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Debido a su poder instantáneo para espabilar e infundir diligencia a la clase obrera, el café puede ser considerado como una de las armas secretas más eficaces del capitalismo. Es posible que, sin la existencia providencial del café, el absentismo laboral alcanzase cotas insostenibles para nuestro entramado productivo, y adiós entonces a tantísimas cosas.
Dicen quienes conocen las cosas que sucedieron en el pasado que, hasta el siglo XVII, el café era para los europeos un concepto exótico, algo que se mencionaba en los relatos de los viajeros que regresaban de Oriente con un fardo de curiosidades en la memoria. Mientras los árabes y los turcos bebían café, los europeos tomábamos vino y cerveza desde las claras del día, extremo que, se mire como se mire, distaba mucho de la ejemplaridad cívica y del fomento de la diligencia laboral. Como no hace falta decir, los pueblos de Europa, amigos del sincretismo, siguen bebiendo vino y cerveza, aunque suelen recurrir al café para paliar los efectos del vino y de la cerveza, en tanto que los pueblos árabes, más partidarios de la inamovilidad de las tradiciones, siguen con la cosa del café, ya que el consumo de bebidas alcohólicas puede acarrearles problemas de índole teológica, y tampoco se trata de eso.
Quiere la leyenda que los sufíes fueron los introductores del café en el mundo islámico, y se supone que los primeros cafeinómanos se manifestaron a finales del siglo XIV en círculos místicos, pues les infundía elevación de espíritu aquella sustancia. De todas formas, la popularización del café llevó consigo que se abrieran establecimientos para su consumo, y parece lógico que en tales establecimientos se practicaran juegos de azar, se alternase con mujeres y se escuchase música. Estas expansiones lograron herir la sensibilidad de un jefe de policía de La Meca, que, en el siglo XVI, con la complicidad de un concilio de alfaquíes, consiguió prohibir el comercio y consumo de café. La prohibición duró hasta que le sucedió en el cargo un partidario del café, y las aguas volvieron a su cauce; es decir, a las cafeteras.
En un principio, se atribuyeron al café muchas propiedades terapéuticas: la purificación de la sangre, la sedación del estómago, el fortalecimiento del hígado… El sector más puritano de las postrimerías del XVII no dudó en otorgarle una cualidad moral: la de alejar a los humanos del vicio del alcohol.
El café fue recibido en Europa, en fin, como una especie de sustancia mesiánica, redentora de una situación de borrachera global, ya que tanto la cerveza como el vino formaban parte de la dieta de cualquier familia, niños incluidos.
A principios del XVIII, el país europeo con un índice mayor de consumo de café era Gran Bretaña, hasta que, a mediados de siglo, ese consumo entusiasta fue relegado en beneficio de la popularización del té, quizá por ese prurito británico de diferenciarse de sus nacionalidades vecinas incluso a la hora de colocar el volante en un coche.
Herman Melville, en su novela Moby Dick, concibió a un personaje cafeinómano que procuró hacer entrar en razón –aunque en vano- al capitán Ahab: el oficial Starbuck, que en la actualidad da nombre a una cadena internacional de cafeterías, como no hace falta ni decir.
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