sábado, 24 de octubre de 2009

CACHARROS



Las urracas sienten fascinación por los objetos que brillan. Si amaestras a una y la dejas suelta por la casa, te robará las llaves, el reloj, los gemelos, las joyas que no pongas a resguardo, porque son ladronzuelas de fulgores.

No sé cómo a nadie no le ha dado todavía por amaestrar una bandada de urracas y soltarlas en una tienda de Tiffany´s o de Cartier: aquello sería como el saqueo de Roma por Carlos V. “Un atraco alado”, “El gran golpe de las joyas volantes”, dirían los periódicos.

Tenemos en común con las urracas ese gusto por las cosas relucientes. Hasta el siglo pasado, por ejemplo, el sistema monetario internacional estuvo regido por el patrón oro. Ni patrón plata ni patrón patata: patrón oro. Del que le gustaba a Tutankamón. Del que le gusta a la gente de las barriadas marginales de cualquier parte del mundo, dispuesta a llevar oro hasta en los dientes, porque llevar oro encima es como proclamar que uno no es un muerto de hambre, así esté muerto de hambre. Te cuelgas una cadena de oro del cuello y eres el rey del lumpen, el sultán del hampa, el monarca quimérico del barrio, el emperador del bloque o el gran visir del polígono.

Salimos a la calle y nos atrae el resplandor de los escaparates, las mercancías rutilantes que nos tientan con su hermosura inútil, porque esa inutilidad forma parte de su hechizo: lo hermoso sin porqué. Vamos de viaje a cualquier sitio exótico y volvemos cargados de cacharros que no sabemos dónde colocar, en buena medida porque nuestra casa parece ya un bazar atiborrado, de modo que nos ponemos a regalar cosas a las amistades, esas amistades que tampoco tienen dónde colocar nada, con la agravante de que ellos, cuando les toca viajar a lugares remotos, nos traen, por corresponder a nuestro detalle, o quién sabe si como venganza, algún adorno étnico que tampoco sabemos dónde poner, de modo que va creándose una cadena de transmisión de chirimbolos que dormitan en cajas y cajones con el desorden patético de la chatarra. Un rebujo informe de metal, de cristal, de azófar y de bronce, de plástico y de papel, de seda y barro: nuestra despensa de fantasmagorías decorativas.

Los objetos tienen un componente mágico: nada más verlos, pueden deslumbrarnos y despertar en nosotros el afán incontrolable de poseerlos, de tenerlos para siempre cerca. Se convierten en una necesidad innecesaria, aunque irrenunciable. Hay quien roba y hay quien mata para poseer. Hay quien sólo vive para poseer cosas.

Pero, una vez que logramos adueñarnos de un objeto ansiado, resulta que se vuelve invisible: está ahí y no lo vemos. Pasamos 20 veces al día por delante de él como quien pasa por delante de un hueco vacío, porque ese objeto codiciado ya no existe: el hecho de poseerlo lo anula, lo convierte en una pieza indistinta de nuestro teatro doméstico. Ese pequeño teatro repleto de utilería inservible, de cosas que dejan de existir a fuerza de convivir con ellas, de verlas, de quitarles el polvo. Ese pequeño teatro en el que, al final, acabamos como Hamlet, con una calavera sonriente en la mano, haciéndonos quién sabe qué preguntas.

.

sábado, 17 de octubre de 2009

EL ESPECTÁCULO DE LA VENTANA


El mundo es muy grande, y viajar por él puede resultar fascinante o terrible, ameno o tedioso, inolvidable para bien o para mal. De todas formas, y dejando de lado el ancho mundo, nos basta una ventana, una simple ventana, para que la realidad se manifieste en todo su esplendor misterioso.

Te acodas en la ventana y te pones a observar a la gente que pasa. Y ahí empieza una gran historia. Ves a una viejecilla que lleva una cesta de enea. "¿Qué llevará en la cesta?" Por la forma que se adivina, puede ser un melón. Pero, ¿y si fuese una de esas cabezas parlantes que aparecen en los cuentos añejos, una cabeza prodigiosa y mágica que, por quién sabe qué expediente de hechicería, tiene la facultad de hablar? Porque has notado que la viejecilla masculla, y es probable que ande en coloquios con esa cabeza parlanchina que transporta en la cesta. ¿De qué hablará la viejecilla, en fin, con la cabeza portentosa?

Ves pasar a un hombre con la bolsa de una farmacia. ¿De qué estará enfermo? Es posible que le anden mal los riñones, o que padezca insomnio y sus noches sean infinitas. Y te fijas en el color de su piel, y no le aprecias un tono saludable, porque es el suyo el tono de la cera antigua, amarillenta y transparente. Y el hombre pasa, con su bolsa de alivio, y le deseas en silencio buena suerte.

Pasa un joven con una pala recién comprada. ¿Qué irá a cavar, qué irá a enterrar? Y piensas, ya puesto, que la imagen de alguien con una pala es una imagen sospechosa, sospechosa y aterradora, porque puede tratarse de un asesino de mente fría que tiene escondido un cadáver y se dispone a darle sepultura. “Ahí va un muchacho con una pala”, decimos, sin caer en la cuenta de que esa pala puede ser el instrumento de una aventura atroz.

De repente, pasa un anciano con una bolsa de plástico en la que asoma la cabeza de un pescado de ojos detenidos en el horror, ese horror que les entra a los peces cuando descubren que existe un mundo que no es de agua. Y te preguntas entonces cuántos tesoros submarinos no habrá visto ese pescado antes de caer en el laberinto invisible de una red, cuántas maravillas sumergidas, cuántos amaneceres grandiosos filtrados por el prisma inconstante de las aguas.

Pasa una muchacha con un ramo de flores, como una alucinación primaveral en este otoño que sigue por aquí veraniego, y pasa también un perro que lleva un hueso en la boca, y va el perro a paso ligero, nervioso y clandestino, temeroso de que aparezca por allí un perro mayor y le arrebate el hueso.

Ves entonces al mendigo del barrio, que busca por el suelo una colilla, que mete luego la mano en una papelera y la remueve sin mirar lo que remueve, fiado al tacto y a la benevolencia de los azares, igual que quien escarba ilusionado en la cesta de papeletas de una tómbola.

Cierras la ventana y te ves reflejado en el cristal. “¿Quién será ese?” Pero dejas la pregunta sin respuesta, porque de sobra sabes que la respuesta sería otra pregunta, y así hasta el infinito. Como infinita es la realidad que se despliega ante ti cuando abres la ventana, una mañana cualquiera, cualquier tarde, y empiezas a jugar, contigo, a los enigmas.


.

lunes, 12 de octubre de 2009

EL LEVANTE


No puede decirse que sea traicionero ni que venga de improviso, porque su presencia se siente antes de llegar, se barrunta, y en eso se parece mucho a un mal presentimiento. El viento de levante. El viento malhumorado, el viento del malhumor. Un viento que manda por delante su fantasma antes de romper, antes de ulular, antes de trastornar las vidas y las cosas. Salta el levante y nos convertimos en Mister Hyde, porque nuestro carácter se crispa y se ensombrece. Nos volvemos susceptibles, irritables y hoscos, arrastrando una jaqueca sin alivio posible, porque ese viento malhechor se nos mete en la cabeza y nos corroe la mente, igual que esos animales maléficos venidos de otra galaxia en las películas de ciencia-ficción.

Y qué flojo y de trapo se pone uno, con esa sensación de gran reseca, de una resaca sin fiesta previa, que es lo peor de todo. Y qué rara se pone la luz, oleosa y densa, de color oro sucio. Y qué grávido el cielo, en el que las gaviotas planean estáticas, lo mismo que cometas, sin mover las alas, como si las hubiesen disecado en pleno vuelo. Y cuánta arena volandera que busca ojos desprevenidos. Y qué turbio el mar, verdoso y encrespado. Y si es verano, qué calor.

No entiende uno cómo a ningún laboratorio farmacéutico le ha dado todavía por comercializar un medicamento que palie los efectos del levante. Unas pastillas. Un jarabe siquiera. Un supositorio. O una lavativa incluso, porque uno estaría dispuesto a cualquier cosa con tal de librarse de la sintomatología de las levanteras apocalípticas que nos azotan en sentido literal, porque es un viento con vocación de látigo. Sería estupendo llegar a la farmacia y pedir un bote de Levantex, o una caja de Levantrox, o un frasco de Levantur, o de Levantinell, o de Levantalgin, o de algo parecido, porque mucho me temo que los encargados de poner nombres a las medicinas son lectores entusiastas de Tolkein.

No sé yo por qué ningún organismo de la Junta de Andalucía otorga becas para la investigación de un remedio contra los daños colaterales que provoca el levante entre la población, entre los que tal vez no se cuente el del absentismo laboral, pero sí desde luego el del encabronamiento laboral: a ver quién tiene el valor de ir en un día de levante fuerte a la oficina de la Gerencia de Urbanismo de mi pueblo, pongamos por caso, para tramitar una licencia de obras con un funcionario que yo me sé. Y así en todas partes, supongo, porque el levante no es sólo un viento, sino también una epidemia moral de malas pulgas, de abatimiento metafísico, de decaimiento físico, de amargura caprichosa, de cefaleas agudas y de schopenhauerismo.

¿Cómo sería la vida sin levante? Ah, qué quimera. Qué ganas de soñar un paraíso imposible, qué ganas de fantasear a costa de lo inverosímil. Estás sentado en la terraza, disfrutando del poniente, que es aquí un viento civilizado, dentro de lo civilizado que puede ser un viento, y de repente todo se calma, y algo empieza a resonar dentro de tu cabeza como una música de agujas. “Mañana, levante”. Porque esa calma es su tarjeta de visita, el aviso de una hecatombe invisible. Y vete preparando.


.

viernes, 2 de octubre de 2009

CASTAÑAS


Vienen con el otoño, y dan al otoño sureño un toque de espectralidad centroeuropea. Los castañeros.

Llegan los castañeros con sus factorías portátiles de niebla, se instalan en una esquina y la tarde diáfana se vuelve fantasmal y algodonosa, fantasma de algodón, un humo errante. De pronto, parece que calle abajo va a aparecer el carromato fúnebre del conde Drácula, sin cochero, guiado por nadie, al albur del Mal, con sus negros caballos desbocados, con penachos de pluma, nictálopes ya por su costumbre de cabalgar de madrugada por los caminos ciegos y tortuosos de Transilvania, huyendo del amanecer. Se envuelve todo en niebla y parece, qué sé yo, que por la calle ronda el Golem. Que va a surgir de la trama de bruma el monstruo del doctor Frankenstein, rígido y atormentado, con su horror metafísico de ser un producto del bricolaje. Parece que allá lejos aúlla el Hombre Lobo, esclavo de los caprichos de la Luna.

Los castañeros vierten niebla, y la noche se hace maga. Vierten oleadas de niebla los castañeros, volutas de humo denso y suntuoso, con corporeidad de duende de una lámpara maravillosa, y la calle parece un escenario de crímenes sin resolución posible, porque nadie vio al asesino. La niebla impedía ver al asesino. El asesino tenía por cómplice a la niebla.

Anuncian el otoño los castañeros, y se hacen presentes con su industria de calima artificial incluso cuando las tardes siguen siendo calurosas y huelen a jazmín y a helado de vainilla, y hay una contradicción melancólica entre esas oleadas de niebla y la indumentaria liviana de la gente que compra cartuchos de castañas asadas, que les queman en las manos como un rescoldo anacrónico aún, porque el otoño no llega, porque el verano se resiste a morirse de frío, porque el frío no se anima a salir de su cripta de hielo.

Con su olla requemada, con su lecho de carbones al rojo, ahí están ya los castañeros otoñales, señores del humo, administradores municipales de la bruma, alquimistas callejeros que convierten el pueblo en un bosque brumoso por el que parece que revolotean las hadas pizpiretas de élitros fulgentes y gruñen los ogros que han tenido la desventura de enamorarse de princesas desdeñosas.

Siguen estando las tardes buenas. Apetece pasear. La gente toma bebidas frías en las terrazas. Pero ahí están ya los castañeros, heraldos puntuales del otoño. Ahí están ya, añadiendo irrealidad a las tardes, enigmatizando las noches con neblina, invocando el espíritu del frío, ese frío de dedos góticos que, de un día para otro, nos tocará la espalda, y sabremos entonces que hay que sacar los jerséis gordos y las camisetas térmicas.

Ahí están los castañeros, mercaderes de otoño, para recordarnos que el verano es ya un sueño, que viene ya el jinete gélido de las espuelas de plata, por así decirlo. Ahí están ya los castañeros para recordarnos, en fin, que la vida pasa, pero también que la vida sigue, envuelta en niebla, volátil como el humo, sin rumbo y sin razón, tan fugitiva.
.