(Publicado en prensa)
Hace unos días fuimos testigos en
mi pueblo de un fenómeno meteorológico extremo: llovió un poco. Extremo por lo
exótico, claro está, no por lo abundante de las precipitaciones, que resultaron
modestas, sin incidencia apenas en los pantanos resecos de la comarca. Casi no
nos acordábamos ya de la lluvia, que, según supuso Borges en un poema, “es una
cosa que sin duda sucede en el pasado”. Y tanto. Se acuerda uno, por ejemplo,
de aquella época feliz en que no iba al colegio durante dos o tres días porque
no paraba de llover y los impermeables y las botas de agua eran complementos
que no evitaban el empapamiento y su consecuente resfriado. Pero aquello ya
pasó: hoy en día, resulta más probable que a los niños no los manden al colegio
por una ola de calor en mayo que por un chaparrón en enero.
Según
una creencia popular, la lluvia “arrastra” los virus. Los científicos opinan
otra cosa, con arreglo a la libertad de expresión, pero hay que tener en cuenta
que ellos solo ven los virus en un laboratorio y no están al tanto del
comportamiento de los virus callejeros, de modo que seamos prudentes, porque a
saber quién tiene la razón en la controversia.
El
caso es que, en esos días en que llovió un poco, estuve durante un rato asomado
a una ventana para disfrutar del espectáculo. En una de esas, conseguí ver cómo
una gota de lluvia se estampaba en el cogote de un virus lo suficientemente
gordo como para apreciarse a simple vista. No sé de qué familia era el
patógeno, pero su aspecto resultaba preocupante, parecido al zurrón de una
castaña en versión ultragaláctica, de un color verde fosforito. Tras recibir el
impacto, el virus se estrelló contra el acerado y me dije: “Se ha matao”. Vi
cómo la corriente lo arrastraba hacia un husillo y me dije entonces: “Uno
menos”. Pero luego caí en la cuenta de que las aguas pluviales se canalizan aquí
a través de unas cañerías que desembocan en un embalse que se utiliza para el
riego agrícola y el baldeo de las calles. En ese instante me preocupé: “¿Y si
el virus está simplemente atontado y regresa adherido a una lechuga, pongamos
por caso, o vuelve al mismo sitio, como las palomas mensajeras, cuando los
operarios municipales de limpieza baldeen mi calle?”.
Porque
lo de los virus es como lo de los fervores independentistas: te haces a la idea
de que a sus profetas se les ha pasado la ventolera, pero la ventolera vuelve
con más ímpetu, así les des, para apaciguarlos, el oro y el moro. (Bueno, el
moro no tanto). Y es que los virus también necesitan una patria, como
cualquiera. Y su patria somos nosotros, por mucho que procuremos
independizarnos de los virus. O yo qué sé.
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