Ramón Rozas escribe sobre LA GENTE en DIARIO DE PONTEVEDRA
(Publicado ayer en prensa)
Ayer se clausuró en Arequipa el X
Congreso Internacional de la Lengua Española y piensa uno que en la
programación académica hubiese encajado un coloquio entre Ábalos y Koldo en
torno al uso del lenguaje figurado como maniobra de despiste y al empleo de la
metáfora como recurso delictivo, habilidad que les atribuyen la UCO, los
jueces, los fiscales, los periodistas y todo el país, salvo ellos dos.
En cualquier
caso, sean inocentes o culpables, hubiese estado bien que dilucidaran filológicamente
ante la comunidad filológica el empleo del término “chistorra” para referirse a
los billetes de 500 euros en el mundo específico del hampa de guante blanco,
que ellos parecen conocer bien, al menos de oídas, así como que ofrecieran su
hipótesis sobre detalles más concretos: ¿por qué identificar el color morado de
esos billetes con la chistorra, que es rojiza, y no con la remolacha, pongamos
por caso?
Como es
natural, ambos niegan que, cuando hablaban de chistorras, hablasen de billetes,
y no hay motivo para dudar de su palabra, a pesar de que los indicios pueden indicar
que algo raro había. Sea como sea, yo al menos creo en su inocencia, convencido
de que lo suyo no era un entramado criminal, sino un mero juego literario que
se traían entre ellos.
Por ejemplo, si Koldo avisa en el año 2019 a su entonces mujer de que ha conseguido 2000 chistorras, hay que ser un poco enrevesado para suponer que se trata de 2000 billetes de 500, ya que lo normal es que si a una persona le gusta la chistorra, la compre -o la consiga- por miles, no por unidades, y más aún si tiene previsto organizar una barbacoa familiar, ya que esos tres conceptos (chistorra, barbacoa, familia) están históricamente vinculados.
De modo que por ese lado bien, aunque una maliciosa voz
mental nos susurre que el consumo de tanta chistorra no puede ser bueno, entre
otras razones por lo de las grasas saturadas. En cualquier caso, tanto Ábalos
como Koldo, ante la suspicacia popular y judicial, se han acogido al “Me gusta
la fruta” de Ayuso, convenientemente transformado en “Me gusta la chistorra”, y
todo arreglado.
Chistorras
aparte, la UCO da por hecho que cuando hablaban de “lechugas” se referían a los
billetes de 100, que son verdes como los cogollos de Tudela. No sé yo, la
verdad. Igual es que a los dos les gusta la lechuga, a pesar de que la
Naturaleza no creó la lechuga para que gustase a los humanos, que únicamente la
comemos por tomar algo verde que compense el consumo masivo de chistorra, no
porque nos agrade. Ni siquiera en la poesía bucólica encontramos una sola
mención a la lechuga, por no ser verdura de prestigio lírico, sino un producto
que rechinaría en los prados amenos de Garcilaso de la Vega.
Por lo demás,
los billetes de 200 euros serían presumiblemente “soles” en la presumible jerga
privada de nuestros dos prohombres. Y eso sí es poético: 200 euros como 200
soles.
Ay, el maldito
parné.
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(Publicado en prensa)
¿Genocidio sí o genocidio no? Pues basta con consultar el diccionario...
Hay ocasiones en que una derrota
acaba siendo una victoria. Es lo que ha ocurrido con la flotilla Sumud: sus
organizadores sabían de antemano que no llegarían a Gaza, pero sabían también
que en lo fallido de esa tentativa radicaría el éxito de su misión, como así ha
sido, en forma de clamor mundial contra el Gobierno gansteril de Netanyahu, que
no ha sabido o no ha querido calcular las consecuencias de neutralizar militarmente
una escaramuza pacífica y al fin y al cabo simbólica.
Bien. Al hilo de esto, resulta curiosa la actitud del PP madrileño, en su exótico empeño por situarse a la derecha de la ultraderecha. “Ya se han dado el baño. Ahora subvenciones para chiringuitos, para el teatro, para el cine. Ya han hecho su agosto”, según la casi inconcebible presidenta Ayuso, cuyos mecanismos mentales van siempre por delante de los de las personas corrientes y cuyo sentido de la lógica resultaría peculiar incluso en el País de las Maravillas al que fue a parar la niña Alicia.
(La Historia de la Humanidad le debe, eso sí, una frase lapidaria: “Me gusta la fruta”, que aún no entiende uno cómo no ha sido incorporada como lema heráldico al escudo de la comunidad madrileña, con el añadido tal vez de la imagen de una pera o de un plátano… pero nunca de una sandía).
Por su parte, se ve que el señor Serrano no es el segundo de la presidenta por casualidad: “Son gentuza”, según catalogó a quienes boicotearon la vuelta ciclista, con lo cual seguimos en la lógica irrefutable: no es gentuza quien extermina a un pueblo, sino quien protesta por ese exterminio.
Tampoco
va mal el portavoz del PP en la Asamblea de Madrid cuando define la expedición como
“batucada por el Mediterráneo” ni el presidente de la Cámara cuando se refiere
a la palestina como “banderita”.
Muy chistoso
está el PP madrileño, y eso es buena señal, ya que la gente bienhumorada
despierta confianza y simpatía y, de paso, equilibra un poco la preocupación de
muchos por la deriva que está tomando el mundo.
Podrían hacer
chistes sobre Netanyahu o sobre su padrino Trump, pero no: mucho mejor
convertir en caricaturas perroflautistas a todos los indignados por la barbarie
de Estado que practica Israel en nombre de la defensa de la civilización en abstracto.
Un intelectual
ultracatólico (Opus Dei) y ultraconservador (Vox) acaba de regalarnos su punto
de vista moral: él aplaudirá que Israel deje de matar palestinos únicamente cuando
Hamas libere a los rehenes. Mientras tanto, que se aguanten un poco. Se ve que el
quinto mandamiento es un precepto flexible: “No matarás… a menos que la gente a
la que mates haya hecho rehenes a algunos de los tuyos”.
Por lo demás, para zanjar la polémica en torno al genocidio sí o genocidio no, bastaría con consultar el diccionario de la Real Academia, que ofrece una única acepción para GENOCIDIO, a saber: “Exterminio o eliminación sistemática de un grupo humano por motivo de raza, etnia, religión, política o nacionalidad”.
Tan sencillo, en fin, como eso.
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A punto de iniciar sus vacaciones
veraniegas, algunos políticos tuvieron un sobresalto, seguido de un episodio de
pavor, aunque afortunadamente resuelto en la mayoría de los casos con una
rectificación urgente de su currículo oficial, ya que han sido pocos los
dimisionarios a causa de sus fraudes académicos. Era sencillo: se corrige la
mentira y deja de ser mentira. Es el peligro, en fin, que tienen los
currículos, sobre todo en ese gremio: que te vienes arriba cuando redactas el
tuyo, ya que nadie se encarga de verificarlo, y se te desata la fantasía, de
manera que acabas otorgándote grados imaginarios, másteres ficticios y magnificando
con una titulación rimbombante un cursillo de tres días.
Al
fin y al cabo, ¿qué más da? Como dijo la ministra de Ciencia, Innovación y
Universidades –precisamente de universidades- ante un caso de falseamiento
curricular que tuvo como consecuencia la dimisión del afectado: “Es un gesto
que le honra”. Y ahí ya las cosas se complican un poco: ¿te honra dimitir
porque no tienes más remedio que dimitir?, ¿te honra haber mentido?, ¿es honrosa
la deshonra?
Por
su parte, la parlamentaria que desencadenó este curioso episodio con un
currículo no ya fantástico, sino delirante, presumió de rigor moral tras haber
dimitido al ser descubierta su falsía, aunque sin especificar si hubiese
dimitido motu proprio de no haber sido descubierta. Ignoro si, según los
parámetros de la ministra, su dimisión también le honra. Supongo que sí, ya
que, al parecer, no hay nada más honroso que dimitir cuando se evidencia tu
deshonra.
Lo
que no acaba uno de entender, más allá de las debilidades consustanciales a la
condición humana, es qué pretenden estos políticos con el falseamiento de sus
méritos: ¿apabullar a la ciudadanía con medallas de hojalata?, ¿garantizar su
eficacia con cualificaciones imaginarias que además no tienen nada que ver con
la gestión pública?, ¿acreditar su valía personal desde el complejo de ser un
mindundi? Quién sabe. Es un colectivo peculiar, con sus razones insondables y
específicas.
Al
comienzo de la implantación de las redes sociales, mucha gente, en su perfil,
optaba por la melancólica cursilería de precisar que había estudiado en la
Universidad de la Vida, lo que venía a suplir la circunstancia de no haber
estudiado en universidad alguna. No es la alternativa idónea, pero me atrevería
a sugerir a algunos políticos que opten por esa fórmula, en la seguridad de que
les evitará muchos líos.
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En paralelo a las convulsiones políticas
nacionales y mundiales está produciéndose una convulsión religiosa que sería
injusto que pasara desapercibida. En Sevilla, sin ir más lejos, los fieles de la
Macarena organizan manifestaciones y se echan las manos a la cabeza por la
restauración a la que ha sido sometida la venerada imagen, en cuyo proceso le
cambiaron las pestañas. “Le han puesto pestañas de Barbie”, se lamentó, entre
lágrimas, una devota. Un político no se anima a asumir su culpabilidad ni siquiera
cuando las evidencias indican que está de corrupción hasta las pestañas, pero
en el ámbito de lo sagrado las cosas son más drásticas y expeditivas: las
pestañas virginales han forzado la dimisión de los responsables de patrimonio
de la hermandad de culto.
También
en Sevilla, la Hermandad del Dulce Nombre de Bellavista va a verse envuelta en
un proceso judicial por el mismo motivo: han restaurado la imagen de su titular
y le han dejado una cara de muñeca hinchable japonesa. La hija del imaginero,
ya fallecido, reclama que sea devuelta de inmediato a su estado original por
restauradores respetuosos con el arte sacro y menos aficionados al manga.
El fantasma del Ecce Homo de Borja recorre la Iglesia, como quien dice.
En
Cataluña, por su parte, se celebró hace unos días el milenario del monasterio
de Montserrat. En este caso, el conflicto no lo ha motivado la restauración de
la imagen conocida popularmente como la Moreneta debido a la coloración negra
de su cara y de sus manos. No. Afortunadamente, no la han sometido a un proceso
de blanqueamiento nórdico. El escándalo lo ha motivado la visita de los reyes.
Puigdemont, al que cuesta trabajo reconocer tras la restauración que le han
hecho en alguna peluquería belga, interpreta la visita regia como una
“provocación”, aunque sin especificar si se trata de una provocación al propio
Puigdemont, a la Moreneta o a Cataluña, o a todo eso junto. Junqueras la ve
como una “falta de respeto” al pueblo catalán, aunque su talante moderado le
impide considerar como víctima de esa irrespetuosidad a la patrona de Cataluña,
por independentista y republicana que pueda ser la patrona, que eso no podemos
saberlo. A primera vista, puede parecer un debate bizantino, pero, dado que al
fin y al cabo el nacionalismo tiene menos que ver con la política que con la teología,
todo adquiere un encaje lógico en aquella realidad alternativa.
A
todo esto, en Boadilla del Monte recaudan fondos para erigir la escultura de
Cristo más alta del mundo: 37 metros. Un proyecto que mezcla armoniosamente la
devoción con el Libro Guinness de los Récords.
Tal
y como está el panorama político, en fin, una súplica: que restauren cuanto
antes las imágenes restauradas, que la Moreneta nos socorra aunque no seamos
catalanes y que el Cristo gigante se eleve sobre este valle de lágrimas espontáneas
y de horrores calculados.
De
paso, y si no es mucho pedir, que el Congreso de los Diputados contrate a un
exorcista, porque allí va a tener clientela.
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(Publicado en prensa)
Una de las debilidades esenciales
de cualquier partido político es que los seductores cantos de sirenas y los edulcorados
cuentos de hadas que conforman su ideario teórico tienen que llevarlos a la
práctica personas de carne y hueso, lo que no es obstáculo para que todas las
formaciones políticas pretendan presentarse, como tales formaciones, como un
ente abstracto que está por encima -a la manera de una idea platónica- de sus
dirigentes y de sus militantes.
Es
lo que vino a sugerir el presidente del Gobierno en su comparecencia apesadumbrada
y victimista del pasado jueves: por encima de Koldo, de Ábalos y de Cerdán está
el partido, que no es responsable de sus responsables irresponsables. Bueno, sí
y no. Depende.
En cualquier
caso, lo que no dijo es algo que, no obstante, se hizo evidente: que por encima
del partido está el propio Sánchez. Él y su proyecto, de los que España no
puede prescindir si quiere avanzar por la senda de la prosperidad colectiva, a
pesar de que la prosperidad, visto lo visto, es más rumbosa con unos que con
otros. Tampoco dijo que llegó a la presidencia del Gobierno tras una moción de
censura cuya legitimidad moral se sustentó en la concatenación de corruptelas
que en aquel momento enfangaba al PP. La asimetría puede resultar desconcertante:
lo que a Sánchez le sirvió para derrocar a un Gobierno le sirve ahora para
mantenerse en el Gobierno.
La hemeroteca es,
como casi siempre, demoledora. De este modo defendió Sánchez en 2018 la moción
de censura contra el Gobierno de Rajoy: “La corrupción actúa como un agente
disolvente y profundamente nocivo para cualquier país. Disuelve la confianza de
una sociedad en sus gobernantes y debilita en consecuencia a los poderes del
Estado. Pero también ataca de raíz a la cohesión social, en la que se
fundamenta la convivencia de nuestra democracia, si a la sensación de impunidad
por la envergadura de los hechos que están siendo investigados, la lógica respuesta
lenta de la Justicia, se une la incapacidad de asumir las más mínimas
responsabilidades políticas por los actores concernidos. La corrupción merma la
fe en la vigencia del Estado de Derecho cuando campa a sus anchas o no hay una
respuesta política acorde a la entidad del daño que se ocasiona. Y, en último término,
la corrupción destruye la fe en las instituciones, y más aún en la política,
cuando no hay una reacción firme desde el terreno de la ejemplaridad”. Para
añadir: “Señor Rajoy, señorías del Grupo Parlamentario Popular, no se puede
obligar a un país a elegir entre democracia y estabilidad, porque no hay mayor
inestabilidad que la que emana de la corrupción. Porque se normaliza la
corrupción, fingiendo que aquí no ha pasado nada, que hay que mirar hacia otro
lado. Porque supone proclamar a los cuatro vientos que la política puede
tolerar tácitamente la corrupción”.
El actual argumentario exculpatorio de Sánchez admite un resumen: “Soy la única víctima de todo esto”, igual que como víctima de su entorno corrupto se presentó en su día Rajoy, cuya petición de perdón tuvo esta respuesta por parte de Sánchez: “«Ni al Congreso ni al Senado se viene a pedir perdón. Se viene a asumir responsabilidades políticas».
En cualquier caso, pides perdón por lo
imperdonable y tú mismo te das la absolución. Son las ventajas, en fin, de
disponer de un concepto mesiánico y a la vez cesarista de uno mismo.
La
disyuntiva puede ser muy simple: la supervivencia de Sánchez como presidente del
Gobierno y como secretario general de su partido o bien la supervivencia del
PSOE, al margen de Sánchez, como opción fiable de Gobierno. Al fin y al cabo,
un partido político puede sobreponerse a los errores de sus dirigentes, pero siempre
y cuando sus dirigentes admitan sus errores a título personal y no opten por la
vía escapista de atribuirlos a la fatalidad, a las conspiraciones externas y a la
traición interna de unas meras “manzanas podridas”.
Por
otra parte, sorprende la tibieza de los ministros de Sumar ante este episodio,
sobre todo si se tiene en cuenta que sus principios éticos se basan en una
especie de puritanismo laico tan severo como un tanto remilgado. Será, no sé,
por lo del anillo de Gollum, aquel personaje ideado por Tolkien: quien ha
tocado poder, quien ha experimentado su magia, ya no puede soltarlo. De momento
-y ya van tarde-, lo único que han reclamado es más capacidad de decisión
dentro del Ejecutivo, estrategia que puede interpretarse que se sustenta en una
moral acomodaticia, aparte de participar del resarcimiento y de la coerción.
Este
escándalo servirá de combustible altamente contaminante para los demagogos
profesionalizados como tales. Esos que, si pudieran, harían lo mismo que
denuncian desde una indignación sobreactuada, según ha demostrado empíricamente
el pintoresco eurodiputado conocido por el nombre artístico de Alvise Pérez.
Por
su parte, el ministro Puente, que ejerce de tuitero con fervor de adolescente
bocachancla, celebró que el 47% del dinero ganado por Alcaraz en Roland Garros
“vendrá a España para nuestra sanidad y nuestra educación”. Sí. Pero es posible
que también para otras cosas. Porque parece inevitable que, cuando el dinero público
se mueve, algo se quede siempre por el camino. Y siempre hay alguien para
recogerlo. Y sin tener siquiera que sudar.
(Publicado hoy en prensa)
En noviembre de 1938, en París, el
judío polaco Herschel Grynszpan, de 17 años de edad, asesinó al diplomático
alemán Ernst Eduard vom Rath. El abogado defensor de Grynszpan pretendió
despolitizar el caso presentándolo como un crimen pasional. (André Gide anotó
en sus diarios que Rath era conocido en los ambientes homosexuales parisinos). Goebbels,
ministro de Propaganda de Hitler, optó por divulgar otra versión: una muestra
de la conjura universal de los judíos contra los alemanes, lo que dio pie a la
llamada “noche de los cristales rotos”, que marcó el inicio del exterminio del
pueblo judío.
El 7 de
octubre de 2023, los terroristas de Hamás asesinaron a 1195 judíos y
secuestraron a 251, lo que llevó al gobierno de Netanyahu a emprender el
exterminio del pueblo palestino, desde la premisa de que el terrorismo debe
combatirse con el terrorismo de Estado. Desde entonces, los informativos nos
ofrecen en directo la destrucción de Gaza y el asesinato de sus habitantes, lo
que viene a ser el equivalente de que, en su día, el mundo hubiese tenido
acceso visual a los gaseamientos en los campos de la muerte.
Bien.
Entiende uno -de sobra- que los paralelismos nunca son del todo exactos, lo que
no quita que sean paralelismos. Establecerlos puede ser un recurso facilón,
pero en ocasiones también irrefutable.
En estos días,
muchos se declaran “proisraelíes”. Una declaración un tanto misteriosa, pues no
aclaran si se fundamenta en una simpatía espiritual por la esencia del judaísmo
o si bien implica una adhesión a la política gansteril del Gobierno actual de
Israel. Por otra parte, hemos llegado a ese grado de simplismo en que hay que
aclarar que el hecho de estar en contra del salvajismo del Gobierno israelí no
implica estar a favor del salvajismo de Hamás, sino en contra de la barbarie,
venga de donde venga.
Hitler y los
suyos aplicaron al pueblo judío una cosificación indiscriminada, según la cual
cualquier judío, por el mero hecho de serlo, merecía una condena a muerte
preventiva, por así decirlo, como defensa necesaria para la supervivencia del
Reich. Como solución final, Netanyahu y los suyos han condenado al pueblo
palestino -como ente único, como concepto deshumanizado- a una ejecución sumaria.
El anuncio de la inminencia de “una ofensiva sin precedentes” en Gaza produce
escalofríos, pues escalofriantes son ya los precedentes.
Dedicar unos
sesudos análisis geopolíticos a lo que está pasando allí acaba siendo,
paradójicamente, una frivolidad: la racionalización de una compleja serie de
sinrazones. Porque lo que está pasando allí es, en esencia, y en última
instancia, muy simple: el descrédito de lo que entendemos por civilización en
nombre de la defensa de la civilización.
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(Publicado en prensa)
Según el dieciochesco conde de
Buffon, la manera en que se enuncia una verdad resulta más útil a la humanidad
que la verdad misma.
Se
trata, como ven, de una buena enunciación: convincente, compleja y rotunda,
aunque no puedo estar seguro de que resulte útil para la humanidad, que es un
concepto demasiado grande y demasiado poliédrico y en el que cabe tanto un
geólogo como un terraplanista. Por otra parte, ¿qué utilidad tienen las
verdades en abstracto? ¿Para qué sirven en concreto? Quién sabe. Dependerá.
Es
posible que, a estas alturas, y a falta de verdades absolutas, nos conformemos
con una información más o menos veraz sobre los hechos más o menos verídicos o
más o menos verificables, lo que no quita que todo apunte a que hemos llegado a
un punto de cinismo instintivo en que no nos interesa tanto la utilidad de la
verdad como la utilidad de la mentira, sobre todo en el ámbito político, en el
que me atrevería a suponer que un bulo tiene hoy más eficacia que una evidencia.
El
bulo, a pesar de estar de moda, no es nuevo, y hasta hace poco tenía su mejor
ámbito de difusión en los pueblos, en los que un rumor malicioso, una
suposición malintencionada o un infundio irracional podía ascender en cuestión
de horas a la categoría de verdad indiscutible, indiscutida e irrefutable. Una
historia, en fin, escrita por nadie y entre todos. Una especie de epopeya
fantástica de intención por lo común difamatoria.
Hoy,
cuando todos nos hemos convertido en personajes públicos en potencia gracias a
las redes sociales, tanto la verdad como la mentira parecen haberse fundido en
una categoría intermedia en la que ya no prevalece ni la verdad ni la mentira,
sino el análisis banal a partir de la desinformación o del prejuicio, la
proclamación de una supuesta verdad o -más frecuentemente- de una flagrante
mentira, y mejor cuanto más airadamente la expongamos, pues siempre se oirá más
un grito que un argumento.
No nos
importa, en fin, lo que decimos, pues lo único que nos importa es decirlo. Decir
algo, opinar sobre algo a botepronto, para así sentirnos partícipes del fluir
de la realidad y, sobre todo, prescriptores de realidades.
En este
guirigay de alcance ecuménico, en esta época en que los bulos suplantan no ya
solo a la verdad, sino también al grado más básico del sentido común; en esta
edad de oro en que somos tan listos que ya disponemos de una inteligencia
artificial para suplir las carencias de nuestra inteligencia natural, lo más
probable es que todos acabemos medio locos gracias a los que ya están locos de
remate.
Pero
no hay que alarmarse demasiado: todas las civilizaciones han acabado de mala
manera.
Es
cuestión de tiempo. Es un heroico esfuerzo colectivo.
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(Publicado en prensa)
Hay rachas en que la realidad nos impone un ritmo mental vertiginoso. La muerte del papa nos convirtió a todos en teólogos repentinos, y estábamos a punto de alcanzar el B1 en asuntos eclesiásticos cuando sobrevino el apagón, lo que nos obligó a convertirnos en expertos en energía.
Por supuesto,
una cosa es opinar de algo y otra cosa muy diferente es saber de algo, pero
siempre resultará más cómodo emitir una opinión que adquirir conocimientos con
respecto a la materia opinable. Por si fuese poco, no solo somos aficionados a opinar
improvisadamente con arreglo a nuestras convicciones o sospechas, sino también
a opinar improvisadamente sobre lo que improvisadamente opinan los demás.
Y
opiniones hemos oído muchas. Por ejemplo, una reportera televisiva enviada al
Vaticano se lamentaba de que el papa Francisco no hubiese hecho avances
decisivos con respecto al aborto y al matrimonio homosexual. Desde ese punto de
vista, lo mismo podría afear a las nuevas generaciones de tigres de Bengala el
estar ancladas en la tradición carnívora de sus antepasados y no hacer
esfuerzos suficientes para adoptar una dieta vegana.
Con
respecto al apagón, la cosa ha sido igualmente pintoresca: convertir una avería
en un signo apocalíptico y acusar al Gobierno no solo de provocarla por
inacción, sino también de no haber sabido gestionar la crisis y de no ofrecer
información inmediata sobre algo de lo que aún hoy no existe información verificada. Lo curioso es
que las acusaciones viniesen del partido que gestionó la dana en Valencia.
En
paralelo al vertedero en que los políticos han convertido la política, tenemos
el vertedero de las redes sociales, que es la zona de confort de las cabezas un
poco trastornadas. Bien es verdad que conspiranoicos lo somos todos en
diferente grado: cuando nos quedamos sin fuentes de información por la caída de
la luz y de internet, quienes no disponíamos de una radio a pilas llegamos a
pensar que en esos momentos Rusia podría estar invadiendo Finlandia, que China
podría estar bombardeando Taiwán o, al margen ya de la geopolítica, que los
hackers estaban vaciándonos la cuenta bancaria. Nuestra mente tiene ese pequeño
defecto: en situaciones angustiosas, se pone a jugar consigo misma al
catastrofismo. Claro que de ahí a dar por sentado que se trataba de un
accidente provocado por unos supervillanos para implantar un nuevo orden
mundial va un trecho. Que los alimentos se nos descongelen o que no tengamos
acceso a Tik-Tok no significa necesariamente que las fuerzas del Mal se hayan
animado a poner en marcha su plan diabólico para convertir nuestro mundo en una
pesadilla. Entre otras cosas, porque no hace falta: de convertir la realidad en
una agotadora pesadilla ya nos encargamos nosotros.
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(Publicado en prensa)
El cráneo de un humano adulto
está formado por huesos de gran dureza. No son irrompibles, claro está, pero sí
difíciles de romper. El de los carneros, pongamos por caso, es mucho más duro
que el nuestro, pero solo les sirve para darse topadas frontales entre ellos,
algo que los humanos, cuando nos metemos en discusiones, solemos hacer más con la palabra que con la testuz, aunque no
siempre.
Gracias a esa
dureza ósea, la cabeza no nos estalla cuando oímos cosas conceptualmente
explosivas. Por ejemplo, no sé, que, ante la condena a Marine Le Pen por malversación,
el Kremlin alce su voz indignada por lo que interpreta como un nuevo atentado
europeo contra los principios democráticos, de los que los gobernantes rusos
son expertos teóricos y devotos practicantes, o que la propia condenada
considere la sentencia como “una bomba nuclear” lanzada contra ella por el
Sistema, ese ente abstracto que sistemáticamente pretende neutralizar a los
líderes del Antisistema. Más cercano a nosotros que el Kremlin, el búnker casticista
de Vox entiende la sentencia condenatoria a Le Pen como un ataque a los
partidos patrióticos europeos que no quieren ser europeos, por lo que Europa
tiene de cárcel para los entusiasmos ultranacionalistas y autocráticos.
Pero
la vida es dura: tras el engorroso asunto de la francesa convicta, de ilustre
pedigrí político, a los severos y moralizantes cruzados de Vox se les presentó
la papeleta de tener que emitir un juicio de valor -así fuese con la boca
pequeña- sobre la política arancelaria de Trump, y ahí ya tuvieron que recurrir
a los malabares: la culpa de la implantación de aranceles no es de Trump, sino
del presidente Sánchez y de la Unión Europea en bloque. Lo mismo podrían haber
argumentado que Trump -al que, según él mismo, Dios en persona ha llevado a la
Casa Blanca para que enderece espiritual y económicamente el mundo- no ha
tenido más remedio que iniciar una guerra comercial por culpa de la estructura
autonómica del Estado español o porque en Europa la gente va poco a misa.
Comoquiera que
el disparate tiene un límite incluso en política, han tenido que matizar un
poco. No mucho, apenas un poco. Lo suficiente para que el gran capo naranja le acaricie
el lomo al aguerrido Abascal cuando se reencuentren en alguno de esos
aquelarres ultra en los que algunos no perdemos la esperanza de que el
presidente norteamericano se marque un baile mientras su homólogo argentino
entona una bonita canción.
En
medio de todo esto, una sorpresa: con respecto al asunto de los aranceles,
Sánchez y Feijoó están en total sintonía. Casi palabra por palabra. No creo que
sea el principio de una gran amistad, pero algo es algo.
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(Publicado en prensa)
Quienes saben cosas que no sabe
casi nadie aseguran que Putin dispone de al menos dos dobles –pocos me parecen-,
cuya tarea consiste en acudir a actos potencialmente peligrosos, irrelevantes o
soporíferos, mientras el Putin verdadero está en su casa viendo tranquilamente
una serie romántica, haciendo judo o planeando la invasión de un país para
liberarlo del yugo del nazismo. En nombre de la justicia sociolaboral, espero
que esos dobles estén bien pagados, porque lo suyo no es poca cosa: parecerse
por naturaleza a Putin, someterse a operaciones quirúrgicas para parecerse aún más
a Putin y renunciar a ser quienes son para convertirse en unas falsificaciones
de Putin, lo que los equipara a los productos chinos de imitación.
Que
un alto mandatario disponga de dobles resulta comprensible: hay días en que no
está uno para nada, y menos que nada para mantener al mundo en vilo, por mucha
afición que tengas a la matonería geopolítica. Pero nada es del todo sencillo
en este mundo… Un doble de Trump, pongamos por caso, lo tendría un poco más
complicado que uno de Putin: hacerse implantes de pelo, teñirse los implantes
de rubio platino, aprender a hablar con boca de asquito, encadenar disparates y
someterse a tratamientos de melanina para cambiar la pigmentación de la piel
hasta llevarla a un exótico color naranja. Ahí habría tarea.
Lo
raro es que otros muchos líderes no se acojan a ese privilegio de la
multiplicación de la identidad, que solo presenta ventajas. Por ejemplo, no sé,
el president Mazón, de contar con dobles, podría haber estado al mismo tiempo
durmiendo la siesta en su casa, presidiendo la reunión del CECOPI y disfrutando
de la sobremesa en El Ventorro, en tanto que el expresident Puigdemont podría
mandar a uno de sus dobles a que cumpliera condena en las lóbregas mazmorras
del Estado, mientras él seguiría de incógnito en Bruselas planeando la
independencia de su tierra nativa, en este caso no sometida al yugo del
nazismo, sino del españolismo, que no sabe uno lo que será peor. Y así
sucesivamente.
Nos
consta que nuestros políticos cuentan con muchos y variados asesores, pues sin
asesoramiento nadie va a ninguna parte, y se enfrenta uno además al peligro de
las decisiones unipersonales atolondradas, pero carecen en cambio de dobles, lo
que debería acomplejarnos un poco como país: a lo más que llega un político español
es a tener un “koldo”, categoría laboral resultante de fundir un mayordomo, un
guardaespaldas, un pagafantas y un testaferro.
Algo es algo,
sí. Pero donde esté un doble que se quite un simple.
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(Publicado hoy en prensa)
El hecho de que a estas alturas de la Historia estemos oyendo tambores de guerra viene a ser tan chocantemente anacrónico como lo sería el que alguien recibiera hoy un tratamiento oncológico mediante sangrías y bebedizos mágicos.
Será, no sé, porque todas las grandes civilizaciones han conocido su extinción, como si estuviesen maldecidas por la obsolescencia. Será porque la humanidad se rige por patrones invariables según los cuales los periodos prósperos y pacíficos no pasan de ser paréntesis anómalos. Será, en definitiva, porque no tenemos remedio.
En
todas las épocas hemos estado en manos de megalómanos peligrosos, y la nuestra
no iba a ser una excepción: gran parte del poder mundial lo controlan gánsteres
de guante blanco –aunque por lo general el guante esté manchado de rojo- que
disponen de la fuerza bruta suficiente no solo para desordenar la realidad,
sino también, llegado el caso, para destruirla.
Es todo raro. Irracional y raro. Por ejemplo, una versión modernizada de la Guerra Fría empieza a librarse entre EEUU y Europa (con Hungría, además, como caballo de Troya), entre EEUU y Canadá, entre EEUU y México, entre EEUU y Dinamarca, a cuenta de Groenlandia. Mientras tanto, Rusia celebra las insensateces de Trump por la misma razón por la que los antiguos monarcas celebraban las ocurrencias de sus bufones: porque les hacían reír.
Al fin y al cabo, Trump es el primer
trofeo que ha ganado Putin en su empeño por convertir el mundo occidental en la
nave de los locos, a la espera del momento glorioso en que los heroicos mandatarios
rusos decidan hacerse con el timón y enderezar el rumbo político, moral y
religioso de una civilización decadente. El delirio es tan desmesurado que
incluso podría tener éxito.
El
fantasma que hoy recorre Europa no es, en fin, el del comunismo soviético, sino
el del imperialismo ruso, ante la mirada desidiosa del fantasmón
norteamericano, que ni siquiera ha caído en la cuenta de que un Estado democrático no es
una empresa cuya finalidad consista en obtener dividendos mediante el recorte
de las prestaciones sociales, sino un conjunto de estructuras cuyo único
balance positivo es el de la consolidación del derecho a esas prestaciones.
Los
mandatarios europeos avisan, con la boca pequeña, aunque cada vez menos
pequeña, del riesgo de un conflicto bélico a gran escala. Macron va un poco más
allá y saca a relucir el arsenal nuclear francés. En la encerrona tabernaria
que le tendió a Zelenski, el lunático de piel naranja habló a las claras de la
posibilidad de una tercera gran guerra. China no descarta un enfrentamiento,
más allá de lo comercial, con EEUU. Y así vamos.
Recordemos
la advertencia que hizo Einstein: si hubiese una tercera guerra mundial, la
cuarta sería con palos y piedras. Y aun eso siendo optimistas.
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El incipiente idilio geopolítico
entre Putin y Trump podría trasladarse al territorio de las fábulas
protagonizadas por animales: el zorro plateado y el oso pardo… teñido de rubio.
El zorro astuto que intenta ganarse la confianza del oso para que no interfiera
en sus depredaciones y el oso grosero y fanfarrón que se cree más astuto que el
zorro y da por sentado que lo manejará a su antojo y conveniencia.
Las
principales virtudes de Putin las conocemos: psicopatía, megalomanía y cinismo.
Las de Trump también: insensatez, megalomanía e ignorancia. Coinciden en lo de
la megalomanía, lo que no deja de abrir una expectativa interesante: ¿cuánto
tiempo tardarán dos megalómanos de libro en tirarse los trastos a la cabeza?
Hay diferencias,
no obstante, entre ellos, aunque tal vez menos esenciales que aparentes: Putin entiende
la política exterior como un videojuego de guerra en el que mueren unos meros muñecos,
mientras que Trump parece concebir el mundo como una cadena de franquicias de
una megaempresa de su propiedad, y de ahí tal vez que tanto en Gaza como en
Ucrania no vea un conflicto bélico, sino una oportunidad de negocio.
Para asegurar
la prosperidad y los beneficios de la empresa, Trump le ha regalado al
visionario Elon Musk unas tijeras patrióticas para que recorte en gasto público,
sin miramientos ni sentimentalismos, a partir de la convicción de que el gasto
público supone un despilfarro. Como gesto de profundo simbolismo, el pintoresco
presidente argentino, por su parte, le ha regalado a Musk una motosierra,
emblema macarra del neoliberalismo en estado salvaje.
Aunque
zorro el uno y oso el otro, Putin y Trump coinciden en lo básico: no les basta
con la erótica del poder, sino que aspiran a la pornografía dura del poder. Ya
dijo el tenebroso Kissinger que el poder es el afrodisiaco más potente. Aun
así, estos dos parece que lo suplementan con viagra.
De
momento, la armonía fluye entre ambas potencias y la Guerra Fría ha sido
sustituida por una fiesta de pijamas, celebrada en Arabia Saudí, en la que han
jugado a la PlayStation con Ucrania y, por extensión, con el resto del mundo. Visto
lo visto, Europa en concreto quedaría como un territorio geopolíticamente
insignificante, militarmente débil y comercialmente amenazado, por no hablar de
su tendencia autodestructiva a dejarse fascinar por facinerosos equiparables a
los actuales líderes ruso y norteamericano, así sea en la escala de los
imitadores que acentúan los rasgos grotescos de un original ya de por sí
grotesco, hasta el punto de que las convenciones de la ultraderecha
internacional acaban teniendo mucho que ver con los concursos de imitadores de
Elvis Presley.
Pero
no todo resulta preocupante: hoy es sábado. Tal como están las cosas, no es
poco.
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Cuenta Suetonio, aunque parece
ser que se trata de una mera leyenda, que el emperador Calígula sentía tanta pasión
por su caballo Incitatus que calibró
la posibilidad de nombrarlo cónsul. El polidelincuente Trump, esa especie de
Calígula con temperamento de caballo de rodeo, ha ido un poco más lejos y, a
falta de un caballo adecuado para el cargo, ha nombrado director del
Departamento de Eficiencia Gubernamental a Elon Musk.
Vamos
progresando.
Y
es que, en las primeras semanas de su segundo mandato presidencial, Trump no
solo ha cumplido con todas las expectativas, tanto las malas como las peores, sino
que incluso ha sobrepasado lo imaginable: amenaza de subida de aranceles,
anhelos colonialistas y guerra indiscriminada tanto al inmigrante como al
fentanilo, hasta el punto de que el fentanilo determina buena parte de su
política exterior. A juzgar por sus proclamas, no me atrevería a suponer que Trump
se cayó de niño en la marmita del fentanilo, pero sí que se dio un chocazo en
la frente con la marmita. Algo desde luego pasó.
Con
determinación compulsiva, en su afán por poner la realidad patas arriba cuanto
antes, el presidente se pasa el día firmando decretos estrafalarios con un
rotulador de punta gorda, lo que lo iguala grafológicamente a esos grafiteros
que dejan su apodo artístico en los muros. Habrá quien vea en ese detalle un
rasgo narcisista y habrá quien lo vea como una muestra de poderío imperial, quién
sabe, y seguro que el referido Calígula hubiese firmado de manera similar de haber
existido en su época los rotuladores de punta gorda.
En cualquier
caso, y rotuladores al margen, no hay punto de comparación entre el romano y el
estadounidense: Calígula llegó al poder por designio del emperador Tiberio, mientras
que Trump, según su propia interpretación teológica, alcanzó la presidencia por
designio de Dios, que se encargó personalmente de desviar la bala para que le
diese en la oreja, al considerar la deidad que con un tiro en la oreja era
suficiente para convertirlo en mártir.
Trump
resulta tan irreal y tan irracional, en fin, que parece el protagonista de un
programa televisivo de humor en el que se parodiase a un gobernante chiflado,
ignorante, rimbombante, infantiloide y de modales gansteriles. Algo así, no sé,
como El Show de Trump, sobre la pauta
de El Show de Truman, aquel personaje
cinematográfico que vivía en un mundo artificial con un desconocimiento
absoluto del mundo real.
La penúltima
ocurrencia de quien promete la renovada grandeza de EEUU sería cómica si no
fuese espeluznante: expulsar de Gaza a los palestinos, someter el territorio a
la autoridad norteamericana y convertirlo en un resort. La geopolítica sujeta a
las reglas, en fin, del Monopoly: “Compro Groenlandia y pongo un hotel en Gaza”.
Estos
gobernantes trastornados están al alza en medio mundo, entre otras cosas porque
lo tienen muy fácil de cara a su clientela electoral, tan trastornada como
ellos: solo tienen que prometer el arreglo instantáneo de la realidad común mediante el
método paradójico de fomentar el caos y el disparate.
De
entrada, el experimento, de tan descabellado, puede parecer divertido, pero no
nos vamos a reír.
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Cuando éramos niños, los mayores
nos obligaban a decir la verdad, así nos costase un castigo en casa o en el
colegio. Se trataba de una exigencia moral bastante seria: si decías mentiras,
no solo te convertirías en un pecador despreciable, sino que arderías en el
infierno en caso de morirte de repente. Resulta raro que, con tan poco bagaje
de vida, se nos exigiera tener definido con precisión un concepto tan abstracto
y polivalente como lo es el de “la verdad”, que admite no solo interpretaciones
particulares, sino también sofisticadas piruetas sofísticas al gusto o al
interés de cada uno.
Antonio
Machado escribió: “¿Tu verdad? No, la Verdad, / y ven conmigo a buscarla. / La
tuya, guárdatela”. La mayúscula de esa “Verdad” indica algo tal vez discutible,
o al menos improbable: la existencia de una Verdad taxativa que se situaría
jerárquicamente por encima de las sospechosas verdades individuales. No sé. Si
en un día muy caluroso de verano alguien dice que hace mucho frío, igual no
está mintiendo, sino aplicando a la realidad una circunstancia personal: el
aire quema, pero él tiene mucho frío. En ese caso, el calor es una verdad
objetiva que constata el termómetro, mientras que el frío sería una verdad
subjetiva, no una mentira. De lo que podríamos deducir al menos un par de
cosas: que no hay verdades absolutas, sino convencionalmente absolutas, y que
cualquier verdad, por verdadera que sea, contiene su grado de falsedad, entre
otras cosas porque la verdad no tiene capacidad para expresarse si no es a
través de nosotros, que somos tan embusteros que incluso hemos llegado a
inventar el concepto de “verdad” para disimular un poco.
Los
políticos siempre lo han tenido claro: no conviene ir con la verdad por
delante, sino en cualquier caso por detrás. Es decir, con la verdad oculta,
igual que el tahúr se guarda cartas en la manga. Al contrario que a los niños,
a los políticos no les exigimos que digan la verdad, sino lo que queremos oír, de
modo que se ven obligados a recurrir continuamente a una categoría híbrida: la
verdad a medias, que, curiosamente, no puede considerarse una media mentira,
sino una mentira bastante gorda, ya que oculta la mitad de una verdad, lo que viene
a ser como ocultarla por completo.
Los
propagadores de medias verdades tienen como enemigo natural al gremio de los
difundidores de bulos, toda vez que el bulo no se sustenta en las medias
verdades, sino en la mentira por partida doble: un punto de partida falso para elaborar
una verdad falsa que suele resultar más convincente que la Verdad absoluta y,
por supuesto, que las verdades a medias.
Y
ya no sabe uno, en fin, ni qué creerse, la verdad sea dicha.
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Para algunos, la gastronomía se
ha convertido en una rama de la metafísica, pero de lo que la hostelería
española puede presumir tradicionalmente es de servir el café a una temperatura
a la que el plomo se fundiría.
Si
la evolución de las especies fuese consecuente, los españoles, a estas alturas,
a fuerza de tomar café en los bares, tendríamos una lengua de hierro, un
paladar de cobre y una tráquea de acero inoxidable.
La
prueba de fuego –y nunca mejor dicho- consiste en que te sirvan el café no en
una taza de cerámica con un asa más o menos anatómica, porque eso es para los
cobardes que a lo sumo se arriesgan a quemarse los labios, sino en un vaso de
cristal, para que de ese modo los camareros puedan comprobar si tienes ya unos
dedos ignífugos de cafetero veterano o si eres un novato en el arriesgado arte
de tomar café fuera de tu casa.
No hace mucho,
tuvimos noticia del caso de un pianista polaco que iba a dar un concierto en Cádiz,
entró en un bar a tomarse un café y, como iba con prisas, se abrasó los dedos de
la mano derecha cuando agarró el vaso de cristal. En la unidad de quemados del
hospital al que acudió le vendaron la mano, por lo que hubo que suspender la
gala prevista. En la entrada del auditorio en que iba a celebrarse el
concierto, los organizadores pusieron un cartel: EL CONCIERTO QUEDA APLAZADO POR
CAUSAS AJENAS A LA ORGANIZACIÓN Y, EN CONCRETO, POR CULPA DEL BAR MANOLO.
Es
lo que suele pasar si estás de visita en España y necesitas un café que te dé
fuerzas para seguir viendo monumentos y similares. Los nativos conocemos el
peligro al que nos enfrentamos, pero los foráneos no. He leído que incluso hay
turistas que, cuando regresan a su país, proponen a sus compatriotas, a través
de las redes, tomarse un café español recién servido, por ver qué pasa. Y lo
que pasa da pie a una estampa tan habitual como sobrecogedora: esos guiris a
los que vemos salir corriendo de los bares con la lengua fuera, muy roja, con
ojos espantados, echándose aire con la mano en la boca, como si se hubiesen
tomado un batido de lava volcánica, que es lo más parecido que existe a un café
español de los de siempre.
No
pasan más desgracias no sé por qué, pero el día menos pensado la hostelería
nacional puede verse implicada en un proceso judicial de ámbito planetario si
todos los turistas con la lengua quemada deciden poner una demanda colectiva.
No pretendo
ser agorero: simplemente aviso de los riesgos potenciales que conlleva el
servir el café a más de 100 grados Celsius en un vaso de cristal.
Cuidado, en
fin, con las temeridades.
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