Estamos en el intento no sólo de
interpretar a diario las informaciones –a veces discordantes- que van dándonos
sobre la pandemia, sino también intentando asumir que unos datos escalofriantes
pueden ser unos datos esperanzadores. A estas alturas, todos hemos tenido uno
de esos momentos de debilidad cognitiva en que formulamos una solución
instantánea para algo de momento irresoluble. Todos amanecemos con la ilusión
de enterarnos de que un medicamento de uso corriente resulta efectivo contra
este virus. Todos alimentamos la fantasía de que un científico va a dar con la
clave de una vacuna de la noche a la mañana.
Mientras sí y
mientras no, pasan los días, idénticos, sometidos como estamos a esta especie
de realidad surreal en la que una peluquería puede resultarnos tan peligrosa
como Chernóbil.
El
desconcierto de los políticos lo consideramos normal, entre otras cosas porque
en ningún programa electoral se especifica el protocolo de actuación ante una catástrofe
de esta envergadura, pero, en cambio, el que los científicos reconozcan su
ignorancia sobre cómo neutralizar de momento al agente de esta pandemia es algo
que nos promueve la impaciencia y la desolación, aparte de un sentimiento de
fragilidad que afecta tanto a nuestra vida biológica como a nuestra forma de
vida.
Aquí, entre
tanto, los partidos opositores han mantenido un margen temporal de prudencia
pasiva antes de lanzarse de cabeza a la imprudencia activa, convencidos de que
lo que más necesitamos es sumar a esta calamidad sanitaria la teatralización de
una batalla política. Algo que, en estos momentos, chirría más que nunca: el desplazamiento
de un problema al ámbito de la retórica.
La ultraderecha
tremendista ha llegado a solicitar la dimisión en pleno del gobierno, lo que,
dadas las circunstancias, resulta tan sensato como tirar por la borda al
capitán de un barco en peligro de naufragar y poner al mando al clarinetista de
la orquesta. La derecha independentista catalana ha sugerido que sus índices de
contagiados y de muertos hubiesen sido inferiores en la república liberada. En
el PP, por su parte, intentan fingir un equilibrio entre el sentido de Estado –nada
menos que eso- y el sentido del oportunismo: cuanto peor salga todo, mejores
expectativas electorales.
Resulta curiosa
esa nube olímpica en que vaga y divaga la clase política, no sé si por encima o
por debajo de la vida de la gente, pero desde luego no al mismo nivel. ¿Está
haciéndolo mal el gobierno? Digamos que está gestionando esta crisis de una
forma aceptablemente desastrosa. Como lo haría, en fin, cualquier otro
gobierno, y quien suponga lo contrario está mintiéndose o mintiéndonos, o ambas
cosas a la vez.
Tarde
o temprano, esto se controlará. Pero se abre una perspectiva preocupante: en
cuanto recuperemos la actividad económica, volveremos a ejercer una presión
insostenible sobre el planeta. Y resulta que contra las consecuencias del
cambio climático no sirven de mucho las mascarillas.
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