(Publicado ayer en El Mundo.)
Recuerdo a Brines en escenarios muy diversos,
y en todos ellos lo recuerdo idéntico a sí mismo: un insobornable entusiasta de
los dones del mundo. Es decir, un melancólico.
Recuerdo
a Brines, no sé, en un Madrid de bares tardíos, con su mundanidad de veterano explorador
de la noche. En Nueva York, paseando por la Quinta Avenida, espectral y
solitaria, a 15º bajo cero, de madrugada, intentando localizar una zapatería
para comprarse a primera hora unos zapatos cómodos, tras recorrer durante toda la tarde esa especie
de librería alejandrina que había en el Bronx y cuyo fondo, por esas vueltas
que dan el mundo y los libros, está hoy en Sevilla.
Lo
recuerdo en Murcia, donde los oyentes de sus lecturas poéticas lo aclamaban
igual que a un torero victorioso, en aquellos congresos babélicos que organizaba
José María Álvarez, el general Lee de toda aquella tropa.
O
en Valencia, su tierra, en las noches confusas de esos veranos de irrealidad
shakespeariana llenos de duendes y de
hadas suburbiales que bailaban sin parar tras ingerir el filtro mágico de los
licores y de las drogas de diseño.
O
en Lisboa, sonriente él ante el fragor sabatino de aquella juventud que se
encaminaba, altiva y perfumada de sí misma, a las discotecas.
O
en Sevilla, a la salida de la Maestranza, con Juan Luis Panero y Carlos Marzal,
hablando con fervor retrospectivo de Pepe Luis Vázquez.
El secreto de la poesía pasa de mano en
mano, de generación en generación, igual que un fuego invisible: la
superviviente eterna de las voces apocalípticas que anuncian con alarma cíclica
su extinción. Pero cayó la Roma imperial y ahí sigue Virgilio. Mueren los
emperadores del Japón y los livianos y antiguos haikús siguen conmoviéndonos.
Brines es el maestro conversador, en fin,
al que le gusta compartir el secreto callado de la poesía y el secreto a voces
de la vida, y lo hace con esa magnanimidad que sólo pueden permitirse los
verdaderos dueños de ese tesoro de misterio y de pasado que se esconde detrás
de unas sílabas contadas.
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1 comentario:
La moral es el arte de la tolerancia dijo Brines , pero un presumido de eso sabe poco o nada , Brines habla muy bien de los consejos que le dio su padre , no es un sumiso
Buenas tardes killo .
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