Como ustedes recordarán, el 22 de julio de 2011 se produjo un atentado con coche bomba en el distrito presidencial de Oslo. Hubo 8 muertos.
Al poco rato, 69 personas, en su mayoría adolescentes que disfrutaban de un campamento de verano en la isla de Utoya, fueron asesinadas a sangre fría por un joven de 32 años cuyo nombre me niego a escribir, por estar ya escrito en la historia universal del horror: a él se debieron tanto el atentado como la masacre.
En 6 capítulos, esta serie (disponible en Filmin) muestra, sin recurrir a efectismos emocionales, las consecuencias de aquel trauma colectivo, ramificando sabiamente la acción en varios frentes, y con el acierto narrativo de dejar al criminal en un segundo plano: apenas una desdibujada presencia diabólica y a la vez ridícula.
Desde una sabia frialdad expositiva, y también desde una espinosa complejidad moral, la serie resulta tan conmovedora como dura. Un trago amargo y fuerte. Se ve con un nudo en el estómago.
Promueve además un consejo velado: tolerancia cero con esos chalados que se dedican a difundir por las redes teorías conspiranoicas, supremacistas y ultraderechistas.
Son risibles, pero peligrosos: ellos deliran y luego vienen otros a seguirles en el delirio, aunque a veces con armas de fuego. Con ese fuego que ellos consideran redentor.
Cuidado, en fin, con esos imbéciles, con esos charlatanes visionarios.
La estupidez organizada, en mezcla con la psicopatía y con un ideario trastornado, puede ser una de las grandes amenazas para lo que hasta ahora entendemos -con sus más y sus menos- como civilización.
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