Para algunos, la gastronomía se
ha convertido en una rama de la metafísica, pero de lo que la hostelería
española puede presumir tradicionalmente es de servir el café a una temperatura
a la que el plomo se fundiría.
Si
la evolución de las especies fuese consecuente, los españoles, a estas alturas,
a fuerza de tomar café en los bares, tendríamos una lengua de hierro, un
paladar de cobre y una tráquea de acero inoxidable.
La
prueba de fuego –y nunca mejor dicho- consiste en que te sirvan el café no en
una taza de cerámica con un asa más o menos anatómica, porque eso es para los
cobardes que a lo sumo se arriesgan a quemarse los labios, sino en un vaso de
cristal, para que de ese modo los camareros puedan comprobar si tienes ya unos
dedos ignífugos de cafetero veterano o si eres un novato en el arriesgado arte
de tomar café fuera de tu casa.
No hace mucho,
tuvimos noticia del caso de un pianista polaco que iba a dar un concierto en Cádiz,
entró en un bar a tomarse un café y, como iba con prisas, se abrasó los dedos de
la mano derecha cuando agarró el vaso de cristal. En la unidad de quemados del
hospital al que acudió le vendaron la mano, por lo que hubo que suspender la
gala prevista. En la entrada del auditorio en que iba a celebrarse el
concierto, los organizadores pusieron un cartel: EL CONCIERTO QUEDA APLAZADO POR
CAUSAS AJENAS A LA ORGANIZACIÓN Y, EN CONCRETO, POR CULPA DEL BAR MANOLO.
Es
lo que suele pasar si estás de visita en España y necesitas un café que te dé
fuerzas para seguir viendo monumentos y similares. Los nativos conocemos el
peligro al que nos enfrentamos, pero los foráneos no. He leído que incluso hay
turistas que, cuando regresan a su país, proponen a sus compatriotas, a través
de las redes, tomarse un café español recién servido, por ver qué pasa. Y lo
que pasa da pie a una estampa tan habitual como sobrecogedora: esos guiris a
los que vemos salir corriendo de los bares con la lengua fuera, muy roja, con
ojos espantados, echándose aire con la mano en la boca, como si se hubiesen
tomado un batido de lava volcánica, que es lo más parecido que existe a un café
español de los de siempre.
No
pasan más desgracias no sé por qué, pero el día menos pensado la hostelería
nacional puede verse implicada en un proceso judicial de ámbito planetario si
todos los turistas con la lengua quemada deciden poner una demanda colectiva.
No pretendo
ser agorero: simplemente aviso de los riesgos potenciales que conlleva el
servir el café a más de 100 grados Celsius en un vaso de cristal.
Cuidado, en
fin, con las temeridades.
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