(Publicado el sábado en prensa)
El de “obsolescencia programada”
es un concepto que nos educa el sentido de la fatalidad, al proporcionarnos la
certeza de que nuestros electrodomésticos, por muy flamantes que luzcan,
morirán de improviso el día menos pensado.
Solemos atribuir a intenciones
malignas de los fabricantes el que programen la defunción súbita de nuestros
utensilios, aunque ellos se defienden con el argumento de que la obsolescencia, toda
vez que obliga al consumo periódico, propicia los avances tecnológicos en sus
productos. A uno, la verdad, le daría lo mismo pasarse toda la vida con las
mismas bombillas, con la misma batidora o con la misma impresora, pero se ve
que eso actúa en contra del progreso, que al parecer exige mártires: la mártir
exprimidora, la mártir aspiradora o el calefactor mártir, que tienen que dar su
vida a cambio de que en el futuro exista una exprimidora más sofisticada que
ella, una aspiradora más aspirante que ella o un calefactor más ecológico que
sus antepasados.
A
nadie le gusta que se le muera de repente el tostador de pan, pongamos por
caso, pero sabemos que se inmola por una buena causa, y ahí encontramos
consuelo: cuando vayamos a la tienda a comprar otro tostador, tendremos una
oferta mejorada de tostadores, tostadores de tecnología punta, capaces –qué sé
yo- de tostar una rebanada de pan con sólo mirarla, o exponiéndola durante unos
segundos a un dispositivo láser, o similar, ya que las artes industriales van
que vuelan hacia lo prodigioso y nunca visto.
Aun
aceptando la necesidad de que nuestros electrodomésticos pasen a mejor vida en
nombre del avance tecnológico, nos queda una inquietud: la de no vernos venir
su expiración, que, como en el poema barroco, suele llegarles callada. Miras tu
frigorífico, le calculas la edad y te preguntas “¿Cuánto le quedará a este
pobre?”. Sales de viaje con la aprensión de que tu frigorífico muera a solas
durante tu ausencia, sin una mano amiga que lo vacíe de botellas y fiambreras,
y encontrarte a tu regreso con el panorama apocalíptico de todos los alimentos
echados a perder.
Y, aparte de eso, los sobresaltos que te llevas: le das al
interruptor y la bombilla pega un chasquido miserere, como si en vez de morirse
se hubiera suicidado, hastiada de su cautiverio en una lámpara que ni siquiera
es maravillosa, como aquella que concedía tres deseos en el cuento oriental,
sino en una de Ikea. O bien ese temblor que te asalta cuando empiezas a oírle
un ruidillo como de bronquitis al ordenador, y te dices: “Este está ya medio
listo”, y temes que te deje una página por la mitad, y que pierdas además los
archivos que no has tenido la prevención de guardar en otro dispositivo, pues
los ordenadores tienen la elegancia de morirse de golpe y no dar la lata con
agonías.
En
este mundo, en fin, nada es eterno, salvo quizás el ansia de eternidad. Y ahí
vamos todos, humanos y electrodomésticos, distrayendo como podemos, ay, nuestra
obsolescencia.
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