Cuando éramos niños, los mayores
nos obligaban a decir la verdad, así nos costase un castigo en casa o en el
colegio. Se trataba de una exigencia moral bastante seria: si decías mentiras,
no solo te convertirías en un pecador despreciable, sino que arderías en el
infierno en caso de morirte de repente. Resulta raro que, con tan poco bagaje
de vida, se nos exigiera tener definido con precisión un concepto tan abstracto
y polivalente como lo es el de “la verdad”, que admite no solo interpretaciones
particulares, sino también sofisticadas piruetas sofísticas al gusto o al
interés de cada uno.
Antonio
Machado escribió: “¿Tu verdad? No, la Verdad, / y ven conmigo a buscarla. / La
tuya, guárdatela”. La mayúscula de esa “Verdad” indica algo tal vez discutible,
o al menos improbable: la existencia de una Verdad taxativa que se situaría
jerárquicamente por encima de las sospechosas verdades individuales. No sé. Si
en un día muy caluroso de verano alguien dice que hace mucho frío, igual no
está mintiendo, sino aplicando a la realidad una circunstancia personal: el
aire quema, pero él tiene mucho frío. En ese caso, el calor es una verdad
objetiva que constata el termómetro, mientras que el frío sería una verdad
subjetiva, no una mentira. De lo que podríamos deducir al menos un par de
cosas: que no hay verdades absolutas, sino convencionalmente absolutas, y que
cualquier verdad, por verdadera que sea, contiene su grado de falsedad, entre
otras cosas porque la verdad no tiene capacidad para expresarse si no es a
través de nosotros, que somos tan embusteros que incluso hemos llegado a
inventar el concepto de “verdad” para disimular un poco.
Los
políticos siempre lo han tenido claro: no conviene ir con la verdad por
delante, sino en cualquier caso por detrás. Es decir, con la verdad oculta,
igual que el tahúr se guarda cartas en la manga. Al contrario que a los niños,
a los políticos no les exigimos que digan la verdad, sino lo que queremos oír, de
modo que se ven obligados a recurrir continuamente a una categoría híbrida: la
verdad a medias, que, curiosamente, no puede considerarse una media mentira,
sino una mentira bastante gorda, ya que oculta la mitad de una verdad, lo que viene
a ser como ocultarla por completo.
Los
propagadores de medias verdades tienen como enemigo natural al gremio de los
difundidores de bulos, toda vez que el bulo no se sustenta en las medias
verdades, sino en la mentira por partida doble: un punto de partida falso para elaborar
una verdad falsa que suele resultar más convincente que la Verdad absoluta y,
por supuesto, que las verdades a medias.
Y
ya no sabe uno, en fin, ni qué creerse, la verdad sea dicha.
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