(Publicado ayer en prensa.)
La sentencia de los ERE ha
supuesto una prueba de presión moral para el PSOE. ¿Cómo ha salido de esa
prueba? Me arriesgo a sospechar que bastante quebrantado, precisamente por su
empeño en salir incólume. Lo tenía fácil: asumir un capítulo deshonroso de su
historia con la dignidad de quien agacha la cabeza cuando entiende que debe
agacharla. Lejos de esa asunción, ha optado por sacar pecho: la corrupción es
cosa de otros.
Ante
un delito palmario caben muchas excusas, pero pocos argumentos. Excusas hemos
oído muchas. También algunos argumentos, invariablemente exculpatorios: la
defensa de la inocencia a pesar de la evidencia.
La
estrategia no está siendo buena ni mala, sino ineficiente, aparte de
destructiva para el propio PSOE, obstinado en establecer jerarquías en torno a
la corrupción: si viene del adversario, intolerable; si viene de dentro,
discutible, sin entender que la gestión de lo público no siempre se corresponde
con los anhelos ideológicos con respecto a lo público, ya que la responsabilidad
de tramitar esos anhelos recae a veces en personas que anhelan cosas muy
alejadas de cualquier principio ideológico, por aquello de que la prosperidad
bien entendida empieza por uno mismo.
En
la defensa de lo indefendible creo que se lleva la palma de la sofística el
ministro en funciones Ábalos: “No es un caso del PSOE, sino de antiguos
responsables públicos de la
Junta de Andalucía”. Un razonamiento que
daría risa si no diese vergüenza ajena, no sólo por lo que tiene de mezquindad,
sino también por lo que tiene de negación infantil de una realidad de
apariencia innegable. En el capítulo de las ocurrencias prodigiosas, tenemos la
propuesta de Pérez Royo, catedrático de Derecho Constitucional: que los
condenados por prevaricación se querellen contra los jueces por prevaricación,
con el argumento de que “el presidente de un gobierno autónomo no tiene
capacidad para prevaricar”, desde la suposición –imagino- de que los
presidentes se limitan a cortar cintas en las inauguraciones y a declamar el
discurso navideño. El siempre locuaz Bono, por su parte, ha culpado del delito
a la jueza instructora: más presos políticos.
Según
era previsible, algunos partidos de la competencia (Unidas Podemos se ha
mantenido en una actitud forzosa de mansedumbre, al menos coyuntural) se han
apresurado a reclamar la dimisión de Sánchez, por el efecto salpicadura, con lo
cual se han equiparado en insensatez política a quienes procuran exonerarse de
un problema interno. (Con arreglo a la lógica de los anacronismos, si Sánchez
tiene que dimitir por la condena a dos expresidentes autonómicos de su partido,
Casado tendría que disolver el suyo por la condena a muerte de Grimau que no
conmutó un consejo de ministros franquistas del que formaba parte Fraga, pongamos
por caso.)
Tiempos
revueltos, como casi todos. Tiempos desalentadores. Si la izquierda se resiste
a asumir sus errores concretos de gestión, caerá en la contradicción
generalizada de su discurso. Y, sobre todo, algunos deberían comprender que un entramado
criminal no puede convertirse –como ha sugerido el muy tremebundo Guerrero- en
el cuento de Robin Hood: un gobierno que robaba al gobierno para socorrer a los
parias de la tierra, en especial a los de la Sierra Norte sevillana.
Por ahí no.
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