(Publicado ayer en prensa)
Como ustedes saben, en octubre de
1922 Benito Mussolini promovió una marcha sobre Roma para hacerse por las
bravas con el poder. Tuvo éxito. El miércoles pasado, otro fanfarrón narcisista,
Donald Trump, alentó, desde su acumulación de histriónicas pataletas de
perdedor agraviado, el asalto al Capitolio. A su manera, también tuvo éxito:
ofreció al mundo la imagen de la barbarie disfrazada de legitimidad democrática.
Al fin y al cabo, ese fomento de la barbarie ha sido el ruido de fondo de su
mandato: una superpotencia en manos de un demente. Demasiado poco ha pasado,
aun habiendo pasado mucho: la polarización fanatizada de un país de por sí especialmente
polarizado y crecientemente fanatizado.
Tanto
Mussolini como Trump contaron con el cerrilismo violento de sus seguidores,
representantes de ese cupo de bestialidad ideológica del que no consigue
librarse ninguna civilización, por avanzada que sea. Para desarrollar su
megalomanía, el megalómano necesita, en fin, el apoyo irracional de los
serviles, que jamás dudan de sus razones: es la ventaja del pensamiento que no
necesita pensarse a sí mismo.
Comoquiera
que EEUU viene a ser el laboratorio de los fenómenos sociológicos que, tarde o
temprano, tendrán su réplica en el resto del mundo capitalista, el sentido
común nos avisa de que podemos echarnos a temblar, ya que los personajes como
Trump no son una anomalía anecdótica, sino un patrón clonable: la sinrazón
necesita líderes para redimirse de su caos consustancial e individualista y
convertirse en un proyecto sistematizado y colectivo, en el simulacro de un
movimiento político superador de todas las ideologías políticas, con el
ultrapatriotismo como elemento armonizador de unas manías privadas: el
supremacismo, la paranoia conspirativa, la amenaza del comunismo y la conjura
de los oligarcas para aniquilar al género humano, pues el repertorio es tan
pintoresco como surtido.
En
Europa tenemos ya indicios sobrados del auge del populismo de tendencias
cesaristas. Y nuestro país no podía ser una excepción, claro está, con la
previsión de un crecimiento electoral de la derecha enfática, cuyo discurso
básico consiste en la necesidad de la destrucción de un presente considerado funesto
para emprender la reconstrucción de una difusa edad de oro, sin renunciar a la
nostalgia de nuestras glorias imperiales.
El
curso de la Historia nos advierte de los peligros de la denigración del
presente en beneficio de la añoranza de un pasado que no tiene sitio en el
futuro, pero se ve que a muchos les gusta vivir al borde del abismo de la
irrealidad: si la realidad les lleva la contraria, siempre habrá capitolios; si
la política no les vale como solución, la convierten en problema.
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2 comentarios:
Sublime, Felipe.
Claro, conciso. Gracias
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