Esta pandemia tiene tres factores
básicos de riesgo: el virus, la gestión política de la crisis sanitaria y
nosotros. La combinación resulta bastante peligrosa, y más aún después de todo un
año en que hemos aprendido a convivir más o menos racionalmente -y más o menos
resignadamente- con el miedo a enfermar y con la esperanza de un remedio, con
la resignación y con la desesperación, con la responsabilidad solidaria y con
nuestra tendencia natural al “sálvese quien pueda”. (Los negacionistas, por su
parte, lo tienen más fácil: su angustia no proviene del miedo a la enfermedad y
a la muerte, sino del espanto de ver la docilidad con que la mayoría de la
gente se ha sometido a una alucinación promovida por unos poderes ocultos.)
Nada ha sido
fácil, nada sigue siendo fácil y es posible que nada lo sea de aquí a mucho
tiempo, según corresponde a una situación en que prevalecen las incógnitas
sobre las certezas: si el presente es hoy más confuso de lo que suele serlo, el
futuro se presenta más difuso de lo acostumbrado. Saldremos de esto, pero no
sabemos cuándo ni –sobre todo- cómo, ya que este trauma colectivo requerirá un
complejo proceso de recuperación que irá de la estabilización económica global a
la reconstrucción psicológica individual, y es posible que lo primero resulte
más sencillo que lo segundo: ante la preponderancia de la realidad con respecto
a nuestro acomodo en la realidad, nos hemos convertido en extraños ante
nosotros mismos, en buena medida porque las circunstancias nos impiden ser del
todo quienes éramos, o al menos quienes creíamos ser.
A
estas alturas, seguimos bajo el peso de la incertidumbre. Tenemos ya vacunas,
por ejemplo, pero no sabemos cuándo estarán disponibles para una inoculación
masiva. Tampoco sabemos si las vacunas nos inmunizan o simplemente nos protegen,
ni si el inmunizado contagia, ni si las nuevas cepas serán vulnerables a las
vacunas con las que contamos gracias a la labor urgente de unos científicos a
los que en situaciones normales consideramos profesionales secundarios frente a
los investigadores tecnológicos.
Pero,
por la ley de la paradoja, esa incertidumbre puede jugar a nuestro favor, pues
neutraliza uno de esos factores de riesgo que señalé al principio: nosotros,
que tenemos que controlar no sólo nuestro miedo, sino también nuestra temeridad.
Y es que, dejando a un lado a los pintorescos negacionistas profesionalizados
como tales, tendemos, por agotamiento, a convertirnos en seminegacionistas
eventuales. (Anteayer, sin ir más lejos, la siempre desconcertante presidenta
de la Comunidad de Madrid proclamaba que no está demostrada la relación entre
una pandemia y la movilidad humana, convencida tal vez de que los virus viajan
por su cuenta y riesgo, como las mariposas y los patos, sin necesidad de
portadores.)
Hemos
estado tan mal que el hecho de estar un poco mejor nos parece, en fin, una
buena noticia. Pero no olvidemos que, en estos momentos, la mejor baza para poder
ser optimistas es el pesimismo.
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