Cuando nuestra vida en común recupere su plena condición de vida, de vida que merezca ese nombre, haremos recuento de muchísimas cosas desde una perspectiva aliviada, pero también extrañada, porque extraño está siendo todo, y la extrañeza suele exigirnos un proceso de interpretación, de dilucidación y de clarificación de la anomalía.
Llevamos
mucho tiempo instalados en el temor, pues lo que era cotidiano se ha convertido
en peligroso y lo que era inocente ha pasado a ser culpable. A estas alturas, todos
tenemos una difusa conciencia delictiva: ¿quién no ha se ha saltado el toque de
queda, quién no se ha apuntado a una reunión clandestina en casa ajena o ha
montado una celebración secreta en casa propia, quién se resistió a abrazar a
sus mayores o allegados cuando aún la vacunación era una esperanza remota,
quién no ha terminado por asumir miles y miles de muertes con la insensibilidad
de quien recibe un mero dato estadístico?
¿Estamos al
límite? En estos días, vemos a muchísima gente echarse festivamente a la calle
no ya como si se hubiese acabado la pandemia, sino como si el mundo fuera a
acabarse mañana mismo. Y es algo que censuramos, a la vez que, en el fondo, lo
comprendemos: si resultaba difícil sobrellevar la realidad que solíamos
considerar normalizada, ¿cómo vamos a soportar una irrealidad del todo anómala?
Los políticos nos piden responsabilidad, pero ni siquiera ellos se atreven a
sugerirnos que nos comportemos como héroes, porque en eso llevarían las de
perder: somos lo que somos y como somos. Como podemos ser, y no más.
Cuando esto
pase y analicemos este periodo extraño, tal vez nuestros gobernantes no salgan
muy bien parados de la evaluación, y no por la manera inevitablemente errática
en que están gestionando esta crisis, con tantos aciertos como errores, con
tantas medidas efectivas como normativas absurdas, sino por su falta de altura
no en la gestión, ya digo, sino en el concepto profundo de la política misma.
Y es que han
pedido a la gente unos sacrificios que no se han aplicado a ellos mismos. El
sacrificio, por ejemplo, de que desideologicemos esta catástrofe para ir todos
en el mismo barco, a la vez que ellos han acentuado –e incluso enfatizado- sus
disputas partidistas, conforme a esa especie de supramundo olímpico en que han
decidido asentarse para ejercer la hostilidad mutua como norma irrenunciable.
En un clima
social proclive a la crispación y al desánimo, la clase política ha decidido,
en suma, fomentar la crispación y promover el desánimo. No parece, así de
entrada, una buena estrategia para la reconstrucción emocional de una sociedad golpeada
en su centro.
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