque se han aliado con el tiempo nuestro, con el tiempo de adentro de cada cual, con la historia de cada uno. Estamos en ellas.
Conmueve este Cohen de postrimerías. Tan roto y tan poderoso. Tan de cristal y tan irrompible. Tan sujeto a la música por casi nada: por la exactitud temblorosa de la emoción, que es a fin de cuentas el todo. Este Cohen oferente y educado, con su espectáculo grandioso de susurros. Este Cohen que, con apenas cuatro notas básicas, ha sido capaz de escribir canciones que son historias, historias que son poemas, poemas que son música, música que es un himno de intimidad. 

Este trovador dulzón y oscuro, amargo y luminoso, con su lentitud interior de emocionado reflexivo, con su voz a media voz, con su porte de vendedor honrado de diamantes, de hombre hecho serenamente al encogimiento de hombros y a las fatalidades prodigiosas que nos depara el mundo, como un personaje escapado de una página de Isaac Bashevis Singer, este Leonard Cohen, decía, parece venir desde muy lejos cuando sale al escenario y se destoca. Parece venir de un tiempo invulnerable al tiempo, de una intemporalidad mágica en la que los sentimientos son inmortales, mientras nosotros vamos de paso por aquí, acogidos a la indefinición y a la fragilidad, y alguien baila ante nosotros con un violín en llamas.

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UN POEMA

(Poema decidado a J:M: CABALLERO BONALD, en su 90 cumpleaños)
(En INFOLIBRE un monográfico dedicado a él: http://www.infolibre.es/noticias/los_diablos_azules/portada/ )




CÁDIZ, NOCHE DE CARNAVAL



Entra la noche como un bulto
de mar vacío y de caverna,
(…)
y en la blancura de las páginas
entra también la noche.

J.M. CABALLERO BONALD




El caballero del yelmo de papel de plata,
con un plumero doméstico a modo de penacho,
viene de una estirpe de roldanes y amadises
y va a la noche.

El pirata arrogante, con su sable de plástico,
viene de los naufragios caribeños,
de la leyenda en claroscuro de ultramar,
y va a la noche de las tempestades que se forman
en un vaso de ginebra.

La novia que es un hombre que sueña con ser novia
se sumerge en la noche de las nupcias lunares.

La diablesa ondulante del tridente dorado
viene de los infiernos del desamor
y se encamina a la noche roja
de las pasiones urgentes.

La falsa enfermera de las medias blancas
sale de la clínica de los espejismos poderosos,
los forjados en la soledad,
y se adentra en la noche de la metanfetamina.

El extraterrestre que orina en un callejón
ha perdido su nave y la busca en la noche.

La bruja del sombrero puntiagudo
lleva en la liga sus pócimas de hachís y de muérdago
y penetra en la noche de los aquelarres burlescos.

La monja, el bandolero y la drag queen.
La multitud errabunda.

La luna que parece –según la vio J.R.J.-
una reina loca y una magnolia triste.
(O la capa blanca del diablo,
según su discípulo Antonio Espina.)

Todos van a la noche de las ficciones caóticas.
Todos van a la noche que va a la madrugada
que va al amanecer. Mientras el mundo gira alrededor
igual que un molinillo de colores movido por el viento
que viene de la mar y va a la noche.

F.B.R.

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jueves, 3 de noviembre de 2016

ANTOLOGÍA

Ya anda esto por ahí. (Es una antología: nada nuevo.)