LA VÍSPERA
Mi empresa se dedica a mediar entre
vendedores y compradores. Unos clientes me citaron en Alicante el 23 de
diciembre. Para cenar. Podría haberme disculpado, por lo señalado de la fecha,
pero estaba en juego una comisión sobre la venta de un hotel en primera línea
de playa y tengo por norma desconfiar de los azares de última hora. Si no había
ninguna sorpresa, aquella operación equilibraría un año flojo. Elena lo
comprendió, pero no le cayó bien, porque la comprensión tiene sus limitaciones
emocionales, y la comprendí. Le prometí que volvería el 24 a primera hora para
ayudarle a preparar la cena.
Elena
y yo nos casamos hace ahora siete años. Un par de años antes, a los cinco o
seis meses de conocernos, yo rompí con Clara y ella con su marido. Elena tiene
gemelas de once años y yo un hijo de dieciséis. Las hijas de Elena siguen
mirándome con el mismo recelo que el primer día. Mi hijo me mira con el mismo
rencor que cuando salí de casa para irme a vivir a un apartamento de alquiler
en el que la tapicería del sofá era la misma que la de las cortinas.
Me
pasó lo que a casi todos: no dejé a Clara porque no la quisiese ni porque Elena
me gustase más que ella, sino sencillamente porque era otra. No hubo, en esencia,
mucho más. Eso, por supuesto, lo sé ahora, pero entonces no: Elena representaba
una vida nueva, aunque al poco comprendí que la vida no está fuera de uno
mismo. No quiero decir que esté mal con Elena ni mucho menos, sino que a estas
alturas podría estar con cualquiera, incluida Clara. A los sesenta años
conviene cerrar el laboratorio.
En
la cena éramos nueve, todos hombres. Las negociaciones habían tenido un prólogo
largo y sólo se trataba en realidad de celebrar la firma, de modo que se firmó
el contrato nada más sentarnos a la mesa, supongo que para poder celebrarlo
cuanto antes. Me alegré de que no surgiesen pequeñas discrepancias de última
hora, que suelen ser las más peligrosas para el éxito de este tipo de
transacciones. El restaurante era tailandés y estaba decorado con tiras de
espumillón azul eléctrico y con un abeto iluminado con guirnaldas de luces
azules, de un elegante azul frío.
Cenamos.
“Vamos
al Ma Chérie”. Alguno opuso resistencia, pero al final nos fuimos los nueve al
Ma Chérie. A la entrada había un árbol de navidad con luces rojas y bolas
doradas. Las muchachas se habían vestido esa noche de Papá Noel. La que me dio
conversación se llamaba Martina y era eslovaca. Salimos de allí más allá de las
cinco y media, porque el ánimo suele enredarse en esos sitios. Yo tenía que
estar en el aeropuerto en torno a las
siete y cuarto.
Llegué
al hotel con apenas tiempo para darme una ducha. Era un hotel muy de medio
pelo, pero no encontré otra cosa, más allá de los prohibitivos. Se ve que yo no
era el único desplazado durante la víspera de una celebración eminentemente
casera. En el hall había un abeto artificial con luces parpadeantes y
espumillón dorado. Pedí por teléfono que me subieran un café a la habitación y
me dijeron que no era posible. Le pregunté al recepcionista en qué planta
servían el desayuno. Me dijo que en la entreplanta, de siete y media a diez y
media. Eché en un vaso dos comprimidos de Actrón. El alcohol aún no me había
hecho daño. Estaba esperando sin duda a que yo entrase en el avión para
hacérmelo, como efecto teatral. Veía una escena anticipada: Elena ofreciendo
licores después de la cena.
Bajé
a recepción. El reloj de pared marcaba las siete menos veinticinco. Me daría
tiempo a desayunar con tranquilidad en el aeropuerto. Ante el mostrador estaba
una pareja muy joven. Apenas veinte él, dieciocho como mucho la chica. Sin
equipaje. “¿Han consumido algo del minibar?” Habían consumido dos cocacolas. El
muchacho pagó con tarjeta.
Antes
de subir al avión, el alcohol del Ma Chérie empezó a enrarecerse. El acento de
Martina, que me había hipnotizado apenas unas horas antes, me resonaba dentro
de la cabeza como el eco de un idioma robótico. Me tomé un café doble y vomité.
Mi avión salió con cincuenta minutos de retraso.
Cuando
llegué a casa, Elena estaba ya en la cocina. “Mis padres llegan al aeropuerto a
las cuatro y media. ¿Irás tú a recogerlos?”. Por supuesto. Las gemelas, con su
impavidez simétrica, fingían ayudar a su madre. En el salón estaba el abeto
decorado por ellas: luces verdes y figuras de ángeles. “No me ha dado tiempo a
compraros ningún regalito”, y las dos dibujaron un gesto que fundía la
decepción con la resignación. Nunca han esperado mucho de mí.
“Tienes mala cara”, me
dijo Elena. Sí, la comida exótica siempre me pasa factura.
“Por cierto, ¿cómo ha ido
todo?”. Y le dije que muy bien.
(Incluido en Los abracadabras. Relatos reunidos. Editorial Renacimiento, 2022)
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