A lo largo del mes de octubre saldrá este libro, una recopilación de ensayos sobre escritores.
La tirada será mínima: 150 ejemplares numerados.
Si alguien tiene interés, puede asomarse a http://interrogante-editorial.blogspot.com.es/
Allí se puede consultar el índice.
sábado, 29 de septiembre de 2012
domingo, 23 de septiembre de 2012
REGALO TÓXICO
Como, según nos dicen, las
entidades bancarias están bastante mal (en parte porque somos morosos con
respecto a ellas y ellas en cambio rumbosas con respecto a nosotros), me temo
que no se demorará el momento en que los dueños de los bancos nos regalen los
bancos. Se ve venir. Un banco se supone que debería atraer dinero, pero se ve
que solo trae problemas, incluido entre esos problemas el de tener que ganar dinero
vendiendo dinero, que es algo tan misterioso como lo sería el hecho de montar
un asador de pollos no para ganar dinero, sino para ganar pollos a un 4% TAE.
Como
nadie se va de esta vida sin padecer su ración de mala suerte, lo probable es
que acaben regalándome un banco. Lo intuyo. Lo sensato sería no aceptar ese
regalo tóxico, pero lo cortés, que no quita lo valiente, quita a veces lo prudente, y me temo que al final me veré
como propietario desconcertado de una empresa en declive. ¿Pediré un rescate?
De momento, no puedo asegurar nada al respecto, porque el proceso de cualquier rescate
ha de ser no sólo sigiloso, sino incluso clandestino. Es probable que lo pida y
es probable que no, por decirlo al modo gallego. Dependerá de cómo me encuentre
la caja fuerte, aunque me temo no lo peor, pues soy de natural optimista, pero
sí lo más malo.
Sea
como sea, mi nueva condición de banquero habrá de exigirme un tren de vida
acorde con mi estatus y, según nos demuestra la experiencia, el hecho de que un
banco esté en la ruina no es motivo alguno para que también lo estén sus
propietarios y directivos, que siempre saben encontrar monedas de oro entre los
escombros.
¿Qué me
compraría, al ser el gasto suntuario uno de los signos externos de la opulencia?
No sé, tampoco es que ande uno falto de cosas ni sobrado de ansiedades
concretas. Me compraría, qué sé yo, un reloj Cartier de esfera redonda (porque
en la metafísica de la relojería se contempla la existencia de la “esfera cuadrada”),
aunque no el original, porque no están los tiempos para eso, sino una imitación
muy pasable que me ofrecieron de tapadillo en un puesto de Chinatown, en Nueva
York, y que el amable minorista, después
de un regateo a la manera oriental, me dejaba en 40 dólares, aunque yo, que
venía de comprar baratijas para toda la familia, sólo llevaba en la cartera 35,
y tenía que coger luego el metro, de modo que allí se me quedó el falso Cartier,
para dolor de mi ánimo. Iría a Nueva York con mis 40 dólares en el bolsillo y
satisfaría, en fin, ese deseo postergado y modesto.
También me compraría un reloj
Montblanc de esfera negra, de un modelo que me parece que ya no se fabrica, aunque el original, porque las
falsificaciones de esa marca no son demasiado buenas. Me compraría una guitarra
Gibson 335 de tapa roja, con puente Bigsby; una Telecaster de los 60 y una
Martin de gama alta. (Tengo varias guitarras, y las toco poco y mal, pero los
millonarios podemos permitirnos el pecado venial de la acumulación.) Iría a
Londres, me acercaría a Cecil Court y compraría en una tiendecita que hay allí,
dedicada a la compraventa de cachivaches de época sobre todo victoriana, un
Mercurio de bronce muy parecido al que lucía, de latón siempre reluciente, en
el mostrador de la farmacia que había cerca de casa cuando yo era niño, y que
me magnetizaba: el dios veloz, con su casco alado, con sus pies alados. (No
pude comprar aquel otro de bronce no porque fuese demasiado caro, sino porque
pesaba algo así como un par de kilos y yo viajaba a la vuelta con Ryanair, con todo lo que
eso implica de respeto escrupuloso a las balanzas. Pero, en mi nueva condición de banquero,
volaría con cualquier otra compañía, o en un vuelo privado incluso, a costa del
beneficio de las participaciones preferentes, por ejemplo, y volvería a casa
empujado por las dos alas del avión y por las cuatro del dios Mercurio, aparte
de por las alas invisibles del poder, pensando yo en inversiones y en ese tipo
de cosas.)
Aparte de todo
eso, me compraría… Pues no sé qué más, la verdad. Creo que con eso iría no solo
bien, sino incluso sobrado, porque tampoco se trata de darse el capricho de
satisfacer todos los caprichos. No tener nada provoca el ansia de querer tener
todo, o al menos algo, pero tener todo provoca el ansia de no poder desear ya
nada. Además, casi todo lo valioso deja de tener valor real en cuanto lo
poseemos: somos peculiares.
En
resumidas cuentas: que me compro esas cosas y luego rifo el banco. Y suerte a
quien le toque en suerte.
.
jueves, 20 de septiembre de 2012
lunes, 10 de septiembre de 2012
EL DESCRÉDITO DE LA ORTOGRAFÍA
Supongo que estaremos de acuerdo
en que las llamadas redes sociales están revolucionando muchas cosas. Creo que estaremos
de acuerdo también en que las revoluciones pueden tener efectos dispares, según
las alienten unos librepensadores franceses, pongamos por caso, o unos talibanes
de Afganistán, aunque lo más frecuente es que el efecto final de cualquier
revolución resulte contradictorio desde un punto de vista perspectivista: pregúntenles,
mediante la güija, a María Antonieta y a Robespierre, por ejemplo.
Una
de las revoluciones más llamativas que están propiciando las redes sociales
afecta de manera directa a una mártir inocente: la ortografía. (Porque a la
sintaxis la damos por muerta.) Hay quien llega a suponer que esa revolución
(que, contemplada con un prisma pesimista, no pasa de ser una especie de
bacanal de la agrafia) tendrá efectos inmediatos y duraderos sobre la
ortografía hasta ahora tradicional. Es posible, aunque el problema tal vez
radique en que, al tratarse de cientos de miles de ortografías personalizadas,
no se consiga un patrón ortográfico con el que sustituir al vigente, ya que
mucha euforia hay que atesorar para dar por hecho que una ortografía tiene
algún sentido sin el establecimiento de un patrón común, a menos que todos nos
especialicemos en criptografías aleatorias.
(Malos tiempos aquellos en que los
alumnos tenían que aprender que, según qué caso, “vaca” se escribe con be o con
uve. Épocas oscuras aquellas en que podías suspender un examen de química o de
ciencias naturales si cometías tres faltas de ortografía, por bien que
estuviera lo demás. Venturoso presente el nuestro, en que incluso algunos
profesores de lengua pueden tener la respuesta a las dudas ortográficas en la
punta de la lengua.)
Las
matemáticas gozan del prestigio de la exactitud, y nos permitiríamos dudar del
concierto psicológico de una persona que sostuviese que dos más dos son 325. La
ortografía es tan exacta como las matemáticas, pero el caso es que le
dispensamos el mismo respeto que a un sereno que anduviese de madrugada por la
calle tocando su pito de sereno y adornado con un sombrero mexicano. Las
matemáticas sirven para entendernos con los números y la ortografía sirve para
entendernos con las palabras, pero se ve que las palabras no siempre sirven
para entenderse. Todo esto está muy bien, y da gusto comprobar cómo los
licenciados y bachilleres modernos aplican un criterio de libertad individual a
las normas represoras de la ortografía, como si fueran discípulos de Juan Ramón
Jiménez, aunque en versión psicodélica. Pero, claro, suponer que esta orgía de
la anortografofilia –palabra más bien ortografofóbica- va a cambiar la
ortografía es tal vez tan optimista como suponer que los videntes televisivos
van a cambiar las investigaciones astrofísicas.
Y es que está
visto que no hay revolución sin dosis de decepción.
(Publicado el sábado en prensa)
domingo, 2 de septiembre de 2012
BANALIDAD DOMINGUERA
Un argumento en contra de la mayor parte de la pintura impresionista es lo bien que admite el anacronismo de los marcos de barroquismos dorados.
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