(Publicado ayer en prensa)
Cuando un político reconoce un error suele estar
reconociendo, en realidad, un acierto, sobre todo porque casi nunca se trata
del reconocimiento de un error concreto, sino inespecífico: “Si he podido
equivocarme en algo…”, lo que admite esta traducción aproximada: “Si por
casualidad he cometido algún error, habrá sido por acertar en todo lo demás,
incluido el posible error”. El ejercicio de la política parece ser que inmuniza
contra la equivocación, lo que lo distingue significativamente de cualquier otra
tarea humana. Si comete el error de cometer un error, en fin, lo normal es que
el político no cometa el error de reconocer su error, y es posible que haga
bien, pues lo que menos necesita una sociedad es la evidencia angustiosa de que
sus gestores públicos pueden ser falibles.
A
estas alturas de pandemia, los contagios y la tasa de mortalidad andan
disparados en casi todo el planeta, pero se da por hecho que nadie es
responsable de esta situación caótica, salvo quizá la situación en sí. En
cualquier caso, los únicos responsables seríamos nosotros y, por supuesto, el
virus, pero no los encargados de gobernarnos y de tomar medidas eficaces para
minimizar la incidencia de la catástrofe.
Los
científicos recomiendan un reconfinamiento estricto, por ejemplo, pero el
gobierno central desestima esa opción –que le sale muy cara- en beneficio del
mantenimiento de la actividad económica, así sea a ralentí, a pesar de que,
mediante esa estrategia de conciliación de la normalidad y el desorden, muchos
sectores se ven abocados a una ruina intermitente a corto plazo y a una ruina
total a medio plazo.
Los gobernantes nos tranquilizan con el
mensaje de que están tomando decisiones con arreglo a las directrices que les
marcan unos comités de expertos entre anónimos y fantasmagóricos, aunque nos
queda la duda de si sólo escuchan a esos expertos para escucharse finalmente a
sí mismos, pues, al fin y al cabo, un experto sanitario carece de esa visión
global de la realidad de la que suelen disfrutar los políticos gracias a su
omnisciencia infusa, o a lo que sea.
Ante
una situación descontrolada, parece ser que todo el mundo está eximido de
ejercer un control sobre ella, lo que no quita que se escenifiquen todos los
simulacros de control que a cada gobernante se le ocurran, ya sea mediante la
retórica –por lo común triunfalista- o mediante la implantación de medidas que
a veces rayan en el absurdo.
Aquí
nadie se ha equivocado. Y si se ha equivocado, será porque el error es un
trámite ineludible para acertar. Lo malo es cuando empezamos a sospechar que el
error puede ser no pandémico, pero sí endémico. Aunque nadie se haya equivocado
en nada, ya digo. Nadie. En nada.
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