domingo, 21 de febrero de 2021

EXPRESÁNDONOS

 

El concepto de “libertad de expresión” solemos utilizarlo con una despreocupada libertad de expresión, hasta el punto de equipararlo a veces con el derecho irrenunciable a decir en público lo primero que se nos pase por la cabeza.

Hemos establecido la convención de que en una democracia consolidada deben garantizarse todas las libertades individuales, incluidas las que suponen un ataque a la libertad colectiva, desde la convicción optimista –y tal vez un tanto arrogante- de que nuestro sistema resulta invulnerable a cualquier intento de menoscabo. En España arrastramos un complejo histórico que nos impide reconocernos como tal democracia consolidada y vernos más bien como una chapuza postdictatorial, según se ha tomado la molestia de sugerir el vicepresidente segundo, más complaciente con algún que otro cesarismo militarista que con el llamado régimen del 78, al que en buena parte debe la posibilidad de vicepresidirnos.

Un rapero acaba de ingresar en prisión no tanto por decir unas cuantas tonterías tremendistas en Twitter y por dedicar una especie de canción denigratoria a la monarquía como por contar con antecedentes penales por delitos de violencia, porque casi nadie va a la cárcel por una condena de nueve meses. ¿Merece eso una pena? ¿Merece eso la pena? Según la ley, sí. Y las leyes las modifican o las derogan los gobernantes, de modo que, en este particular, suyo es el poder y la gloria, y no de los manifestantes airados –esos presuntos antifascistas acogidos a unos métodos de lucha genuinamente fascistas- ni de los compasivos firmantes de esos manifiestos que sólo sirven para ser manifiestos.

Amnistía Internacional, por su parte, ha lanzado una campaña que quizá peque de demasiado simplista: RAPEAR NO ES UN DELITO. Por supuesto que no. Si lo fuese, habría que desalojar todos los presidios para dar cabida a esos artistas de la rima. Comprar una catana, por ejemplo, tampoco es un delito, pero hay una diferencia entre comprar una catana para ponerla como elemento decorativo en el mueble del salón y comprar una catana para decapitar a los vecinos de tu bloque.

Hace unos días, otro de estos profesionales del rap combativo, condenado y finalmente absuelto, se quejaba del mal rato que le había hecho pasar el Estado represor tras publicar él unos tuits en los que expresaba su deseo de regalar una bomba al rey, su añoranza de los GRAPO y su recomendación de recurrir al secuestro como estrategia política. Su lamento lo acompañaba de una advertencia de tono bíblico: “Cualquiera que ose cuestionar mi inocencia tendrá que enfrentarse a las consecuencias legales”. Y es que con esto de la libertad de expresión viene a ocurrir lo mismo que con los escraches: si son en puerta ajena, bien; si en puerta propia, ya no tanto.

(Convendría recordar que, en 2017, la actual ministra de Igualdad llevó a los tribunales a un jubilado que había publicado en una revista irrelevante, sin apenas difusión, un poemilla pretendidamente satírico, aunque no pasaba de ser una bobada machista y burda, por el que se sintió ofendida y atacada en su dignidad, por considerarlo “una intolerable burla sexista”. Fijémonos en el adjetivo: “intolerable”. El autor del poemilla fue condenado al pago de 70.000 euros a la denunciante, aunque luego la sentencia fue revocada en una instancia superior. Pero lo significativo no es eso, sino que una defensora de la libertad de expresión se acogiese a los beneficios de la llamada “ley mordaza”.)

Por loable que sea, la defensa del derecho indiscriminado a la libertad de expresión presenta sus incoherencias potenciales. Por ejemplo, hemos conseguido convencer a algunos galanes rancios de que piropear a una mujer por la calle implica como poco un acoso, pero si le decimos a ritmo de rap a un transeúnte que es un ladrón y que vamos a matar a su familia, parece ser que estamos en el territorio sagrado de la libertad de expresión. El símil resulta chusco, pero es que el asunto tiene su cuota chusca.

Al fin y al cabo, lo que se debate no es tanto el derecho a la libertad de expresión como el derecho a soltar impunemente todas las barbaridades que se nos ocurran en un momento de fogosidad del ánimo, así invadan el territorio de la injuria y de la calumnia. Muchos opinan que es un lujo democrático que podemos permitirnos. Es posible. Pero sin olvidar que la barbarie, en alianza con la idiotez y con un temperamento con indicios psicóticos, puede ser una peligrosa variante de la libertad.


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5 comentarios:

Isabel Marina dijo...

Muy lúcido y equilibrado.

Antonio Eme dijo...

Como de costumbre, Felipe, gran artículo.

Pandemia Films dijo...

Sublime como siempre

Unknown dijo...

Magnífico. Una reflexión argumentada en hechos históricos y en el sentido común

ficcionescasireales.com dijo...

La libertad de expresión circulando por una vía de sentido único. Muy buen artículo.