domingo, 19 de noviembre de 2017

SUGESTIONES


(Publicado ayer en la prensa)


Si alguien te asegura que mantiene contacto asiduo con unos extraterrestres, que ha hecho viajes interplanetarios con ellos en una nave luminosa y que le consta de primera mano que vienen a la Tierra en son de paz, con la amable intención de hacernos partícipes de sus avances tecnológicos y científicos, puedes creértelo o no, o bien situarte calladamente en la duda, que en principio parece ser la actitud más razonable. Si alguien te comenta que se le presentó la Virgen en la copa de árbol, derramando lágrimas de sangre por la deriva libertina de nuestro mundo, lo mismo. Si alguien proclama que su tierra nativa emite unos efluvios diferenciales, una fuerza cósmica exclusiva que lleva a sus habitantes a sentir una exaltación patriótica sin parangón, y que tanto ese efluvio como esa fuerza dejan de ser operativos si alguien nace un solo centímetro más allá de la linde con la región vecina, pues igual: le dices que estupendo. Que enhorabuena.

            La vida puede ser muy extraña, menos por sí misma que porque somos seres extraños. Basta con que nos señalen al enemigo de nuestras ilusiones para que prenda en nosotros un sentimiento de agravio, un heroísmo colectivo que nos redima de nuestra carencia de heroísmo individual: tomados de uno en uno, somos actores secundarios; en grupo, nos sentimos –paradójicamente- protagonistas. Basta con un discurso que racionalice lo irracional y que dote de sentido concreto al sinsentido abstracto de un ensueño irreal y ahistórico: la pertenencia a un linaje común que se pierde en la bruma de los tiempos. Tu supraidentidad. 

               Ahí toman sentido primordial las banderas, que, de ondear decorativamente en las instituciones, pasan a ser credenciales de legitimidad frente a la bandera ilegítima del adversario. Ahí toman un sentido catártico los himnos, esas composiciones de mensaje generalmente abstruso y anacrónico que insuflan sin embargo una expectativa vibrante de futuro. Estos experimentos que lleva a cabo la oligarquía política con la realidad y con la gente nunca se sabe del todo cómo acaban, en el caso de que acaben, pero eso parece ser lo de menos: el experimento es ya por sí mismo un resultado.

            Los movimientos nacionalistas tienen mucho que ver con los mecanismos emocionales de una hinchada futbolística: gracias a un sentir tan primario como binario, tu corazón, tu esperanza y tu orgullo están donde tienen que estar: insobornablemente con los tuyos; es decir, con esos otros extraños que te rodean en la grada y con los que compartes, tras pasar por taquilla, una efusión de apariencia unánime. Mientras que los que corren por el césped y quienes ocupan el palco presidencial hacen caja a costa de tu corazón, de tu esperanza y de tu orgullo. 

               Historia resumida, en suma, de la humanidad.


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sábado, 4 de noviembre de 2017

SIN SALIDA



(Publicado hoy en la prensa)


A estas alturas, sobre el conflicto catalán se ha dicho todo. Incluso más que todo: lo que había que decir y lo que mejor hubiese sido callar, por esa facultad ambivalente que tienen las palabras de clarificar las cosas o de enredarlas. Ese exceso retórico ha acabado resonando en el vacío, que es lo habitual cuando los argumentos polarizados no pretenden el consenso, sino la imposición. La controversia no sólo ha traspasado las fronteras de la realidad, sino también las de la fantasía, de modo que estamos en el territorio no ya del realismo mágico, sino más bien en el del surrealismo esotérico.

        Todos tenemos una solución para el problema. Soluciones que pasan por la política o por el juzgado, por el sentido común o por el delirio, por la razón o por la emoción, por el gesto heroico o por el agravio paranoico… Y ninguna sirve de gran cosa: cuando un problema está fuera de la realidad, el problema de fondo es la realidad misma; cuando la realidad se queda sin soporte, se impone el “todo vale”; cuando se impone el “todo vale”, es señal de que nada vale nada.

         Atónitos, hemos asistido a una sistematización de la reducción al absurdo, lo que no deja de tener su gracia, aunque también sus peligros: si el gobierno central acusaba al catalán de dar un golpe de estado, el catalán le devolvía la acusación con el argumento de la aplicación del 155; si el gobierno central acusaba al catalán de incumplir las reglas del juego democrático, el govern lo tildaba de franquista; si el fiscal general adoptaba medidas contra el govern por la aprobación de leyes inconstitucionales, el govern solicitaba el amparo del Tribunal Constitucional, a la vez que presentaba una querella contra el fiscal en cuestión por impedir la celebración de un referéndum ilegal… Para coronar el disparate, hemos asistido al nacimiento de una república catalana en cuya sede presidencial siguió ondeando la bandera española. Para continuarlo, hemos oído a Puigdemont y a Colau reclamar que el gobierno -¡el gobierno!- excarcele de inmediato a los presos del “procés”.

            Más allá de esta espiral de argucias y fullerías, el problema, lejos de hallarse en vías de solución, se manifiesta como irresoluble: cualquier solución posible resultaría problemática. ¿Una solución política? Sí: bastaría con poner al frente del Código Civil y del Código Penal este prefacio: "Del cumplimiento de las leyes que siguen quedan eximidos los políticos, que no obstante quedarán sujetos a las soluciones políticas que los propios políticos consideren ajustadas a política".

            Sea como sea, el sentir nacionalista juega con ventaja: su reino no es de este mundo. (Su república, al parecer, tampoco.) Se sustenta en un factor difusamente sagrado. Y a ver cómo se soluciona un conflicto político que se origina en la teología.

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