Los razonamientos tienen muy
buena fama, a pesar de la tendencia natural de los razonamientos a convertirse
en irracionales. Valoramos la capacidad de reflexión sin pararnos a reflexionar
que no reflexiona quien quiere, por mucho que quiera, sino quien puede, y aun
eso si tiene un buen día. Defendemos nuestras creencias incluso cuando, más que
creencias, sean meras ocurrencias, ascendidas a dogmas por el privilegio de ser
nuestras y no de nuestros antagonistas. Andamos en eso: en el imperio de la Razón Individual, que viene a
ser una forma como cualquier otra de volvernos todos un poco locos.
Por
exceso de información, se impone la paradoja de que cada vez estamos más desinformados.
Por exceso de opinión, ninguna opinión vale nada. Curiosamente, la conjunción
de esas dos circunstancias no nos refrena el afán de opinar incluso sobre lo
que desconocemos, ya que al fin y al cabo la opinión puede preceder a la
información: donde se ponga una conjetura que se quite un dato. Parece como si
le hubiésemos dado la vuelta a la máxima célebre de Sócrates, y nos decimos:
“Sólo sé que sé de todo”, sabiduría general que afecta al conjunto de los
órdenes tanto abstractos como tangibles de nuestro mundo. Vivimos, como quien
dice, en el núcleo del Logos.
Para arreglar
las cosas, y tal vez como método de supervivencia comercial, un sector de la
prensa ha decidido instalarse en el amarillismo bajo el disfraz del rigor
moralizante, de modo que mucha información deriva en espectáculo, en atracción
de feria para el público ansioso de emociones exaltadas: la realidad como
materia narrativa acogida al patrón del tremendismo, hasta el punto de que un
mismo periodista puede poner un día el grito en el cielo por la implantación de
la prisión permanente revisable, al entender que el paso por un presidio debe
tener consecuencias correctoras y no motivaciones vengativas; al día siguiente puede
rasgarse las vestiduras porque le parece poca la pena impuesta a un reo o a una
manada de ellos y al otro día puede estar promoviendo la alarma por la puesta
en libertad, tras cumplir 20 años de condena, de un violador múltiple.
Por
lo demás, ve uno un debate televisivo y se admira del aplomo sapiencial de los
tertulianos, hasta el punto de preguntarse si no sería conveniente encumbrarlos
a gobernantes por aclamación popular, al estar ellos en posesión no sólo de la
fórmula instantánea para transformar la distopía presente en una utopía
cumplida, sino en posesión también de los poderes proféticos de la Virgen de Fátima. Tenerlos
ahí, desaprovechados, limitados al ejercicio del blablablá en vez de darles las
riendas de este país de naciones –o lo que quiera que sea-, no puede
interpretarse sino como una prueba más, en fin, de nuestra desorientación.
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