(Publicado en prensa)
A pesar de que todos apelamos
continuamente a la solidaridad, al bien común, a la empatía, a la
convivencia o a la tolerancia, parece ser que estamos condenados a vivir en la
divergencia, cuando no en la mera trifulca.
El
volcán de La Palma, por ejemplo, ha supuesto una tragedia para miles de
personas, una erupción de ruina y de angustia, una especie de ensayo general
del fin del mundo, lo que no quita que se haya convertido para algunos en una
alegre atracción turística. Es cierto que, tragedias al margen, un volcán en
activo puede considerarse un espectáculo grandioso, uno de esos hitos que
quedarán en la memoria de sus espectadores, ya sean víctimas desoladas o
fisgones ociosos, pero una voz interior, tal vez un tanto puritana, nos susurra
que hay algo irrespetuoso en el hecho de convertir en una diversión lo que para
otros muchos ha supuesto una calamidad. Entre ver tu casa engullida por un río
de lava y hacerte un selfie con un fondo volcánico media un mundo. Lo extraño
es que no parece existir incompatibilidad entre ambos extremos: nadie está
obligado a hacer penitencia por los males del prójimo. A veces, la desdicha cae
de un lado y otras veces de otro, nos decimos, y a quien le toque le tocó: hoy
por ti y mañana por mí. Comoquiera que nos hemos sugestionados de que vivimos
en una civilización decididamente hedonista –incluso desesperadamente
hedonista-, no dejamos escapar ni un solo baile, así sea en la cubierta del
Titanic.
Hemos
decidido que estamos en el mundo, en fin, para pasarlo bien, no para pasarnos
la vida preocupados por pandemias y volcanes. Y es que, de una manera más o
menos difusa, andamos convencidos de que el progreso es un proceso sin retorno,
de que nuestra civilización irá a más día tras día, a la espera de ese gran momento
en que los coches vuelen y en que los médicos nos proporcionen la inmortalidad,
entre otros prodigios. Sí, todo se andará, o casi todo. Y todo –o casi todo- será
bienvenido.
Pero, en
paralelo, conviene tomar conciencia, así sea de una manera también difusa, de
la fragilidad de este retablo nuestro de las maravillas. Porque los cimientos
de nuestra sociedad están excavados en la ladera de un volcán, y ese volcán
simbólico lleva mucho tiempo avisándonos, mediante seísmos de intensidad
variable, de que el día menos pensado, por muy turistas y hedonistas que
seamos, igual nos da un susto.
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